Errores del corazón - Un hombre enamorado - Alma de hielo. Linda Lael Miller
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Capítulo 1
HAY todo un rebaño —Stacie Summers se detuvo en mitad de la acera. Desde que había llegado a Sweet River, Montana, dos semanas antes, había visto algún que otro vaquero. Pero nunca tantos. Y menos en grupo—. ¿A qué se debe?
Anna Anderssen, amiga de Stacie y nativa de Sweet River, se detuvo a su lado.
—¿Qué día es hoy?
—Miércoles —contestó Stacie.
—Dos de junio —dijo Lauren Van Meveren. La estudiante de doctorado había estado sumida en sus pensamientos desde que las tres compañeras de casa habían salido del supermercado Sharon. Pero en ese momento, a pleno sol y al lado de Stacie, no podría haber estado más centrada.
Aunque Lauren normalmente sería la primera en decir que era de mala educación mirar con fijeza, observaba a los vaqueros que salían del café Coffee Pot con obvio interés.
—Miércoles, dos de junio —repitió Anna. Sus ojos azules se estrecharon, pensativos, mientras sacaba el mando a distancia del bolsillo y abría las puertas del jeep que había aparcado junto a la acera.
Stacie se pasó la bolsa de comida al otro brazo, abrió la puerta de atrás y la dejó dentro.
—Bingo —anunció Anna con satisfacción.
—¿Estaban jugando al bingo? —a Stacie le parecía raro que tantos hombres se reunieran un miércoles por la mañana para jugar. Pero estaba descubriendo que Sweet River era un mundo en sí mismo.
—No, tonta —se rió Anna—. La Asociación de Ganaderos se reúne el primer miércoles del mes.
Aunque eso tenía más sentido que el bingo, Stacie se preguntó qué temas podía tratar una asociación de ese tipo. Ann Arbor, Michigan, donde ella había crecido, distaba de ser el paraíso de los ganaderos. Y en los diez años que llevaba residiendo en Denver, nunca se había cruzado con un vaquero.
Cuando Lauren había propuesto trasladarse al pueblo natal de Anna para investigar la compatibilidad macho-hembra para su disertación de doctorado, Stacie la había seguido. La búsqueda del trabajo perfecto, su edén personal, como le gustaba llamarlo, no iba bien y un cambio de escenario le había parecido buena idea.
Por razones que se le escapaban, había creído que Sweet River sería como Aspen, una de sus ciudades favoritas. Había esperado bonitas tiendas de moda y una plétora de médicos, abogados y hombres de negocios que disfrutaban del aire libre.
Vaya si se había equivocado.
—Nunca he visto tantos tipos con botas y sombrero.
Eran hombres grandes de espalda ancha, piel curtida y cabello que nunca había pasado por las manos de un estilista digno de ese nombre. Hombres seguros de sí mismos que trabajaban duro y vivían la vida a su manera. Hombres que esperarían que su esposa renunciara a sus sueños para vivir en un rancho.
Stacie se estremeció de horror.
—¿Sabíais que los primeros vaqueros llegaron de México? —dijo Lauren con la mirada perdida y distante.
Stacie miró a Anna suplicante. Tenían que detener a Lauren antes de que se lanzara. Si no, se verían obligadas a escuchar una conferencia de la vida y milagros de los vaqueros desde sus inicios.
—Entra, Lauren —Anna señaló el jeep—. No queremos que se derrita el helado.
Aunque Anna había impreso un deje de urgencia a su voz, la mirada de Lauren seguía clavada en los hombres que hablaban y reían con voz grave y varonil.
Un tipo captó la atención de Stacie. Con pantalones vaqueros, sombrero y piel bronceada, parecía igual a los demás. Sin embargo, había atraído su mirada de inmediato. Debía de ser porque estaba hablando con el hermano de Anna, Seth. No había otra explicación posible. Su radar nunca había captado a un hombre desbordante de testosterona. Le gustaban de tipo artístico y prefería a un poeta con pinta de muerto de hambre que a un futbolista de espalda cuadrada.
—¿Sabes, Stace? —Lauren se golpeó el labio inferior con el dedo índice—, algo me dice que podría haber un vaquero en tu futuro.
La investigación de Lauren se basaba en identificar a parejas compatibles y Stacie era su primer conejillo de Indias o, como prefería decir ella, su primer sujeto de investigación.
A Stacie se le encogió el estómago al imaginarse emparejada con un hombre varonil que montaba a caballo y tiraba el lazo. «Dios mío, por favor. Cualquiera menos un vaquero», rezó.
Unas semanas después, Stacie se sentó en el sillón de mimbre que había en el porche de Anna, dispuesta para la batalla. Lauren acababa de volver de correr y Stacie le había dicho que tenían que hablar. Llevaba demasiado tiempo rugiendo en silencio por el emparejamiento