Nuevas noches árabes. Robert Louis Stevenson

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impedir que alguien entrara, fue demasiado tarde. El doctor Noel, con una gorra de dormir y una lámpara que iluminaba sus facciones largas y pálidas, inclinando la cabeza y mirando alrededor como un pájaro, abrió la puerta muy despacio, avanzó con timidez y se plantó a la mitad de la habitación.

      —Me pareció oír un grito —empezó el médico—. Temí que usted se hallara mal y me atreví a irrumpir aquí —con el rostro encendido y el corazón latiéndole temeroso a toda prisa, Silas se interpuso entre el médico y la cama, sin acertar a articular una respuesta—. Está usted a oscuras —prosiguió el médico— y, sin embargo, ni siquiera ha empezado a desvestirse para meterse en la cama. No me convencerá con facilidad de lo contrario a lo que ven mis ojos, y su semblante dice por sí solo que usted necesita de un amigo o un médico… ¿Cuál de los dos prefiere? Permita que le tome el pulso, el cual suele ser un fiel reflejo del corazón.

      Avanzó hacia Silas, que siguió retrocediendo, y trató de tomarlo por la muñeca, pero los nervios del joven estadounidense habían sufrido demasiadas tensiones para seguir resistiéndolo. Esquivó al médico con un movimiento febril y, tras lanzarse al suelo, prorrumpió en llanto.

      En cuanto el doctor Noel vio al muerto en la cama, su rostro se ensombreció; volvió corriendo a la puerta que había dejado abierta de par en par, la cerró a toda prisa y le dio dos vueltas a la llave.

      —¡De pie! —gritó, dirigiéndose a Silas con voz estridente—. No es momento para echarse a llorar. ¿Qué ha hecho? ¿Cómo llegó a su cuarto ese cadáver? Será mejor que hable sin tapujos con quien puede ayudarle. ¿Acaso piensa que busco su perdición? ¿Cree que ese trozo de carne sin vida sobre su almohada puede alterar en lo más mínimo la simpatía que usted me inspira? Joven crédulo, el horror con que la ley ciega e injusta considera una acción jamás incumbe a quien la perpetra si se pregunta a sus allegados. Si uno de mis mejores amigos viniera a verme empapado en sangre, eso no cambiaría ni un ápice el afecto que sentiría por él. Levántese —dijo—. El bien y el mal sólo son una quimera: en esta vida no hay nada salvo el destino, y sean cuales sean las circunstancias, usted tiene a su lado a alguien dispuesto a ayudarlo hasta el final.

      Animado de ese modo, Silas recobró la compostura y, con voz entrecortada, ayudado por las preguntas del médico, se las arregló para ponerlo al corriente de los hechos. Sin embargo, omitió la conversación entre el príncipe y Geraldine, puesto que apenas había entendido lo que decían y no pensó que tuviera relación con su propia desgracia.

      —¡Ay! —gritó el doctor Noel—. O mucho me engaño o ha caído usted en las manos de la gente más peligrosa de Europa. ¡Pobre muchacho! ¡Qué trampa han urdido para su candidez! ¡Hasta qué peligros han conducido a sus jóvenes pies! Ese hombre, el inglés a quien vio usted dos veces y de quien sospecho que es el cerebro de la conspiración, ¿podría describírmelo? —preguntó—. ¿Era joven o viejo? ¿Alto o bajo? —pero Silas, que pese a ser tan curioso no era nada observador, apenas fue capaz de darle unas pocas generalidades con las que era imposible reconocerlo—. ¡Debería ser una asignatura obligada en las escuelas! —exclamó el médico, enojado—. ¿De qué sirven la vista y el habla si uno no acierta a fijarse y recordar los rasgos de su enemigo? Conozco a todos los maleantes de Europa y podría haberlo identificado y conseguido así nuevas armas en su defensa. Cultive usted ese arte en el futuro, mi pobre muchacho. Le será de gran ayuda.

      —¡El futuro! —repitió Silas—. ¿Qué futuro me queda, salvo la horca?

      —La juventud no es más que una época cobarde —replicó el médico— en la que los problemas parecen más negros de lo que son. Yo soy viejo y, sin embargo, nunca desespero.

      —¿Cómo voy a contarle semejante historia a la policía? —preguntó Silas.

      —De ninguna manera —respondió el médico—. Por lo que llevo visto de la conspiración de la que usted es víctima, su caso resulta indefendible por ese lado y, dado lo estrechas de miras que son las autoridades, sin duda pensarían que es culpable. Y no olvide que sólo conocemos parte del complot: es probable que los conspiradores hayan tramado otras muchas circunstancias que una investigación policiaca sacaría a la luz, las cuales ayudarían a que la culpa recaiga sobre usted.

      —¡Entonces estoy perdido! —gritó Silas.

      —No dije eso —respondió el doctor Noel—. Soy gente cauta.

      —Pero, ¡mire usted! —objetó Silas y señaló el cadáver—. He ahí ese objeto en mi cama: es imposible hacerlo desaparecer, deshacerse de él o mirarlo sin espanto.

      —¿Espanto? —replicó el médico—. No. Cuando esta especie de reloj se estropea, a mí me parece tan sólo un mecanismo muy ingenioso, digno de estudiarse con el escalpelo. Una vez que la sangre está fría y coagulada, ya no es sangre humana; la carne muerta no es la misma carne que deseamos en nuestros amantes o respetamos en nuestros amigos. La gracia, el atractivo, el terror han desaparecido con el espíritu que la animaba. Acostúmbrese usted a verlo con compostura pues, si mi plan resulta practicable, necesitará vivir unos días muy cerca de eso que ahora tanto lo horripila.

      —¿Su plan? —gritó Silas—. ¿Cuál plan es ése? Dígamelo cuanto antes, doctor, pues apenas me queda el valor suficiente para seguir existiendo.

      Sin responder, el doctor Noel se volvió hacia la cama y procedió a examinar el cadáver.

      —Desde luego, está muerto —murmuró—. Sí, me lo imaginaba: le vaciaron los bolsillos. Y le cortaron la etiqueta a la camisa. Un trabajo concienzudo y bien hecho. Por suerte es de corta estatura —Silas oyó tales palabras con extrema ansiedad; por fin, concluida la autopsia, el médico tomó asiento y se dirigió al joven estadounidense con una sonrisa—: Desde el momento en que entré en su habitación —dijo—, aunque mi lengua y mis oídos hayan estado muy ocupados, no he dejado que mis ojos permanecieran ociosos. Hace un rato reparé en que tiene usted en ese rincón uno de esos artilugios grotescos que sus compatriotas arrastran consigo a todos los rincones del globo… En una palabra, un baúl. Hasta ese momento no había logrado comprender la utilidad de esos trastos; sin embargo, después se me ocurrieron varias posibilidades; no sabría decir si ustedes los empleaban en el comercio de esclavos o para disimular las consecuencias de un uso relajado del puñal, aunque una cosa está clara: el objeto de semejante cajón no es otro que contener un cuerpo.

      —¡No me parece —gritó Silas— que éste sea el momento más idóneo para andarse con bromas!

      —Aunque me exprese de un modo un tanto jocoso —replicó el médico—, la intención de mis palabras es muy seria. Y lo primero que debemos hacer, mi joven amigo, es vaciar el baúl de cuanto contiene —Silas acató la autoridad del doctor Noel y se puso a sus órdenes.

      Enseguida vaciaron el baúl de su contenido y dejaron todo por el suelo; después tomaron el cadáver del hombre asesinado, Silas sosteniéndolo por los talones y el médico, por los sobacos; lo sacaron de la cama y, con cierta dificultad, lo doblaron y metieron en la caja vacía. Con muchos esfuerzos, lograron cerrar la tapa de tan extraño equipaje y el propio médico se encargó de atarlo y cerrarlo con llave, mientras Silas guardaba en el armario y en unos cajones lo que habían sacado.

      —Ahora —prosiguió el médico— hemos dado el primer paso en el camino a su salvación. Mañana, o más bien hoy, necesitará acallar las sospechas del portero pagándole lo que le deba. Entretanto, tenga por seguro que me ocuparé de hacer las gestiones necesarias para llevar el asunto a buen término. Y ahora acompáñeme a mi habitación, donde le administraré un sedante eficaz, aunque inofensivo, pues ocurra lo que ocurra resulta imprescindible que descanse.

      El día siguiente fue el más

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