Nuevas noches árabes. Robert Louis Stevenson
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Conforme pasaba la velada llegaron algunos socios más; sin embargo, no habría más de una docena de miembros cuando ocuparon sus asientos a la mesa. El príncipe volvió a notar cierta satisfacción en sus aprensiones, aunque lo sorprendió notar que Geraldine estaba mucho más tranquilo que la noche anterior.
“Resulta extraordinario que un testamento sin redactar influya así en el estado de ánimo de un joven”, pensó el príncipe.
—¡Atención, caballeros! —anunció el presidente y empezó a repartir.
Tres veces le dio la vuelta a la mesa sin que apareciera ninguna de las cartas fatídicas. Cuando empezó a dar por cuarta vez, la tensión se volvió insoportable. Apenas quedaban cartas para una ronda más. Por el modo de distribuir las cartas utilizado en el club, el príncipe, sentado a la izquierda del que repartía, recibiría la penúltima. Al tercer jugador le tocó un as negro: el as de tréboles; al siguiente, un naipe de diamantes; al siguiente, uno de corazones, y así continuaron, aunque el as de espadas seguía sin aparecer. Por fin, Geraldine, sentado a la izquierda del príncipe, le dio la vuelta a su carta: era un as, aunque el de corazones.
Cuando el príncipe Florizel vio su destino sobre la mesa, se le detuvo la respiración. Era un hombre valiente, pero la cara se le cubrió de sudor. Tenía justo cincuenta por ciento de probabilidades de que su suerte estuviera echada. Le dio la vuelta al naipe: era el as de espadas. Un ruidoso estruendo invadió su cerebro y la mesa pareció dar vueltas ante sus ojos. Oyó que el jugador a su derecha soltaba una carcajada, que sonó entre alegre y decepcionada; notó que el grupo se dispersaba deprisa, aunque su imaginación se hallaba ocupada con otros pensamientos. Comprendió lo ilógica y criminal que había sido su conducta. Con una salud de hierro, en la flor de la edad, heredero a un trono, se había jugado su futuro y el de un país valiente y leal.
—¡Dios! —gritó—. ¡Que Dios me perdone!
Con tales palabras cesó su confusión y volvió a dominarse.
Reparó con sorpresa en que Geraldine había desaparecido. Nadie quedaba en la habitación, salvo su futuro asesino, que departía con el presidente, y el joven de los pasteles de crema, que se acercó al príncipe y le susurró al oído:
—Daría un millón, si lo tuviera, por su suerte.
Cuando el joven se fue, su alteza no pudo sino pensar que él la habría vendido por una suma mucho menos elevada.
La conversación llegó a su fin. El poseedor del as de tréboles abandonó la sala con una mirada de connivencia y el presidente se acercó al desafortunado príncipe y le ofreció la mano.
—Me alegra haberlo conocido, señor —dijo—, y haber estado en situación de prestarle este pequeño servicio. Al menos no podrá quejarse por la demora. La segunda noche… ¡menuda suerte!
El príncipe trató en vano de articular una respuesta; sin embargo, tenía la boca seca y sentía la lengua paralizada.
—¿Está un poco mareado? —preguntó el presidente, solícito—. Le ocurre a la mayoría. ¿Se le antoja un poco de brandy?
El príncipe hizo un gesto afirmativo y de inmediato el otro le llenó un vaso de licor.
—¡Pobre Malthus! —soltó el presidente mientras el príncipe vaciaba la copa—. ¡Se bebió más de medio litro y no pareció servirle de nada!
—Yo soy mucho más disciplinado —dijo el príncipe, un poco más animado—. Habrá notado que ya vuelvo a ser dueño de mis actos. Así que permita que le pregunte qué debo hacer ahora.
—Baje usted por la banqueta izquierda del Strand en dirección a la City hasta encontrarse con el caballero que acaba de salir de la sala. Él le dará más instrucciones; tenga la amabilidad de obedecerlo: esta noche la autoridad del club reside en su persona. Y ahora —añadió el presidente—, le deseo un paseo muy agradable.
Florizel le dio las gracias con un gesto extraño y se despidió. Atravesó el salón, donde la mayoría de los jugadores seguía bebiendo champaña, parte de la cual había pedido y pagado él mismo, y se sorprendió maldiciéndolos de corazón. Se puso el sombrero y el abrigo en la oficina, y escogió su paraguas de entre los que había en el rincón. La familiaridad de aquellos actos y la idea de que era la última vez que los hacía lo hizo soltar una carcajada que sonó de modo desagradable en sus oídos. Se le quitaron las ganas de salir de la oficina y se volvió hacia la ventana. La oscuridad y los faroles lo devolvieron a la realidad.
“¡Vamos, vamos! Tengo que comportarme como un hombre y salir de aquí”, pensó.
En la esquina de Box Court, tres hombres se abalanzaron sobre el príncipe Florizel y lo metieron sin mayores ceremonias en un carruaje, que partió de ahí al galope. Dentro había otro ocupante.
—¿Perdonará mi celo, su alteza? —preguntó una voz bien conocida.
El príncipe abrazó al coronel, lleno de alivio.
—¿Cómo podré agradecérselo? —gritó—. ¿Y cómo se las arregló? —aunque estaba dispuesto a ir al encuentro de la muerte, no cabía en sí de gozo al verse obligado a ceder a una violencia amistosa y volver así a la vida y la esperanza.
—Puede agradecérmelo con creces —replicó el coronel— al evitar estos peligros en el futuro. Y en cuanto a la segunda pregunta, todo se organizó en forma muy sencilla. Lo arreglé esta misma tarde con un famoso detective. Me prometió guardar el secreto y le pagué por ello. Sus propios criados intervinieron en el asunto. La casa de Box Court es vigilada desde el anochecer, y éste, que es uno de los carruajes de su alteza, lleva casi una hora esperándolo.
—¿Y qué fue del miserable que debía asesinarme…? —inquirió el príncipe.
—Ordené que lo maniataran en cuanto salió del club —respondió el coronel—, y ahora espera su sentencia en palacio, donde no tardará en reunirse con sus cómplices.
—Geraldine —dijo el príncipe—, me ha salvado contra mis órdenes explícitas, e hizo bien. No sólo le debo la vida, sino también una lección, y sería indigno de mi rango si no me mostrara agradecido con mi maestro. Elija usted la manera.
Se hizo una pausa, durante la cual el carruaje siguió recorriendo las calles a toda velocidad y los dos hombres se sumieron en sus propias reflexiones. El silencio fue roto por el coronel Geraldine.
—Su alteza —dijo—: ya tiene muchos prisioneros. Hay al menos un criminal entre ellos con quien habría que hacer justicia. Nuestro juramento nos impide recurrir a la policía y, aunque no estuviera de por medio el juramento, la discreción también lo evitaría. ¿Puedo preguntar cuáles son las intenciones de su alteza?
—Está decidido —respondió Florizel—: el presidente debe caer en duelo. Sólo falta escoger a su adversario.
—Su alteza me ha permitido escoger mi recompensa —dijo el coronel—. ¿Permitirá que designe a mi propio hermano? Es una misión honorable, y me atrevo a asegurarle que el muchacho sabrá salir airoso de ella.
—Me pide un favor poco atractivo —repuso el príncipe—, pero no puedo