Nuevas noches árabes. Robert Louis Stevenson
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Corrió a abrir y se encontró con el mozo de cuerda.
—¿Es usted el caballero que estuvo ayer en Box Court? —preguntó; Silas admitió con un escalofrío que así era—. Entonces esta nota es para usted —añadió el criado y le entregó un sobre lacrado.
Silas rasgó el sobre y leyó estas palabras: “A las doce”.
Fue puntualísimo. Varios criados fornidos cargaron con el baúl y a él lo hicieron pasar a una habitación donde había un hombre calentándose junto al fuego, de espaldas a la puerta. Ni el ruido que hicieron aquellas personas al entrar y salir ni el chasquido del baúl cuando lo dejaron sobre los tablones desnudos lograron atraer la atención del desconocido, y Silas esperó, aterrado, a que se dignara a darse por enterado de su presencia.
Debieron de transcurrir cinco minutos antes de que el hombre se volviera con desenvoltura y revelara los rasgos del príncipe Florizel de Bohemia.
—De modo, señor —dijo con gran severidad—, que es de esta manera como abusa de mi gentileza. Ya veo que ustedes se unen a personas de alcurnia sin otro propósito que escapar a las consecuencias de sus crímenes; ahora comprendo su desconcierto cuando me dirigí a usted ayer.
—¡Lo cierto es que soy inocente de todo, salvo de mi desdicha! —exclamó Silas, y con voz apresurada y la mayor candidez imaginable, le contó al príncipe la historia de su desgracia.
—Veo que me equivoqué —dijo su alteza cuando aquél terminó—. No es usted más que una víctima y, puesto que no debo castigarlo, puede estar seguro de que haré lo imposible por ayudarlo. Ahora —continuó— pongamos manos a la obra. Abra enseguida su baúl y déjeme ver su contenido.
Silas se quedó demudado.
—¡Casi me asusta mirarlo! —exclamó.
—Bobadas —replicó el príncipe—. ¿Acaso no lo ha visto ya? Es preciso sobreponerse a esos sentimentalismos. Ver a un hombre enfermo, a quien todavía es posible ayudar, debería conmovernos más que mirar a un muerto, a quien no se puede herir, ayudar, amar ni odiar. Domínese, señor Scuddamore —luego, al ver que Silas aún dudaba, añadió—: No quisiera verme obligado a repetir mi petición.
El joven estadounidense despertó como de un sueño y, con un escalofrío de repugnancia, se dispuso a desatar las correas y a abrir la cerradura del baúl. El príncipe se quedó observándolo con expresión seria y las manos en la espalda. El cadáver estaba rígido y a Silas le costó un gran esfuerzo, tanto moral como físico, cambiarlo de postura y descubrirle el rostro.
El príncipe Florizel dio un paso atrás y soltó una dolorosa exclamación de sorpresa.
—¡Ay! —gritó—. No imagina usted, señor Scuddamore, el regalo tan cruel que me ha traído. Éste es un joven de mi séquito, el hermano de mi amigo más íntimo, y ha muerto en un acto de servicio a manos de personas violentas y traicioneras. Pobre Geraldine —prosiguió para sí—, ¿cómo le comunicaré el destino de su hermano? ¿Cómo me disculparé ante usted o ante Dios por los arriesgados planes que lo condujeron a una muerte sanguinaria e inhumana? ¡Ah, Florizel! ¡Florizel! ¿Cuándo aprenderás la discreción que conviene a los mortales y dejarás de deslumbrarte con la imagen de tu propio poder? ¡Poder! —gritó—. ¿Quién más impotente que yo? Cuando veo a este joven al que he sacrificado, señor Scuddamore, me doy cuenta de la insignificancia de ser un príncipe.
A Silas lo emocionó notarlo tan conmovido. Trató de murmurar unas palabras de consuelo y estalló en lágrimas. El príncipe, enternecido a su vez por su evidente buena intención, se le acercó y le tomó la mano.
—Domínese —dijo—. Ambos tenemos mucho que aprender y seremos mejores personas después de esto.
Silas le agradeció en silencio con una mirada afectuosa.
—Escriba la dirección del médico en este trozo de papel —prosiguió el príncipe, llevándolo hacia la mesa— y permítame recomendarle que, cuando vuelva a París, evite la compañía de un hombre tan peligroso. Ha obrado movido por la generosidad y estoy seguro de que, si hubiera sabido bien a bien sobre la muerte del joven Geraldine, no le habría enviado el cadáver al propio criminal.
—¡El propio criminal! —repitió Silas, atónito.
—Así es —respondió el príncipe—. Esta carta que la Divina Providencia ha puesto de modo tan extraño en mis manos iba dirigida nada menos que al criminal en persona, el infame presidente del Club de los Suicidas. No trate de saber más de este turbio asunto; alégrese de haberse librado en forma tan milagrosa y salga cuanto antes de esta casa. Tengo asuntos apremiantes que atender y debo disponer de este trozo de barro que hasta hace poco fue un joven gallardo y apuesto.
Silas se despidió del príncipe Florizel con grandes muestras de deferencia y gratitud, pero se quedó en Box Court hasta verlo partir en un espléndido carruaje de camino a casa del coronel Henderson de la policía. Aunque era un republicano convencido, el joven estadounidense se descubrió casi con devoción al ver pasar el carruaje. Y esa misma noche partió en tren de regreso a París.
Aquí —afirma el autor árabe— concluye la “Historia del médico y el baúl”. Omitiré ciertas reflexiones acerca del poder de la Providencia, muy pertinentes en el original, aunque poco adecuadas para nuestros gustos occidentales, y tan sólo añadiré que el señor Scuddamore ya empezó a ascender los peldaños de la fama política y que, según las últimas noticias, ahora es el alguacil de su ciudad natal.
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