Puedo porque pienso que puedo. Carolina Marín
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Mi primera reacción (estaba en medio de la guerra, en plena batalla, tenía ardiente el instinto guerrero) había sido pedir a mi segundo entrenador, Anders Thomsen, que llamara al fisio, Nacho Sarria, que estaba en la grada, para que bajase y me colocara la rodilla, porque yo quería seguir jugando. Aunque era un hecho, una realidad, que eso no se podía llevar a cabo: estaba prohibido. No se podían recibir tratamientos médicos en mitad de un partido.
No me quedó otra que levantarme del suelo e irme cojeando al banquillo. No podía poner la pierna recta del todo ni flexionarla. Intenté enderezarla yo sola porque pensaba que lo que me había pasado era que se había salido. Esa era mi obsesión inicial. Incluso os diría que mi pensamiento único. Es curioso cómo se puede bloquear la mente cuando ponemos el cuerpo y la cabeza al límite.
No podía pensar más que en la mala suerte que estaba teniendo. No podía ser. ¿Justo ahora? Si tenía el partido de cara, el ambiente era tremendo y parecía que solo me quedaba rematar el set, que estaba totalmente encarrilado. Lo difícil ya había pasado, el gran esfuerzo estaba hecho y superado. Sería suficiente con cerrar un buen final en la segunda manga. Humo. Era todo humo en mi cabeza. Que eso era lo que echaban mis pensamientos, mientras mi cuerpo en realidad apenas se podía mover.
Volví. Regresé. Venga, el poder mental. La fuerza de querer por encima de las debilidades. Por encima de todo. Y logré superarme. Me puse 10-3. En la jugada siguiente, Nehwal me hizo una dejada cruzada y no pude ir a devolvérsela porque la rodilla no me lo permitió. Fue demasiado para mi cuerpo ir hasta allí. Punto para ella. Subió a 10-4.
Sentí en ese momento otro punto negro de la derrota. Me tiré al suelo y ahí ya pensé que la lesión podía ser más grave de lo que creía. Me puse a llorar. Las lágrimas no paraban de salir. Me arrodillé en la pista. Me levanté como pude. Cojeando. Qué manera de llorar. No podía parar. Se me acumulaban las tensiones. Después de unos cuantos años de profesión, lo cierto era que me estaba enfrentando a un reto que era muy nuevo. Ahora me doy cuenta. Me vino grande. Me hirió el orgullo más que el cuerpo.
Sentada en el banquillo, me tapé la cara con las manos. Estaba hundida. No quería ver ni que me vieran. De saberme ganadora, vencedora una vez más, en esa vida tan bella en la que estaba sumida, en ese tren que iba a velocidad de vértigo, en esa felicidad maravillosa de los triunfos, a un paso de poder ganar la final de un Masters… a llorar desconsolada. Y no era una derrota. Estaba rota. No sabía qué tenía. Ni por cuánto tiempo, y la mayor duda cuando un deportista se rompe, además de que se para tu carrera en seco, es si las cosas volverán a ser como antes. Aquí el miedo es libre y diría que infinito.
De hecho, si en ese momento hubiera sido consciente de que tenía una rotura del cruzado en la rodilla no hubiera forzado y no se me habría ocurrido jugar tres puntos más. Fue el momento. No saber. El ímpetu. El desconocimiento…
AQUEL PARTIDO Y CÓMO FORCÉ LA MÁQUINA DEL CUERPO
Es cierto que un rasgo que me define es que soy muy cabezota y cuando quiero algo lo deseo con mucha fuerza, con mucha intensidad, la misma que me puede llevar a traspasar líneas que luego se me vuelven en contra. De ahí que me negara a admitir que estaba lesionada y no podía seguir jugando. Eso no entraba en la ecuación de mi cerebro. Me superaba. Estamos más diseñados para ganar, para pelear, que para algo así, para admitir que hay que parar en seco y recuperarse.
Me recompuse, o eso intenté hacer ver. Di la mano al árbitro, abracé a Nehwal y fui al centro de la pista a agradecer al público su apoyo. Increíble la ovación que me dedicaron. Cuando me encaminaba al vestuario resonaban todavía los aplausos de los espectadores. Eso me lo llevo, se me quedó grabado en la memoria porque era una ovación distinta a todas las que había recibido hasta entonces. Sentía congoja. También se ve la dimensión de las personas precisamente en esos momentos. Y ahí quiero destacar cómo se comportó Saina Nehwal. Dio muestra de un comportamiento exquisito y superdeportivo. Enseguida quiso interesarse por mi estado y sus primeras palabras fueron que ella no había querido ganar el torneo en esas condiciones y que lo sentía mucho, y aceptó que, si no me hubiera lesionado, la vencedora hubiera sido yo. Creo que son detalles que dicen mucho de los códigos éticos que rigen un deporte y de quienes lo llevan a cabo. Y me encanta. Me hace creer más en él, si es que es posible.
Tuvo que ser en Indonesia, ese país del que estoy enamorada, en el que tengo muchos seguidores y donde me hice con el Mundial en el año 2015. Tuvo que ser allí. Y fue.
El enfado no se me pasó de un minuto para otro. No. El mosqueo por lo que me había ocurrido fue tremendo. No me lo podía creer. Era uno de mis torneos favoritos y todo se había ido al traste por la maldita rodilla. Me encontraba en ese estado en vez de tener otra victoria más para mi cosecha, para mi palmarés. Así dicho puede sonar un poco frívolo, pero reconozco que fue la primera reacción. Esas eran las ideas que sobrevolaban mi cabeza, desencadenadas por aquella mala pisada en la pista que, una y otra vez, me venía a la mente. Rebobinaba. Adelante y atrás. Y siempre acababa en el mismo lugar. Momento truncado. Mala suerte. Maldita…
Cojeando, regresé al vestuario y me metí en la sala de los fisioterapeutas. De momento no había mucho más que hacer que no fuera ponerme hielo y un buen vendaje que me protegiera, que me diera algo de sujeción, esa sensación que precisamente había perdido yo. Y allí hablé por teléfono con mi entrenador, con Fernando Rivas, que me pidió calma, tranquilidad… Lo necesitaba, aunque me era difícil encontrarla, no os voy a engañar.
Todavía me faltaba un punto de madurez y de entrar en razón; ojalá se pudiera elegir el día, la hora y el alcance de las lesiones, pero en la realidad y la vida hay otras cosas. Como las alegrías y las tristezas. Ambas se mezclan. Y conviven. Y tenemos que aprender que son nuestras compañeras de viaje.
En Yakarta me tocó perder. El partido, la final, y quizá, pensaba entonces, hasta los Juegos de Tokio. Eso no lo sabía todavía. Quedaba año y medio para esa gran cita, pero en aquel momento la lesión era para mí un misterio. Y en ese punto de exageración en el que de alguna manera estaba metida era una tragedia. Mi tragedia, a la que tenía que enfrentarme. La vida se ocupa de cambiarte los planes. Siempre. Hasta el punto más inimaginable. El COVID-19 nos lo ha hecho a todos, sin previo aviso, obligándonos a reinventar nuestro día a día, nuestro futuro y nuestros sueños.
En esta ocasión, Fernando, mi entrenador, no había viajado conmigo para acompañarme al Masters, aunque estaba viéndolo desde casa y no tardó en darse cuenta de que algo se me había roto. Resultaba evidente, por la forma en la que me caí y más al poder ver las imágenes a cámara lenta, que lo que estaba tocado era el ligamento cruzado. Aun así, fue prudente cuando hablamos la primera vez y no quiso decírmelo y alarmarme más de lo que yo de por sí ya estaba.
Al ver la trascendencia de la lesión, Fernando se puso manos a la obra y habló con Guille Sánchez, que es mi preparador físico, y también con Diego Chapinal, el fisio, y empezaron a trazar la estrategia de la recuperación, los plazos, el cómo, el dónde. En ese momento yo no tenía ni idea, me enteraría después.
Solo dos horas más tarde de que pasara lo que ya os he relatado en aquel partido de Yakarta, tomé un avión en dirección a Madrid. Llevaba la rodilla completamente vendada, inmovilizada, y no podía flexionarla. Emprendí el viaje con Anders y el fisioterapeuta regresó al día siguiente. Hice todo