Vardo. Kiran Millwood Hargrave

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Vardo - Kiran Millwood Hargrave

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suerte. El pastor Gursson hacía la vista gorda, aunque Toril y los de su calaña le instaban a que se esforzara más para eliminar tales costumbres.

      Maren sabe que el amor que Diinna sentía por Erik era la razón por la cual había aceptado vivir en Vardø, pero se niega a creer que se marcharía así, después de haber perdido a tantos. Embarazada del bebé de Erik. No sería tan cruel como para arrebatarles lo único que les queda de él.

      Al cabo de una semana, llegan noticias de Kiberg. El cuñado de Edne les cuenta que, aunque perdieron muchos barcos que estaban amarrados en el puerto, solo tres hombres perecieron. Cuando las mujeres se reúnen en la kirke para escuchar el mensaje, la inquietud general crece.

      —¿Por qué no salieron a pescar? —pregunta Sigfrid—. ¿No vieron el banco de peces desde Kiberg?

      Edne niega con la cabeza.

      —Ni tampoco la ballena.

      —Así que nos la enviaron —susurra Toril, y su miedo se extiende por los bancos en olas de murmullos.

      La conversación es demasiado informal para un lugar sagrado, repleta de presagios y ornamentos, pero nadie se resiste a la oportunidad de chismorrear. Las palabras sirven de vínculos con los que unir hechos, que se consolidan con cada relato. Parece que a muchas ya no les importa lo que es verdad o no; están desesperadas por encontrar una razón, un orden a partir del cual reorganizar sus vidas, aunque se base en una mentira. Que la ballena nadaba bocarriba es ya incuestionable y, aunque Maren trata de protegerse del terror que la conversación le provoca, le cuesta mantenerse firme como Kirsten.

      La mujer se ha mudado a la casa de Mads Petersson para cuidar mejor de los renos. Maren la mira, erguida con firmeza junto al púlpito. Apenas han hablado desde que Kirsten las desenterró de la nieve, excepto para intercambiar palabras de consuelo cuando sacaron a los hombres putrefactos del mar. Quiere hablar con ella cuando la reunión en la kirke termina, pero Kirsten ya ha salido por la puerta y se marcha a zancadas hacia su nuevo hogar, con el cuerpo inclinado para enfrentarse al viento.

      Diinna vuelve el día que encuentran a papá. Cuando Maren se entera de su regreso, se oyen gritos en el cobertizo y echa a correr, imaginando todo tipo de desgracias, como otra tormenta, a pesar de que ve que el cielo sin sol está en calma, o que han encontrado a un hombre con vida.

      Hay un grupo de mujeres reunidas alrededor de la puerta, encabezadas por Sigfrid y Toril, con los rostros retorcidos por la ira. Delante están Diinna y otro sami, un hombre bajito y fornido que mira con frialdad a las mujeres. No es el padre de Diinna, pero lleva un tambor de chamán en la cadera. Entre los dos sostienen una pieza enrollada de tela plateada. Al acercarse, mareada por el esfuerzo de la carrera, distingue la corteza de abedul.

      —¿Qué ocurre? —le pregunta a Diinna, pero es Toril quien responde.

      —Quiere enterrarlos con eso. —La mujer roza la histeria. Tiene la barbilla cubierta de saliva—. Como hacen ellos.

      —No tiene sentido usar tela para tantos —repone Diinna—. Es…

      —No permitiré que toquéis a mis hijos con eso. —Toril jadea más que Maren y mira el tambor como si fuera un arma. Sigfrid Jonsdatter asiente con aprobación cuando Toril avanza—. Ni a mi marido. Era un hombre temeroso de Dios, no quiero que os acerquéis a él.

      —No te importó que te ayudase cuando quisiste tener otro hijo —espeta Diinna.

      Toril se lleva la mano al vientre, aunque sus hijos nacieron hace ya mucho tiempo.

      —Eso no es cierto.

      —Todas sabemos que lo es, Toril —dice Maren, incapaz de permanecer en silencio ante una mentira—. Igual que tú, Sigfrid. Muchas habéis acudido a ella o a su padre.

      Toril entrecierra los ojos.

      —Jamás pediría ayuda a un hechicero lapón.

      Hay un siseo colectivo. Maren da un paso al frente, pero Diinna levanta el brazo.

      —Debería agujerearte la lengua, Toril, a ver si así pierdes algo de veneno. —La aludida se estremece—. Además, ni es brujería, ni es para ellos.

      Diinna mira a Maren. Está preciosa bajo la luz azulada, que le remarca las facciones de la cara y las densas pestañas.

      —Es para Erik.

      —Y para mi padre. —A Maren se le quiebra la voz. No soportaría separarlos. Además, papá adoraba a Diinna y se sentía orgulloso de que su hijo se hubiera casado con la hija de un noaide.

      —¿Ha regresado? —Maren asiente y Diinna se abraza los hombros—. También para herr Magnusson, por supuesto. Los velaremos. Podrá venir cualquiera que lo desee.

      —¿A tu madre le parecerá bien? —Toril acorrala a Maren, que está demasiado cansada como para hacer nada más que asentir. La cabeza le pesa.

      Al final, acuerdan que los hombres que vayan a recibir el rito sami se llevarán al segundo cobertizo, que habría sido la casa de Maren. Solo trasladan a dos junto con Erik y papá: al pobre Mads Petersson, que no tiene familia que hable en su nombre, y a Baar Ragnvalsson, que a menudo subía a las montañas y vestía ropas sami.

      El segundo cobertizo habría sido un buen hogar. Solo la entrada es tan grande como la habitación de Diinna y Erik y la estancia principal no tiene nada que envidiar a la de la casa del padre de Dag, la más grande del pueblo. La cama está dispuesta sobre unos tablones, esperando a que las cuidadosas manos de Dag la monten.

      Se llevan la madera para preparar un fuego y dejan a Erik y a su padre en el suelo desnudo. Maren tiene que llevar a Dag al cobertizo principal; su madre, fru Olufsdatter, no le ha dirigido la palabra, ni siquiera la ha mirado a los ojos.

      Maren arranca a Erik un mechón de pelo oscuro congelado y se lo mete con cuidado en el bolsillo. Cuando deja a Diinna y al noaide en la silenciosa habitación, se dirige al cobertizo principal. Una de las mujeres ha clavado una cruz por encima de la puerta que, más que una bendición para quienes están dentro, parece una advertencia para los que están fuera.

      Cuando llega a casa, mamá está dormida, con el brazo sobre los ojos, como si se escondiera de una pesadilla.

      —¿Mamá? —Quiere hablarle del noaide y del segundo cobertizo—. Diinna ha vuelto.

      No responde. Parece que apenas respira y Maren resiste el impulso de acercarle la mejilla a la boca para comprobar si sigue viva. En vez de eso, saca el mechón de pelo del bolsillo y lo acerca al fuego. Al calentarse, se enrolla y forma uno de los preciosos rizos de Erik. Le hace un corte a su almohada y mete el mechón dentro, con el brezo.

      Todos los días, después de ir a la kirke, Maren vuelve al segundo cobertizo, aunque no se atreve a dormir allí como Diinna y el hombre del tambor. No habla noruego y su nombre es difícil de pronunciar, así que Maren lo llama Varr, vigilante, porque así le parece que suena el principio de su nombre cuando él lo pronuncia, antes de que sus oídos inexpertos se pierdan el resto.

      Cada vez que visita a su padre y a Erik, espera fuera y escucha a Varr y Diinna hablar en su lengua. Siempre se callan en cuanto llama a la puerta y Maren siente que ha interrumpido algo indecente o muy privado. Como si rompiera algo, y se siente torpe solo por estar ahí.

      Habla

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