Renuncia por amor. Rebecca Winters
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Y fue entonces cuando comenzó la historia de horror. Blaire no había tenido más alternativa que romper el compromiso. En realidad, jamás había imaginado que volvería a verlo, sobre todo después de todo lo que había sufrido. Sin embargo había ocurrido algo inimaginable, algo sobre lo que necesitaba hablarle. Si no lo hacía, jamás podría volver a vivir tranquila consigo misma.
Al salir del coche, Blaire sintió que se le secaba la boca. Tenía que reunir coraje, caminar hasta el remolque y leer el cartel clavado en la puerta. No era de extrañar que Alik hubiera tenido que colgarlo para delimitar así sus horas de trabajo de las de descanso: las estudiantes de San Diego lo habían perseguido constantemente.
¿Tendría Alik relaciones con alguna de las estudiantes de Warwick? No, se dijo Blaire.
No se atrevía a pensar en lo que habría estado haciendo durante los últimos diez meses y medio, y menos aún a pensar en las mujeres con las que habría salido. Si lo hacía, la pena la consumía viva.
Según el cartel, Alik estaba disponible para cualquier consulta de cuatro a cinco de la tarde, de lunes a viernes, a menos que estuviera de viaje fuera de la ciudad. Blaire se apresuró a llamar a la puerta antes de perder todo su coraje. Esperó un minuto y volvió a llamar. No hubo respuesta, de modo que, tras instantes de vacilación, intentó por fin abrir el picaporte. Para su sorpresa, la puerta se abrió. Asomó la cabeza y lo llamó.
Alik no estaba.
Tras atravesar todo el país desde la costa oeste para verlo, aquello no la iba a detener por mucho que tuviera que esperar. Blaire se preguntó cuánto aguantarían sus nervios y consideró la posibilidad de esperarlo en el coche. Sin embargo, desde donde lo había aparcado, no lo vería si aparecía.
Vaciló por un momento y, por fin, decidió esperarlo dentro del remolque. Antes o después Alik tendría que volver. Y, si seguía lloviendo, no tardaría mucho.
Mientras salían juntos Alik le había dicho que no le importaba en qué remolque tuviera que vivir cuando hacía trabajos de campo y, viendo aquel remolque amueblado con módulos estándar en marrón y beis, Blaire comprendió que era cierto.
Nada en su interior desvelaba quién era la persona que vivía en un lugar tan claustrofóbico. Blaire apartó una pila de cuadernos de una silla y se sentó. Le habría encantado poder explorar el dormitorio, pero sabía que no tenía derecho a hacerlo. En realidad, Alik podía acusarla de faltarle al respeto en su intimidad solo por haber entrado en el remolque sin ser invitada. Blaire no tenía ni idea de cómo reaccionaría ante aquel atrevimiento, pero suponía que lo entendería ya que estaba lloviendo a cántaros.
A los pocos minutos Blaire se puso en pie para estirar las piernas y descubrió un enorme mapa de los Estados Unidos desplegado sobre una mesita junto a la diminuta cocina. Curiosa, se acercó sorteando obstáculos para examinarlo.
Alik había dibujado una línea desde la ciudad de Nueva York hasta la de San Francisco y, sobre esa línea, había pintado con rotuladores fosforescentes de distintos colores las diferentes zonas que quedaban en medio formando una especie de patchwork continuo entre varias ciudades que había rodeado en rotulador negro: Warwick, en Nueva York; Laramie, en Wyoming; Tooele, en Utah; San Francisco, en California. Más allá de Tooele, sin embargo, no había nada coloreado, solo la línea negra. Sobre cada color había anotaciones técnicas que no comprendía.
Intrigada, apenas se dio cuenta de nada hasta que la puerta se abrió de par en par y sintió que fuertes pisadas hacían temblar el remolque. De pronto Alik, con su metro ochenta y nueve de estatura, apareció haciendo más pequeño aún el espacio. La puerta se cerró tras él.
Blaire no supo decidir quién de los dos estaba más sorprendido. Ella profirió un grito callado antes de enderezarse, él permaneció inmutable. La llamarada de fuego que salió de sus ojos verdes como el bosque fue el único indicio de que no era un bloque de granito. Con los ojos entrecerrados por aquellas pestañas, tan negras como su cabello excesivamente largo y húmedo por la lluvia, la mirada de Alik vagó por su silueta subiendo por sus piernas vestidas con medias de seda. Blaire tragó y sintió sus ojos rozarle las caderas bajo la falda. Tras una pausa que la dejó sin aliento, los ojos de Alik continuaron acariciando las generosas curvas que llenaban su suéter de lana. Cuando las miradas de ambos volvieron a encontrarse, Blaire temblaba como una gota de agua en un pétalo de una flor.
–No puedo ni imaginarme qué te ha traído hasta aquí, pero ya conoces la salida –dijo con voz medio ronca.
Alik abrió la puerta y se quedó inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho. Blaire había imaginado aquel encuentro miles de veces, pero jamás había esperado encontrar tanto rencor por su parte. Alik la despreciaba.
–Alik… –su postura resultaba tan intimidatoria que Blaire se recogió nerviosa un mechón del cabello rojizo tras la oreja. Al hacerlo, él debió ver de reojo el anillo con un diamante que llevaba en el dedo, porque de pronto pareció palidecer–. Comprendo… comprendo que te enfade el encontrarme aquí así –continuó Blaire con voz trémula–, pero estaba lloviendo, y temía que si me quedaba en el coche no te vería, así que…
–Sal de aquí, Blaire –ordenó él.
No había gritado, solo había musitado aquellas palabras entre dientes como si fueran un juramento. Blaire se tambaleó ante tanta agresividad. El hombre al que había amado se había convertido en una persona a la que apenas reconocía. Aunque ella hubiera roto su compromiso, por razones que él no debía conocer, Blaire nunca había imaginado que pudiera tratarla con tanta crueldad. Ni a ella, ni a ninguna otra persona. Aquella capacidad de Alik para infligir dolor resultaba toda una novedad.
–Me iré en cuanto te haya dicho que la noche en que nos acostamos juntos tuvo sus consecuencias –susurró ella.
Una tensión palpable invadió el devastador silencio que siguió a aquella revelación. Alik cerró la puerta y se apoyó sobre ella. Blaire reunió todo su coraje y continuó:
–Tenemos un hijo que nació el día diecinueve de agosto. Ahora tiene seis semanas, y fue bautizado con el nombre de Nicholas Regan Jarman.
Aquello era lo más duro que había tenido que hacer jamás, a excepción de la ocasión en que tuvo que decirle que no podía casarse con él. Sin embargo, una vez comenzado todo, tenía que continuar. Y así lo hizo:
–Tienes derecho a saber que eres padre, sobre todo porque dentro de dos meses voy a casarme con otro hombre, que será quien críe a tu hijo.
Era mentira, no había ningún otro hombre. Jamás habría ningún otro hombre. Sin embargo, resultaba imperiosa la necesidad de que Alik creyera que estaba comprometida con otro. El anillo que llevaba se lo había prestado su tía. La posición de Blaire era precaria, necesitaba pruebas que autentificaran que decía la verdad. La palidez del rostro de Alik se hizo aún más patente. Era el rostro de alguien que había sufrido un shock.
–Ocurre que en mi opinión este tipo de noticias deben darse en persona –continuó Blaire–. O, al menos, tú te lo mereces, pero no pude venir hasta que Nicky y yo pasamos la revisión médica, antes no podíamos viajar.
La expresión sarcástica de las cejas de Alik fue suficiente para mostrar con claridad lo que pensaba de toda aquella fantástica historia. Él dio un paso amenazador hacia ella. Aquel movimiento atrajo la atención de Blaire sobre su pecho, bien definido bajo la camiseta blanca, y sobre los poderosos músculos de sus piernas, visibles bajo los pantalones vaqueros. Su fuerte masculinidad