El único e incomparable Bob. Katherine Applegate

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El único e incomparable Bob - Katherine Applegate Ficción juvenil

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nublado en noviembre.

      Captamos esa molécula de carne asada danzando en el viento a ochenta kilómetros, en la ordenada cocina donde acaba de salir del horno.

      Captamos el polo helado de caramelo de cereza debajo del asiento trasero de ese Honda dieciséis coches adelante en la autopista, durante la hora de mayor tráfico.

      Captamos cosas que los humanos ni siquiera en sus sueños podrían percibir. Somos los que encontramos al bebé milagrosamente acurrucado en su cuna, bajo toneladas de escombros, después de un terremoto.

      Somos los que hallamos a los excursionistas perdidos en terrenos agrestes después de olisquear rápidamente un calcetín sudoroso.

      Incluso podemos decir cuándo alguien está enfermo. Podemos oler convulsiones futuras y cáncer y dolores de cabeza. Intenta que tu conejillo de Indias haga eso.

      Olemos también los sentimientos. La tristeza tiene un aroma agudo, con un toque de dulzura. La tristeza huele como estar perdido en un bosque invernal cuando el sol se acuesta.

      ¿Y la felicidad? La felicidad es la mejor, pero siempre se percibe un dejo de melancolía en los bordes. La felicidad huele como un helado de beicon servido en un caro zapato de piel.

      Te encantará, pero sabes que no durará para siempre.

      Las noticias

      Algunas veces, cuando Julia y yo salimos a dar un paseo, me detengo en una esquina (el mejor lugar para recibir noticias), y ella tira de la correa y dice: Vamos, Bob, allí no hay nada.

      Pero sí hay algo.

      La caca y el pipí son todo un tema. Entiendo que a los humanos les repela. Veo que las puertas del baño se mantienen bien cerradas. Las miradas avergonzadas, abatidas.

      Chicos, vosotros os lo perdéis. Hay una gran cantidad de información oculta en vuestro chorro de orina. Cuando los perros queremos compartir las últimas novedades sólo esperamos a que la naturaleza nos llame. Te sorprendería lo que podemos aprender durante una alzada de pata.

      La gente lee noticias. Ve la televisión. Navega en internet.

      Yo me detengo sobre una boca de incendios e inhalo el mundo entero.

      Mis oídos, por cierto, son casi tan notables como mi nariz. Recibo todo tipo de estímulos que los humanos no pueden escuchar.

      Lo que hacemos con nuestras narices y nuestros oídos es como coger un gran nudo viejo y aflojarlo. Separar los hilos. Deshebrar el tejido de las cosas.

      La gente sólo huele basura revuelta en un contenedor. Nosotros olemos una cucharada de queso untable y un toque de mantequilla de cacahuete y un puñado de cereales.

      La gente sólo oye el rugido de la multitud en un estadio. Nosotros escuchamos un chillido de un quejumbroso niño de cuatro años y un susurro de un fanático preocupado y un grito de un gruñón vendedor de perritos calientes.

      Caramba, los canes somos geniales.

      Snickers

      Mientras observo desde mi posición en el respaldo del sofá, Julia cruza la acera. George le ha pedido que pasee los perros cerca de casa, por si el clima cambia.

      Lleva un brillante impermeable púrpura y tres perros: un tonto mestizo llamado Winston, un tímido salchicha llamado Oscar Mayer, y… ella.

      Snickers.

      Mi vieja archienemiga. Snickers es una esponjosa caniche blanca con delirios de grandeza. Un enorme y altanero dolor de cabeza.

      Oh, esa chica me vuelve loco.

      Nuestra aversión mutua se remonta a mis primeros días como callejero. Snickers era una perrita elegante, mimada, que dormía en una almohada de satén rosa. Su dueño, Mack, dirigía el centro comercial donde yo vivía con Iván y Ruby.

      Ahí me encontré por primera vez con Snickers. Ella se burlaba de mí sin piedad, aunque debajo de la peluda fachada siempre sospeché que había un poco de, no sé, chispa.

      Da igual. Después de que el centro comercial cerrara, Snickers, por el hecho de ser Snickers, cayó de pie. Mack se casó con una viuda mayor, con más dinero que sano juicio, y ella adora a esa ridícula caniche. Mack es demasiado perezoso para caminar con Snickers, así que contrató a Julia para que ella la paseara.

      —¡Snick, tienes buen aspecto hoy, nena! —grito por la ventana abierta, y ella me responde con su labio curvado y sus ojos entrecerrados, aunque pensándolo bien, es más o menos su aspecto de siempre.

      Como de costumbre, Snickers viste a la última moda. Lleva puesto un impermeable rosado, un brillante sombrero para la lluvia y unas diminutas botas rosas.

      —Esas botas fueron hechas para reírse de ellas —agrego de paso.

      Me gusta causarle un poco de aflicción. Pero antes de que pueda disfrutar el momento, aparece otro molesto conocido mío.

      Nutwit

      Nutwit, la ardilla gris que vive en el roble de nuestro jardín delantero, salta a una rama más baja y me mira con una compasión apenas disimulada.

      Odio la compasión. En particular, la apenas disimulada.

      —No sé por qué te burlas de ella —dice—. No estás en condiciones de hablar, Bob. Sois iguales.

      —Ven a la ventana y repite eso.

      —Para que puedas ¿qué?, ¿babearme hasta la muerte?

      —¿Eres consciente de que mi mejor amigo es un gorila? —pregunto—. Serías una fantástica comida para simios, cola esponjada.

      Nutwit se estira para atrapar una bellota que cuelga frente a él y tira de ella para liberarla.

      —Creía que los gorilas eran vegetarianos.

      —Iván come termitas —digo—. Podría hacer una excepción contigo.

      —Reconócelo, Bob. Eres un animal doméstico. Estás a un solo paso de tener tus propias botas rosas para la lluvia.

      —Tiene razón —dice Minnie, uno de los conejillos de Indias de la familia, desde su jaula, a un lado del televisor.

      —No, no la tiene —dice Moo, su compañero de jaula.

      —Sí, tiene razón —chilla Minnie.

      —No la tiene.

      —La tiene.

      —La tiene.

      —No la tiene… —Minnie hace una pausa—. ¡Espera, me has engañado!

      Los conejillos de Indias rara vez están de acuerdo en algo.

      Nutwit salta hacia la ventana, con una bellota en la pata. Presiona su pequeña e inquieta nariz contra el cristal.

      —No durarías un día aquí afuera, Bob. Algunos de nosotros tenemos

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