No te alejes de mí - Innegable atracción. Melissa Mcclone
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Le alegró que ese hombre lo creyera, ella no estaba segura de nada. No entendía qué podía haberle pasado.
Recordó entonces que las nubes se habían estado moviendo y que un ruido horrible llenó el aire. Hubo una explosión y el terreno se agrietó. Se estremeció cuando recordó el estruendo.
Sintió que una gran mano cubría la de ella. Era una mano cálida y le resultaba tan familiar como la voz. Se preguntó si sería la misma persona. No tenía ni idea, pero la caricia consiguió tranquilizarla. Esperaba poder volver a dormirse.
–Su pulso ha incrementado –dijo el hombre con preocupación–. Y ha separado los labios. Se ha despertado.
Alguien le tocó la frente. No era la misma persona que seguía sin soltarle la mano. Esa tenía la piel lisa y fría.
–Yo no veo ningún cambio –dijo otro hombre–. Lleva aquí mucho tiempo. Tómese un descanso. Vaya a comer fuera del hospital y duerma en una cama de verdad. Lo llamaremos si hay algún cambio.
Pero el primer hombre no soltó su mano e incluso la apretó ligeramente.
–No, no voy a dejar a mi esposa.
Esposa.
La palabra se filtró en su mente hasta que la entendió. Se le vino entonces una imagen a la cabeza. La de sus ojos, tan azules como el cielo. Había hecho que se sintiera como la única mujer en el mundo. No sonreía a menudo. Pero, cuando lo hacía, era una sonrisa generosa que le calentaba el corazón y le había hecho creer que el suyo podía ser un amor para toda la vida.
Pensó en su hermoso rostro, en sus fuertes pómulos, su nariz recta y en el hoyuelo que tenía en la barbilla. Esa cara había estado en todos sus sueños hasta un año antes.
Cullen…
Estaba allí y sintió que una oleada de calor recorría su cuerpo. Había ido a buscarla. Necesitaba abrir los ojos y verlo para asegurarse de que no estaba soñando.
Pero no podía abrir los párpados. Trató de mover los dedos bajo la mano de Cullen, pero no podía. Trató de hablar, pero le fue imposible.
Aun así, se sintió mejor al saber que Cullen estaba allí con ella. Tenía que decírselo, quería que él supiera lo mucho que…
Pero, de repente, recobró el sentido común y se dio cuenta de que Cullen no debería estar allí. Él había estado de acuerdo con que el divorcio era la mejor opción. Ya no vivían en la misma ciudad, ni siquiera en el mismo estado. No entendía por qué estaba allí.
Sarah trató de mover los labios, pero no salió ningún sonido.
–Mire –le dijo Cullen a alguien–. Se está despertando.
–Estaba equivocado, doctor Gray –contestó la otra persona–. Parece muy buena señal.
–Sarah.
Le sorprendió la ansiedad y la preocupación que notó en la voz de Cullen. No lo entendía. Quería pensar que, aunque su matrimonio había fracasado, quizás el tiempo que habían pasado juntos no había sido tan malo como para que Cullen se olvidara de todo.
Necesitaba abrir los ojos para verlo y decirle que…
Usó todas sus fuerzas y apareció una rendija de luz. Era muy brillante, demasiado. Cerró los ojos de nuevo. Empezó a dolerle aún más la cabeza.
–Está bien, Sarah. Estoy aquí –le dijo Cullen–. No voy a irme.
Pero sabía que no era cierto, Cullen la había dejado.
En cuanto hablaron de divorcio, él se había ido de su piso en Seattle. Y, cuando terminó sus prácticas en el hospital, se mudó a Hood Hamlet, en Oregón. Ella había terminado su doctorado en la Universidad de Washington y aceptó después un puesto de postdoctorado con el Instituto Volcánico del monte Baker.
Recordó que había estado desarrollando un programa para instalar sismómetros adicionales en ese monte. Había estado tratando de determinar si el magma subía por el interior y había necesitado más datos. Para obtener la información, tenía que subir al volcán y excavar los sismómetros para recuperar los datos. No habría tenido sentido instalar sondas que proporcionaran datos telemétricos porque eran caras y no iban a aguantar las duras condiciones cerca del cráter del volcán.
Había estado cerca del cráter para descargar los datos de los aparatos de medición a su ordenador portátil y enterrar de nuevo el sismómetro. Lo había hecho. Eso era al menos lo que recordaba. Se había producido una explosión y el aire olía a azufre, apenas podía respirar. No recordaba si le había dado tiempo a recuperar los datos o no.
Oyó más pitidos y otras máquinas a su alrededor. Tenía la mente en blanco. El dolor se intensificó, era como si alguien hubiera subido el volumen de un televisor y no pudiera bajarlo.
–Sarah –le dijo él–. Trata de relajarte.
Pero no podía hacerlo, tenía demasiadas preguntas.
–Tienes mucho dolor –adivinó Cullen.
Asintió con la cabeza. Le costaba respirar. Era como si una roca gigante presionara su pecho.
–¡Doctor Marshall!
La urgencia en la voz de Cullen no hizo sino intranquilizarla más aún. Necesitaba aire.
–Estoy en ello, doctor Gray –repuso el otro hombre.
Algo zumbó. Oyó pasos y otras personas a su alrededor. Movieron su cama. Había otras voces, pero no podía oír lo que decían. Abrió la boca para respirar, pero apenas le llegaba oxígeno.
De repente, el temor se disipó y también el dolor. Se preguntó si Cullen le habría quitado la roca que había estado sintiendo sobre su pecho. Recordó lo bien que solía cuidar de ella. Lamentó que no hubiera sido también capaz de amarla como ella necesitaba ser querida.
Se sintió de repente como si flotara, como si fuera un globo lleno de helio. Subía hacia arriba, hacia las nubes blancas. Pero no quería irse todavía, no hasta que…
–Cullen… –murmuró.
–Estoy aquí, Sarah –le dijo al oído–. No me voy a ninguna parte, te lo prometo.
«Me lo promete», se dijo.
También se habían prometido amarse y respetarse hasta que la muerte los separara, pero Cullen la había dejado poco a poco, dedicándose por completo a un trabajo que lo consumía.
Le había parecido un hombre muy estable que la apoyaba en todo, pero había resultado ser un marido cerrado que no expresaba nunca sus sentimientos. Aun así, habían compartido momentos maravillosos. Habían vivido en Seattle un año lleno de excursiones, risas y amor. Pero al final, nada de eso había importado. Ella había mencionado la posibilidad de divorciarse como una excusa para que hablaran de su matrimonio. Pero Cullen se había limitado a decirle que le parecía buena idea y que se arrepentía de haberse casado