Vardo. Kiran Millwood Hargrave
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—La noche que Erik nació —empieza a contar—, había una luz roja en el cielo.
—Lo recuerdo —susurra Kirsten.
—Yo también —dice Toril.
«Y yo», piensa Maren, aunque solo tenía dos años.
—La seguí por el cielo hasta que se hundió en el mar —añade mamá sin apenas mover los labios—. Iluminó el agua con el color de la sangre. Aquel día quedó marcado, estaba escrito. —Gime y se cubre la cara—. Nunca debí dejar que se acercara al mar.
Las mujeres se sumen en una avalancha de lamentos. Ni siquiera Kirsten consigue calmarlas. Las velas titilan cuando una ráfaga de aire frío cruza la estancia y Maren se da la vuelta a tiempo de ver a Diinna abandonar la kirke. Rodea a su madre con el brazo; las únicas palabras que se le ocurren no le ofrecerían ningún consuelo: «El mar era la única opción para Erik».
Vardø es una isla. El puerto entra en la tierra como si la hubieran mordido por un lado, mientras que las demás orillas son demasiado altas o rocosas para que los barcos se acerquen. Maren aprendió sobre redes antes de saber lo que era el dolor, aprendió sobre el tiempo antes de conocer el amor. En verano, las manos de su madre siempre estaban moteadas por las diminutas escamas del pescado, la carne colgaba seca y cubierta de sal, como los paños blancos con los que se envolvía a los bebés o se enterraba envuelta en pieles de reno para que se pudriera.
Papá decía que el mar gobernaba sus vidas. Siempre habían vivido a su merced y, a menudo, morían en él. Pero la tormenta lo había convertido en el enemigo y algunas hablaban de marcharse.
—Tengo familia en Alta —dice Gerda—. Allí hay tierra y trabajo suficiente.
—¿La tormenta no ha llegado allí? —pregunta Sigfrid.
—Pronto lo sabremos —apunta Kirsten—. Supongo que recibiremos un mensaje de Kiberg. Seguro que la tormenta les ha afectado.
—Mi hermana me escribirá —asiente Edne—. Vive solo a un día a caballo y tiene tres monturas.
—Es una travesía dura —comenta Kirsten—. El mar sigue agitado. Tardarán un poco en llegar.
Maren las escucha hablar de Varanger o de la todavía más lejana Tromsø, como si alguna fuera capaz de imaginar la vida en la ciudad, tan lejos de allí. Las mujeres se enzarzan en una breve discusión sobre quién debe quedarse con los renos para el transporte, ya que pertenecían a Mads Petersson, que se ahogó junto al marido y los hijos de Toril. Toril parece pensar que eso le otorga cierto derecho a reclamarlos, pero cuando Kirsten informa de que ella cuidará de la manada, nadie protesta. Maren no sabe ni cómo encender un fuego, mucho menos mantener una manada de bestias de temperamento voluble durante el invierno. Toril debe de pensar lo mismo, pues desiste tan rápido como ha reivindicado su derecho.
Al cabo de un rato, la charla se apaga hasta desaparecer del todo. No han decidido nada, salvo que esperarán a tener noticias de Kiberg y que mandarán a alguien allí si a finales de semana todavía no saben nada.
—Hasta entonces, lo mejor será que nos reunamos en la kirke a diario —propone Kirsten, y Toril asiente con fervor, de acuerdo por una vez—. Debemos cuidarnos entre nosotras. Parece que la nieve se irá pronto, pero no hay manera de estar seguras.
—Estad atentas por si veis ballenas —dice Toril. La luz le ilumina la cara y le marca los huesos bajo la piel. Tiene un aspecto siniestro y a Maren le dan ganas de reírse. Se muerde la parte sensible de la lengua.
Ya nadie habla de marcharse. Mientras bajan por la colina de vuelta a casa, mamá la agarra del brazo con tanta fuerza que le hace daño y se pregunta si las demás mujeres se sienten como ella: ligadas a aquel lugar, ahora más que nunca. Con ballena o sin ella, con señal o sin ella, Maren ha sido testigo de la muerte de cuarenta hombres. Una parte de ella se siente atada a esta tierra. Atada y atrapada.
Capítulo 3
Nueve días después de la tormenta, cuando ya ha llegado el año nuevo, los hombres regresan a ellas. Casi enteros; casi todos. Colocados como ofrendas en la calita negra, o arrastrados por la marea hasta las rocas que hay debajo de la casa de Maren. Tienen que escalar para agarrarlos, con las cuerdas que habían anudado con fuerza para que Erik recogiera los huevos de los nidos de los pájaros entretejidos con el acantilado.
Erik y Dag están entre los primeros en volver; papá, entre los últimos. Papá solo tiene un brazo y Dag está quemado; una línea negra lo atraviesa desde el hombro izquierdo hasta el pie derecho, lo cual, según mamá, significa que le cayó un rayo.
—Debió de ser rápido —dice, sin esconder la amargura—. Fácil.
Maren se acerca la nariz al hombro y se llena los pulmones de su olor.
Su hermano parece dormido, pero tiene la piel iluminada por esa horrible luz verdosa que ya ha visto en otros cuerpos arrastrados por la marea. Se ahogó. La suya no fue una muerte fácil.
Cuando Maren tiene que descender por el acantilado, recoge al hijo de Toril, atrapado como madera a la deriva entre las rocas afiladas. Tiene la edad de Erik y su cuerpo se desliza de sus huesos como carne picada en un saco. Maren le aparta el pelo oscuro de la cara y le quita un alga de la clavícula. Edne y ella tienen que atarlo por la cintura, las costillas y las rodillas para mantenerlo de una pieza y llevárselo a su madre. Se alegra de no ver la cara de Toril cuando le traen a su hijo. Aunque la mujer no le gusta demasiado, sus lamentos le atraviesan el pecho como si fueran agujas diminutas.
El suelo es demasiado duro para cavar, así que acuerdan dejar a los muertos en el cobertizo principal del padre de Dag, donde el frío los mantendrá tan congelados como a la tierra. Pasarán meses antes de que puedan atravesar la superficie para enterrar a sus hombres.
—¿Y si usamos la vela como sudario? —propone mamá, después de que se lleven a Erik al cobertizo.
Observa la vela remendada en el centro de la sala, como si Erik ya estuviera debajo de ella. Se encuentra en el mismo sitio donde la dejaron hace casi dos semanas. Maren y su madre la han rodeado, sin querer tocarla, pero Diinna la agarra y niega con la cabeza.
—Sería un desperdicio —responde, y Maren se alegra; no soporta la idea de enterrar a su padre y a su hermano con nada que tenga que ver con el mar. Diinna dobla la vela con movimientos hábiles mientras la apoya sobre su vientre y, en su gesto decidido, Maren atisba a la chica risueña que se casó con su hermano el verano anterior.
Sin embargo, Diinna desaparece el día después de que recuperen a Dag y a Erik. Mamá se pone de los nervios porque cree que se ha marchado para criar al niño con su familia sami. Dice algunas cosas horribles, aunque Maren sabe que no habla en serio. Llama a Diinna lapona, puta y salvaje, cosas que Toril o Sigfrid dirían.
—Siempre lo he sabido —se lamenta—. Nunca debí permitir que se casara con una lapona. No son leales, no son como nosotros.
Maren se muerde la lengua y le acaricia la espalda. Es cierto que Diinna pasó la infancia viajando y viviendo bajo las estrellas cambiantes, incluso durante el invierno. Su padre es un noaide, un chamán de buena reputación. Antes de que la kirke se estableciera casi de forma definitiva, su vecino Baar Ragnvalsson y muchos otros hombres acudían a él en busca de amuletos contra el mal tiempo. Aquello terminó