Nuevas noches árabes. Robert Louis Stevenson
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Una hora después Florizel, de uniforme y luciendo todas las órdenes y condecoraciones de Bohemia, recibió a los miembros del Club de los Suicidas.
—Gente malvada e irreflexiva —dijo—, todos los que se han visto empujados a estos excesos por la mala suerte recibirán un empleo remunerado de mis funcionarios. Aquellos que sufren por sentirse culpables necesitarán recurrir a alguien mucho más poderoso y generoso que yo. Todos me inspiran lástima, mucha más de lo que imaginan; mañana me relatarán su historia y, cuanto más sinceros sean, mejor podré poner remedio a su desgracia. En cuanto a usted —añadió, volviéndose hacia el presidente—, si le ofreciera mi ayuda a alguien con sus aptitudes, no haría más que ofenderlo; sin embargo, tengo una propuesta. Éste —dijo, poniendo una mano en el hombro del joven hermano del coronel Geraldine— es uno de mis oficiales que quiere hacer un viaje por Europa, y le pido, como favor personal, que lo acompañe. ¿Sabe manejar bien la pistola? —prosiguió, cambiando de tono—. Porque podría tener que recurrir a ella. Cuando dos hombres viajan juntos, es mejor estar preparado para todo. Permítame añadir que, si por casualidad perdiera al joven Geraldine por el camino, siempre contaré con otro miembro de mi casa dispuesto a acompañarlo; tengo fama de contar con una vista y un brazo muy largos, señor presidente.
Con tales palabras, pronunciadas en tono muy severo, el príncipe Florizel concluyó su discurso. A la mañana siguiente, atendió a los miembros del club con su munificencia, y el presidente emprendió su viaje bajo la supervisión del señor Geraldine y un par de hábiles lacayos, bien entrenados en la casa del príncipe. No contento con eso, hizo que sus agentes tomaran discretamente posesión de la casa de Box Court, a fin de que las cartas y visitas al Club de los Suicidas o a sus empleados fueran supervisadas por él en persona.
Aquí —afirma el autor árabe— concluye la “Historia del joven de los pasteles de crema”, que hoy es un acomodado propietario de Wigmore Street, Cavendish Square. Por razones obvias, no daremos el número. Quienes estén interesados en seguir las aventuras del príncipe Florizel y el presidente del Club de los Suicidas, pueden leer la “Historia del médico y el baúl”.
HISTORIA DEL MÉDICO Y EL BAÚL
SILAS Q. SCUDDAMORE era un joven estadounidense de temperamento sencillo e inofensivo, lo cual decía mucho a su favor si se considera que era oriundo de Nueva Inglaterra, una región del Nuevo Mundo no del todo famosa por esas cualidades. Pese a ser considerablemente rico, anotaba cada uno de sus gastos en una pequeña agenda y se dedicaba a estudiar los encantos de París desde el séptimo piso de uno de los hoteles del Barrio Latino. Su tacañería tenía mucho de costumbre y su virtud, famosa entre sus socios, se debía sobre todo a su modestia y juventud.
La habitación contigua a la suya estaba ocupada por una señora de aspecto atractivo y atuendo elegante, a quien, a su llegada, él tomó por una condesa. Con el tiempo se enteró de que era conocida por el nombre de madame Zéphyrine y de que fuera cual fuera, su posición social no era la de alguien con título nobiliario. Madame Zéphyrine, probablemente con la esperanza de seducir al joven estadounidense, trataba siempre de impresionarlo al cruzarse con él en las escaleras mediante una educada inclinación de cabeza, alguna que otra palabra amable y una mirada arrebatadora de sus ojos negros; luego desaparecía entre el frufrú de la seda, al tiempo que exhibía un pie y un tobillo admirables. No obstante, lejos de animar al señor Scuddamore, aquellos avances lo sumían en el abatimiento y la timidez más profundos. Varias veces ella fue a pedirle una lámpara o se disculpó por los supuestos estragos cometidos por su perrito faldero; sin embargo, la boca se le sellaba al joven en presencia de un ser tan superior, olvidaba el francés que sabía y apenas acertaba a mirarla con ojos asustados y balbucir hasta que ella se retiraba. La superficialidad de tales relaciones no era un óbice para que él dejara caer indirectas de carácter un tanto presuntuoso cuando se sentía a salvo, a solas con otros hombres.
La habitación al otro lado del cuarto donde se alojaba el estadounidense —en aquel hotel había tres por planta— estaba ocupada por un viejo médico inglés de reputación más bien dudosa. El doctor Noel, pues así se llamaba, se había visto obligado a irse de Londres, donde contaba con una nutrida clientela, y se rumoreaba que la culpable de aquel cambio de aires había sido la policía. El caso es que, pese a que en otra época fue un personaje relativamente conocido, ahora llevaba una vida sencilla y solitaria en el Barrio Latino y dedicaba la mayor parte del tiempo al estudio. El señor Scuddamore lo había conocido y, de vez en cuando, ambos cenaban con frugalidad en un restaurante al otro lado de la calle.
Silas Q. Scuddamore tenía muchos pequeños vicios, no demasiado reprobables, que no se recataba en satisfacer mediante diversos procedimientos más o menos dudosos. La principal de sus debilidades era la curiosidad. Se trataba de un chismoso nato y la vida, sobre todo en aquellas parcelas donde tenía menos experiencia, le interesaba con pasión. Era un preguntón impertinente e incansable, y planteaba sus cuestiones con tanta pertinacia como indiscreción: cuando llevaba una carta al correo, lo habían visto sopesarla en la mano, darle vueltas y vueltas, y estudiar con cuidado la dirección, y cuando descubrió una grieta en el tabique que separaba su habitación de la de madame Zéphyrine, en lugar de taparla, la agrandó y utilizó como mirilla para espiar a su vecina.
Un día, a finales de marzo, quiso satisfacer una curiosidad siempre en aumento y agrandó un poco más el agujero para dominar otro rincón de la habitación. Esa noche, cuando se disponía a espiar los movimientos de madame Zéphyrine, como de costumbre, lo sorprendió notar que la abertura estaba oscurecida de un modo extraño por el otro lado, y se sintió aún más confundido cuando retiraron de pronto el obstáculo y una risita llegó hasta sus oídos. Algún trozo de yeso había traicionado su secreto y ahora la vecina le devolvía la broma con otra similar. El señor Scuddamore sintió un disgusto profundo, criticó sin piedad el comportamiento de madame Zéphyrine e incluso se culpó a sí mismo. No obstante, cuando descubrió al día siguiente que ella no había tomado medida alguna para privarlo de su pasatiempo favorito, siguió aprovechándose de su descuido y satisfaciendo su curiosidad ociosa.
Ese mismo día, madame Zéphyrine recibió una larga visita de un hombre alto y corpulento, de unos cincuenta años, a quien Silas jamás había visto. Su traje de tweed y su camisa de color lo identificaban como inglés no menos que sus patillas pobladas, y a Silas le produjeron escalofríos sus ojos grises y obtusos. Se pasó haciendo muecas a lo largo de la conversación, llevada a cabo entre susurros. Más de una vez, el joven de Nueva Inglaterra tuvo la impresión de que sus gestos señalaban a su habitación aunque, por más atención que prestó, lo único que oyó con claridad fue esta observación hecha por el inglés en un tono algo agudo, como en respuesta a alguna duda o discrepancia:
—He estudiado sus gustos hasta el último detalle y le reitero que usted es la única mujer de esa clase a la que puedo recurrir —en respuesta a lo cual madame Zéphyrine suspiró y pareció resignarse como quien se somete a una superior falta de razón.
Esa tarde taparon por fin el observatorio, al colocar un armario por el otro lado, y cuando Silas seguía lamentándose por el infortunio, que atribuía a una perversa sugerencia del inglés, el conserje le llevó una carta que, era obvio, había sido escrita por una mujer. Redactada en un francés de ortografía no demasiado rigurosa, carecía de firma e invitaba en términos muy animosos al joven estadounidense a presentarse en cierto lugar del salón de baile Bullier a las once en punto de esa misma noche. La curiosidad y la timidez libraron una larga batalla en su interior: a veces era todo virtud, a veces todo fuego y atrevimiento, y el resultado fue que, mucho antes de las diez, Silas Q. Scuddamore se presentó impecablemente vestido en la puerta del salón de baile Bullier y pagó el dinero de entrada con la sensación no por completo desagradable de que cometía una diablura temeraria.
Era