Puedo porque pienso que puedo. Carolina Marín
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Después vino esa época que pasará a la historia como la del confinamiento. Han sido los dos meses y medio más duros de toda mi vida, emocionalmente hablando. He pasado por todas las fases: frustración, desesperación, agobio… Y todas las he sentido al límite. Mucho más que en cualquier partido de bádminton al que me haya enfrentado en toda mi carrera deportiva. Sin duda, con mi padre he sentido emociones desconocidas a las que todavía me cuesta enfrentarme. Esa es la realidad. Es duro que tu padre muchos días no sepa ni quién eres, que no se pueda poner en pie y, ni por supuesto, caminar, por no entrar en más detalles. Enfrentarme a esa inesperada realidad me cuesta.
He pensado mucho en la gente que ha sufrido durante todo este tiempo, en las personas que han perdido a sus seres queridos o en aquellos que han tenido que lidiar con el virus en soledad. Por eso me ponía de los nervios cuando algún amigo se quejaba de estar aburrido en pleno confinamiento. ¡Ya me hubiera gustado a mí haber podido aburrirme!
De pronto, la vida ha vuelto a cambiar sin previo aviso, como pasa casi siempre. Y nos obliga a aprender a marchas forzadas. Cuando el estado de alarma lo permitió, me trasladé a Madrid, con el corazón «partío». Con la necesidad de volver a mi profesión y con la mala sensación de sentir que me alejaba de un problema que seguía ahí, mi padre.
Sigo trabajando esas emociones que me han estado estrangulando todo este tiempo. Lo hago con María, la psicóloga de mi equipo. Acabaréis conociendo a todas las piezas de ese engranaje que me mantiene en pie, que hace que todo gire. El objetivo es canalizarlas para sacarles partido en la pista. Tengo que ser capaz de convertir todo esto en algo bueno. Lo necesito. Debe ser así la digestión. En eso me han educado y he trabajado toda mi vida, en que a las cosas que te afectan, que te hunden, que te duelen… hay que ser capaz de darles la vuelta y convertirlas en algo bueno, sacarles partido y, desde luego, ahora ese es mi objetivo.
El coronavirus nos ha transportado a situaciones desconocidas, dramáticas e insospechadas. Algo tan raro como que por primera vez desde que cumplí ocho años estuve tres meses sin coger una raqueta. ¡Tres meses! Parada. Hasta llegaron a desaparecer esa especie de callos que tengo en la mano y a los que estoy tan acostumbrada. Tuve que volver a empezar de cero. Ni con la gravedad de la lesión viví algo así.
De hecho, apenas pude entrenar «físico», porque me quedé en Huelva, en casa de mi madre, y allí no tenía material. El mismo lunes que comenzó el confinamiento tuve la suerte de hacerme con una bicicleta estática que me dejó una amiga de mi madre, y Fernando me pudo mandar con un transportista dos máquinas que por casualidad tenía en casa. Con eso he podido salvar la parte física. Pero luego vino la odisea de volver al punto en el que estaba antes. También es cierto que la crisis sanitaria nos enseñó que no había prisa. No sabíamos cuándo íbamos a competir, así que lo importante era recuperar la forma sin lesionarse en el camino. ¡Y sin desesperarse! Un cambio radical de mentalidad que, sin duda, ponía el colofón a esa travesía del desierto del último año y medio, que pronto os relataré.
Desafortunadamente, después de meses de lucha, a finales de julio de 2020, en lo más tórrido del verano y cuando lo peor de la crisis del coronavirus parecía haber pasado, perdí a mi padre. Lo perdí del todo. Y aunque se me había ido yendo a poquitos, y aunque ya me había despedido de él, a mi modo, creo que este ha sido y será el golpe más fuerte de mi vida. Cuando vuelva a las Olimpiadas, que volveré, y cuando vuelva a ganar una medalla, en lo cual confío, lo haré por él, gracias a él, y pensando en él. Gracias, papá.
TOKIO 2020: EL IMPOSIBLE DE UNA PANDEMIA
¡Quién me lo iba a decir! Tokio, ya os contaré, fue durante muchos meses de mi vida la motivación para salir adelante. Y luego el tiempo, las circunstancias, la propia vida se encargaron de descomponer lo que había sido mi llegada a meta. Y lo curioso es que no importó. Cuando anunciaron que los Juegos Olímpicos se posponían para mí fue un alivio. Y creo que para muchos deportistas. Son cuatro años de preparación y de sueños y ya estaba viendo que las cosas no se estaban desarrollando de manera justa. Por ejemplo, en China habían estado confinados antes, y eso hizo que todo el equipo chino se hubiera trasladado a Inglaterra para pasar el confinamiento y hacer allí la cuarentena. Cuando volvieron ya se podía entrenar. En España o Italia pasó lo contrario, no se podía ni entrenar, y en India me enteré de que estaban igual. Los deportistas se podrían enfrentar a la cita más importante en condiciones de igualdad muy diferentes. Sé que era difícil para el Comité Olímpico Internacional dar una respuesta a esto, porque hay muchas cosas que dependen de unos juegos, pero me pareció acertado el aplazamiento. Y en mi caso, para ser honesta, más. Entre la lesión, mi padre y el confinamiento, sentí alivio al saber que disponía de más tiempo para prepararme e ir a los Juegos algo descargada de emociones y poder disfrutarlo. Sigue siendo la meta, la que me sustentó en su momento y la que mantiene la ilusión, a pesar de la situación. Los Juegos son palabras mayores y eso no cambia.
«Carolina mostraba desde sus inicios gran parte de esas virtudes que ahora la hacen diferente y única en competición. Hay una frase que le digo mucho, y es que veo a una Carolina diferente: cada vez que estoy con ella observo un desarrollo continuo debido a que nunca está satisfecha con lo que tiene.
Las virtudes que le han permitido alcanzar estos éxitos son una gran ambición, su inconformismo y su capacidad de trabajo. La combinación con Fernando Rivas es la clave del éxito porque él ha sido capaz de mantener y desarrollar esas capacidades durante muchos años.
Ahora estoy viviendo la época de entrenador más gratificante, no por el hecho de trabajar con una gran deportista, que también, sino por hacerlo con un increíble equipo profesional y humano».
Ernesto GARCÍA,
Exseleccionador nacional de bádminton y miembro del equipo técnico de Carolina.
2.
EL MUNDO GIRA
EL ANTES Y EL DESPUÉS DE LA GRAN LESIÓN
La vida son etapas y estaba en una de ellas. En la de plenitud, quizá. Podríamos pensar que sería un día más. Un día de tantos. O tal vez podría estar a punto de enfrentarme a uno extraordinario: iba a disputar una final. Una de esas jornadas en la vida de un deportista para las que nos preparamos a conciencia. Estaba en Yakarta, allá lejos, en Indonesia, un país que adoro, donde he vivido grandes experiencias, y en el que me siento tan abrigada y bien recibida siempre que voy. Para mí es uno de esos lugares en los que a pesar de estar lejos te sientes en casa. Os sitúo: era el 27 de enero de 2019. Todo por empezar.
A veces vivimos etapas tan buenas que nos metemos en la rutina y lo damos todo por hecho, pensando que lo bueno nos pertenece, forma parte de nuestra propiedad y que hay algo, sin saber qué es, que nos aleja de manera irremediable de las desgracias. Y no es así. De pronto, hay un día, una hora, un lugar, en el que la vida te pone los pies en el suelo de nuevo. Las cosas no siempre tienen que salir bien, pero lo más curioso de esto es que en vez de ser agradecidos por las muchísimas veces que la vida nos sonríe, nos mira cara a cara, nuestra tendencia natural es la contraria. A la mínima, cuando nos asalta esa piedra en el camino, nos preguntamos. ¿Por qué a mí? Una cuestión de este tipo solo puede tener una respuesta: ¿y por qué no?