Puedo porque pienso que puedo. Carolina Marín

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Puedo porque pienso que puedo - Carolina Marín Harpercollins Nf

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meses. Con series y películas, ocupé el tiempo, en un intento de engañar también a la mente.

      Aunque fue un viaje curioso. Mientras el avión se distanciaba de Yakarta, mi mente volvía allí una y otra vez. Sin remedio. Yo intentaba que no fuera así, pero no lo podía evitar. Mi cabeza reproducía con la imaginación cada milímetro de lo que había pasado, como si tuviera el poder de echar marcha atrás y resolver el desenlace de una manera radicalmente distinta. Como si, por pensarlo, por desandar el camino, fuera a cambiar algo. No ocurrió. Ya os lo podéis imaginar, nada más lejos de la realidad. Si no hubiera peleado ese punto, si no hubiera intentado llegar hasta allí, en ese momento estaría con un trofeo de vuelta, feliz, victoriosa, con la sonrisa en la boca y no llena de miedos. Pero no. Lo peleé. Hasta el final. Sin miedo. Sin pudor. Sin guardarme nada. ¿Y ahora qué? ¿Y si es grave? ¿Y si esto cambia mi carrera para siempre? ¿Y si nada vuelve a ser lo mismo? ¿Y si nunca, jamás, vuelvo a ser la misma? Mientras me aterraba la idea de pisar un quirófano, temido lugar por el que no me habían visto el pelo en toda mi vida, intentaba encontrar en las series esa salida en la que perderme… Pero me había roto. Y ahí seguía, delante de mí: mi rodilla.

      Soy campeona del mundo, de Europa, medalla de oro olímpica. Igual no era justo que pensara que tenía mala suerte, pero en ese momento no lo podía evitar. Mi cabeza era una lavadora centrifugando. Daba vueltas y más vueltas y era incapaz de parar.

      LA LLEGADA A MADRID Y EL CHOQUE CON LA REALIDAD

      Aterricé en Madrid y directamente desde aeropuerto me llevaron a una clínica. Aquello era una urgencia en toda regla. En la primera prueba que me hicieron el médico ya vio que la rodilla estaba rota, pero me dijo que necesitaba confirmar el diagnóstico con una resonancia posterior. Y así fue. Seguimos el protocolo. Conseguí mantenerme tranquila en la espera. El fisio me comentó que era probable que solo fuera un esguince, y a eso me quise agarrar como a un clavo ardiendo. Si era así supondría uno o dos meses fuera de la competición. Así que por esas horas conseguí alejar un poco de mi cabeza la posibilidad de una lesión grave. Deseaba con urgencia conocer ya el alcance verdadero para ponerme al lío de la recuperación, hacer el cálculo de lo que me iba a perder y ponernos manos a la obra.

      Pero esa positividad se hizo trizas. Me derrumbé. Estaba acompañada por mi madre cuando me dieron la noticia y el médico me confirmó la rotura de la rodilla. Me puse a llorar. Desconsoladamente. Ahora que lo recuerdo creo que fue de manera exagerada. El escuchar la palabra maldita, «rotura», me superó, no lo pude controlar, porque sabía lo que eso significaba.

      Mi gente hizo lo único que se puede hacer en este caso: intentar poner paz en el desconcierto, tranquilizarme, y me hablaron de todos esos deportistas que han sufrido a lo largo de su vida serias lesiones que en un momento determinado pareció que partirían su vida en dos y luego fueron capaces de volver a competir al mismo nivel que antes sin ningún problema.

      Una vez pasado ese trago, el de la frustración inicial, les dije que quería operarme cuanto antes. Si tenía el problema ahí había que solventarlo. Era un lunes a mediodía y el martes, veinticuatro horas después de la conversación, estaba entrando en el quirófano. Ya empezaba a dar los primeros pasos para hacer frente a la situación.

      La operación salió muy bien. La lesión había resultado limpia y, por fortuna, ni el ligamento ni el menisco estaban tocados. ¡Genial!

      Es curioso, pero se me han quedado muy grabados cada uno de esos momentos. Todo lo que pasó, cómo viví y experimenté cada paso. La habitación del hospital. La cama, que estaba medio inclinada. La mesita, el teléfono, la botella de agua, una bata azul, un vendaje aparatoso en la pierna derecha… Es como si hubiera hecho una foto en mi memoria y fuera a permanecer así para siempre. Todo esto que os he contado es lo que se guarda en la memoria fotográfica. Luego vino la infinidad de cariño de mi gente, las muchísimas personas que se preocuparon por mí. Aquella habitación que acabó llena de flores y más todavía de amistad y apoyo incondicional de los míos.

      Es una de las cosas positivas que te dejan las desgracias: sentirte querida y apreciada. Y, en este caso, fue mi rodilla la que lo consiguió. Mi gente me envolvió en cariño, me arropó y consiguieron llenarme de energía, energía de la buena; aquello fue un torrente que acabó por desbordarme y, de alguna manera, aunque todavía no era consciente del todo de ello, me dio alas para volar y alcanzar el optimismo que me faltaba.

      Las lágrimas me persiguieron en la salida del hospital. Eran una cruz para mí y lo debieron ser para todas esas personas que me quieren y que no me dejaron sola en el camino. Al llegar a casa, el hogar que me esperaba después de todo, hice un viaje a mi interior. Creo que todavía no había tenido tiempo para parar, aunque os cueste creerlo, y quise hablar con la Carolina de verdad. Encontrarme a mí misma. Y me dije: «¡Basta ya! Esto es lo que hay. Las cosas no se eligen, ocurren». Dejé de lamentarme, de mirarme el ombligo y decidí tener la voluntad necesaria para empezar a tomar las riendas de la situación.

      Sentí cómo la cabeza iba dando pasos hacia adelante, igual eran micropasos, es posible, pero ya estaba pensando en que ahora tocaba trabajar, trabajar y trabajar sin descanso, hasta recuperarme y volver a ser la que era. Recuperar mi identidad. Había que dar carpetazo a ese mal sabor de boca, a aquel día de enero de 2019 en Yakarta, que se había convertido en toda una paradoja del destino. Un lugar que me ha dado maravillosos recuerdos que llevo grabados a fuego en el corazón y que siguen estando ahí a pesar de la lesión, pero que fue también el escenario de un momento muy duro. Ahora ya sé que representó mucho más, aunque necesité tiempo para darle a todo su verdadera dimensión. Sé que fue un punto clave en mi carrera. Un alto en el camino de sufrimiento, pero también de resurgir y crecer con un potencial tremendo. He encontrado una energía que a veces me cuesta explicar.

      EL CUERPO AVISA, A PESAR DE QUE NO QUERAMOS OÍR

      El cuerpo me avisó. Esto es posible que hace un tiempo lo hubiera negado. Me encontraba en tal plenitud mental y con tantas ganas de seguir compitiendo, ganando, ascendiendo posiciones, que hubiera negado la mayor, pero era así. En el fondo de mí, en algún lugar de mi alma, o de mi cabeza, quién sabe, en algún lugar, yo intuía que mi lesión de rodilla, no sé si tal y como se produjo, podía ocurrir en cualquier momento.

      Estas palabras las dan la perspectiva del tiempo. Ahora es cuando me he dado cuenta de que las lesiones graves no caen del cielo, no vienen de un día para otro, no sorprenden. Eso es a lo que nos queremos aferrar, a la mala suerte, a la rabia, a la impotencia, a la desgracia, a todo lo que se nos trunca delante de nuestros ojos, al sacrificio que dejamos atrás y a los muchos sueños que se nos desvanecen. Pero, en muchos casos, tu cuerpo antes de romperse te avisa. Te habla, te envía señales; adelantaríamos mucho si fuéramos capaces de escucharlo. Hay determinados síntomas que nos ayudan a ver que las cosas no están del todo bien, pero las exigencias de las competiciones son tan brutales que nos seguimos ejercitando a tope, casi sin pensar o, mejor dicho, asumiendo que nosotros estamos por encima del bien y del mal y, de alguna manera, también nuestro cuerpo. Y este un día te dice: «Te has pasado», pero ya es tarde, ya no es un aviso, ya toca parar, recomponerse y reconstruirse.

      Nunca había tenido un percance tan importante y ni tan siquiera nada que se le pareciera. Si lo pienso, el único problema que me puso contra las cuerdas y me hizo la vida más difícil, porque no me permitió rendir al cien por cien, fue el que tuve después de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro en 2016, donde conseguí la medalla de oro.

      Fueron unas molestias que tenía en el sacro, un hueso en la base de la columna vertebral. No era una lesión en sí misma, pero me producía los suficientes dolores como para impedirme entrenar con normalidad. Al final de cada semana tenía que parar porque

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