Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky

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se esperaban disturbios con motivo de la proyectada disolución de la Duma el ministro de Marina, Grigorovich, considerado casi como liberal, decía en la reunión del gobierno: «Los alemanes realizan una campaña intensa y llenan de dinero a las organizaciones antigubernamentales». Los octubristas y los kadetes, que se indignaban ante esas insinuaciones, no reparaban, sin embargo, en desviarlas hacia la izquierda. El presidente de la Duma, Rodzianko, decía con ocasión del discurso semipatriótico, pronunciado por el menchevique Chjeidze, en los comienzos de la guerra: «Los hechos demostraron más tarde la proximidad de Chjeidze, respecto a los círculos alemanes». En vano se hubiera esperado, aunque no fuera más que una sombra de prueba.

      Miliukov dice en su Historia de la segunda revolución: «El papel desempeñado por la “mano oculta” en la revolución del 27 de febrero, no aparece claro; pero a juzgar por todos los acontecimientos posteriores, es difícil negarlo». Pedro von Struve, ex marxista y actualmente eslavófilo reaccionario, se expresa de un modo más decidido: «Cuando la revolución, preparada por Alemania, fue un hecho, Rusia abandonó de hecho la guerra». Para Struve, como para Miliukov, se trata, no de la Revolución de Octubre, sino de la de Febrero. Rodzianko, hablando del famoso «decreto número 1», la Carta Magna de la Libertad de los soldados, elaborada por los delegados de la guarnición de Petrogrado, escribía: «No dudé ni un momento del origen alemán del decreto número 1». El general Barkovski, jefe de una de las divisiones, contó a Rodzianko que del decreto número 1 «se mandó a sus tropas una enorme cantidad de ejemplares desde las fronteras alemanas». Guchkov, acusado en tiempos del zar de traición al Estado, al convertirse en ministro de la Guerra, se apresuró a endosar esta acusación a la izquierda. En una orden del día al ejército, dictada por Guchkov en abril, se decía: «Gente que odia a Rusia y que, indudablemente, se halla al servicio de nuestros enemigos, se ha infiltrado en el Ejército de operaciones, y con la insistencia característica del enemigo y, por las trazas, cumpliendo la misión que éste le ha encomendado, predica la necesidad de poner fin a la guerra lo más pronto posible». Con respecto a la manifestación de abril contra la política imperialista, escribe Miliukov: «La eliminación de los dos ministros (Miliukov y Guchkov), había sido dictada directamente por Alemania». Los obreros que participaron en la manifestación recibieron de los bolcheviques quince rublos diarios. El historiador liberal abría con la llave del oro alemán todos los enigmas con que tropezaba como político.

      Los socialistas patrióticos que acusaban a los bolcheviques, si no de agentes de aliados involuntarios de Alemania, se vieron envueltos en la misma acusación por parte de los elementos de la derecha. Ya hemos visto la opinión de Rodzianko sobre Chjeidze. El propio Kerenski no encuentra misericordia ante él: «Fue indudablemente él, por su secreta simpatía hacia los bolcheviques, o acaso por otras consideraciones, quien indujo al gobierno provisional» a permitir la entrada de los bolcheviques en Rusia. Esas «otras consideraciones» no podían significar más que el oro alemán. En sus curiosas Memorias, que han sido traducidas a varios idiomas, el general de la gendarmería, Spiridovich, después de señalar la abundancia de judíos en los círculos socialrevolucionarios dirigentes, añade: «Entre ellos brillaban también nombres rusos, tales como el del futuro ministro de Agricultura y espía alemán Víctor Chernov». No era sólo a ese gendarme a quien infundía sospechas el jefe del partido socialrevolucionario. Después de la represiones emprendidas en julio contra los bolcheviques, los kadetes, sin pérdida de tiempo, iniciaron una campaña contra el ministro de Agricultura, Chernov, como sospechoso de tener relaciones con Berlín, y el infortunado patriota no tuvo más remedio que dimitir su cargo para librarse de la acusación. En otoño de 1917, Miliukov, desde la tribuna del Preparlamento, hablando de las instrucciones que había dado el Comité Ejecutivo patriótico al menchevique Skóbelev para la participación en la Conferencia Socialista Internacional, demostraba, mediante un escrupuloso análisis sintáctico del texto, el evidente «origen alemán» del documento. Hay que decir que, en efecto, el estilo de las instrucciones, así como de toda la literatura conciliadora, era pésimo. Esa democracia retrasada, huérfana de pensamientos y de voluntad, que miraba asustada en torno suyo, acumulaba en sus escritos reserva sobre reserva y los convertía en una mala traducción de un idioma extranjero, de la misma manera que toda ella no era más que la sombra de un pasado ajeno. Ludendorff, claro está, no tenía la menor culpa de ello.

      El viaje de Lenin a través de Alemania abrió posibilidades inagotables a la demagogia patriotera. Pero como para demostrar de un modo más patente el papel secundario del patriotismo en su política, la prensa burguesa, que en el primer momento había acogido a Lenin con falsa benevolencia, emprendió una campaña desenfrenada contra su «germanofilia» únicamente cuando se dio cuenta claramente de su programa social: ¿La tierra, el pan y la paz? Esas consignas no podía haberlas traído más que de Alemania. En aquel entonces, nadie había hablado aún ni por asombro de las revelaciones de Yermolenko.

      Después de la detención en Halifax de Trotsky y otros emigrantes que regresaban de América, por el control militar del rey, la embajada británica en Petrogrado dio a la prensa una comunicación oficial en un inimitable lenguaje anglo-ruso: «Los ciudadanos rusos que iban en el vapor Christianiafjord fueron detenidos en Halifax, porque, según noticias del gobierno inglés, estaban complicados en un plan subvencionado por el gobierno alemán, que se proponía como fin derribar el gobierno provisional ruso...». La comunicación de sir Buchanan llevaba la fecha del 14 de abril; en aquel entonces, ni Burstein ni Yermolenko habían aparecido todavía en el horizonte. Sin embargo, Miliukov, en su calidad de ministro de Estado, se vio obligado a pedir al gobierno inglés, por mediación del embajador ruso Nabokov, que se pusiera en libertad a Trotsky y se le permitiera dirigirse a Rusia. «El gobierno inglés, que conocía la actuación de Trotsky en los Estados Unidos —escribe Nabokov —, no salía de su asombro: “¿Qué es esto, malignidad o ceguera?”. Los ingleses se encogieron de hombros, comprendieron el peligro, nos lo advirtieron». Lloyd George, sin embargo, tuvo que ceder. En contestación a la pregunta que formuló Trotsky al embajador británico en la prensa de Petrogrado, sir Buchanan retiró, confundido, su acusación y declaró: «Mi gobierno retuvo en Halifax a un grupo de emigrantes, únicamente hasta que el gobierno ruso aclarara su personalidad. A esto se reduce la detención de los emigrantes rusos». Buchanan era, no sólo un gentleman, sino también un diplomático.”

      En la reunión de los miembros de la Duma del Estado, celebrada a principios de junio, Miliukov, arrojado del gobierno por la manifestación de abril, exigió la detención de Lenin y Trotsky, aludiendo de un modo inequívoco a las relaciones de los mismos con Alemania. Al día siguiente, Trotsky declaró en el Congreso de los Soviets: «Mientras Miliukov no confirme o no retire esta acusación, quedará grabado en su frente el estigma de calumniador indigno». Miliukov contestó en el periódico Riech que, en efecto, esté «descontento de que los ciudadanos Lenin y Trotsky se paseen libremente», pero que la necesidad de su detención la motivaba «no en el hecho de que sean agentes de Alemania, sino en el de que han pecado suficientemente contra el Código». Miliukov, que no tenía nada de gentleman, era, en cambio, un diplomático. La necesidad de la detención de Lenin y Trotsky se le aparecía de un modo completamente claro antes de las revelaciones de Yermolenko: la trama jurídica de la detención la consideraba como una simple cuestión de técnica. El jefe de los liberales se había servido de la acusación mucho antes ya de que fuera puesta en circulación en forma «jurídica».

      Donde aparece de un modo más elocuente el papel desempeñado por el mito del oro alemán es en el pintoresco episodio relatado por el administrador del gobierno provisional, el kadete Nabokov (al que no hay que confundir con el embajador ruso en Londres, citado anteriormente). En una de las reuniones del gobierno, Miliukov observó incidentalmente: «Para nadie es un secreto que el dinero alemán fue uno de los factores que contribuyeron a la revolución». Esto se parece mucho a lo de Miliukov, aunque la fórmula esté evidentemente atenuada. «Kerenski —según el relato de Nabokov— se puso literalmente fuera de sí; cogió su cartera y, golpeando con ella la mesa, dijo a grandes gritos: “Después que el ciudadano Miliukov se ha atrevido a calumniar en mi presencia la sagrada causa de la gran revolución rusa, no tengo el menor deseo de permanecer aquí ni un minuto más”». Esto tiene todas las

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