El único e incomparable Bob. Katherine Applegate

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El único e incomparable Bob - Katherine Applegate Ficción juvenil

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más de un año que nos mudamos y parecen mucho más felices.

      Yo tuve suerte. Mi niña, Julia, cuyo padre había trabajado en el centro comercial, decidió que su familia necesitaba un perro. ¿Quién era yo para discutir? Dos comidas al día, mi propia cama, todas las caricias en la barriga que podría suplicar. ¿Qué perro en su sano juicio diría que no a eso?

      La mejor parte es que no vivimos lejos de Iván y Ruby. Los veo todo el tiempo.

      Me alegra que estén cerca. Y estoy encantado de que se hayan adaptado tan bien. De verdad. Es una buena solución.

      Pero no perfecta.

      Pelota de tenis

      Así es la manera en que yo entiendo las cosas: vivimos en una solitaria pelota llamada Tierra, y básicamente los humanos la han estado arrojando contra la pared durante tanto tiempo que la pobre pelota vieja se está cayendo a pedazos.

      Es como yo con una pelota de tenis, la muerdo hasta que no es más que trozos de caucho babeado que saben, bueno, a caucho babeado.

      Y eso significa que no quedan tantos lugares para los animales salvajes.

      Parece que hay zoológicos buenos y zoológicos malos, santuarios buenos y santuarios malos, al igual que hay familias perrunas buenas y familias perrunas malas. Los lugares buenos intentan mantener a las especies silvestres sanas y seguras. No quieren que los animales en peligro de extinción desaparezcan para siempre.

      Tampoco quieren que la Tierra se convierta en una babeada y deteriorada pelota de tenis.

      Aunque, honestamente, el caucho babeado no sabe mal.

      Deberías probarlo alguna vez.

      La cuestión aquí es que daría lo que fuera por ver a mi querido amigo Iván viviendo en lo profundo de las selvas de África, donde nació. O a Ruby corriendo por la sabana con una manada de elefantes, con sus grandes orejas agitándose al viento.

      Renunciaría a una pila de un kilómetro de alto de hamburguesas con queso y beicon sólo para ver que eso sucediera. De verdad.

      Pero eso no va a pasar. Yo lo entiendo, y ellos también.

      Cuando eres un animal, es útil ser realista.

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      Sueño

      Despierto en mi acogedora cama demasiado temprano para que Julia me prepare el desayuno. Ella y sus padres todavía están dormidos, y hasta los conejillos de Indias están callados. Mi panza gruñe, y una vez más maldigo mi falta de pulgar.

      Los humanos son un gran defecto de diseño. Narices de pésima calidad. Inescrutables y con ordinarios cuartos traseros. Y no me hagas hablar de su… ejem… olor. Pero ¿la idea del pulgar oponible? Sí, ésa fue una gran mejora.

      ¡Las latas que yo podría abrir! ¡Las puertas que podría abrir!

      El caso es que me siento preocupado. Apagado.

      La preocupación es una pérdida de tiempo. Y no encaja con mi fachada de tipo duro. Pero a veces parece que no puedo evitarlo.

      Antes de despertar estaba soñando con Iván, Ruby y Stella.

      No era un sueño agradable, una pataleta frenética llevada por la diversión y las carreras.

      De eso nada. Era una pesadilla. De las feas.

      Estábamos nadando, los cuatro, en un río negro y embravecido. Por alguna razón yo iba a la cabeza. Y miraba hacia atrás diciéndoles que los salvaría.

      Yo. Los salvaría. A dos elefantes y un gorila.

      Mientras nadaba al estilo perrito como poseído, sus voces se desvanecieron. Miré hacia atrás y ya habían desaparecido.

      Y entonces lo escuché.

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      Un débil ladrido.

      Ese ladrido.

      Y entonces desperté, como siempre pasa.

      Hice un coleteo total, en un intento por deshacerme del hedor a pesadilla que se aferraba a mí como el champú después del baño.

      Intenté relajarme, controlarme, dejar de preocuparme por nada.

      Y, sin embargo, alguna parte primitiva de mi cerebro —mi lobo interior, tal vez— estaba con los pelos de punta.

      Muchas cosas pueden salir mal en el momento que se dejan al azar, en un abrir y cerrar de ojos, en el rebote de un hueso.

      Son muchas las maneras en que el mundo puede fallarte.

      El aroma de una tormenta

      Para cuando todos los demás despiertan, ya estoy tranquilo. Pero el viento en el exterior, no.

      Es un sábado de principios de otoño, borrascoso, con retazos de sol. Las nubes rebotan entre sí como pequeños conejos en una canasta. Los mensajes llegan con el viento que viene de todas partes. De perros que hacen sus rondas diarias, de gatos salvajes, de mapaches ansiosos.

      En esencia, todos se están preguntando lo mismo: ¿Qué pasa con el clima hoy?

      Yo lo sé. El canal meteorológico estaba encendido anoche con la pantalla llena de grandes remolinos blancos que parecían algodones de azúcar. El padre de Julia, George, reforzó con cinta varias ventanas. Sara, su madre, ha preparado una mochila de emergencia en caso de que tengamos que evacuar.

      Otro huracán está en camino. El tercero de la temporada. No es tan grande como los últimos dos, pero se mueve despacio. He visto la rutina, estoy al tanto.

      Una vez que el desayuno está listo, me siento en el sofá de la sala y espero con impaciencia a que Julia regrese a casa para que pueda llevarme a dar nuestro paseo cotidiano. Ella trabaja paseando perros, y ahora está con los otros perros.

      Yo dispongo de mi propio paseo privado, porque ella es mi chica privada.

      Prácticamente puedo saborear la tormenta que entra por la ventana abierta: el cosquilleo en el fondo de mi garganta, el filo metálico, la energía efervescente.

      Pero es más que eso. Es como si el aire no fuera bueno, como si deseara escabullirse por el mundo en busca de problemas.

      Sobre la poesía del hedor

      Por supuesto, no todos pueden oler lo que yo huelo. Mi nariz es mil millones de veces más útil que la de un humano.

      Los perros somos expertos en el olor. Estudiantes de los aromas. Analizamos el aire de la misma manera en que los humanos leen poesía, en búsqueda de verdades invisibles.

      Y no sólo olemos las cosas buenas y malas que las personas perciben con sus deficientes narizotas. Las más comunes: palomitas de maíz y lilas y lápices recién afilados. Pañales y coles de Bruselas y mofetas asustadas.

      No,

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