Nuevas noches árabes. Robert Louis Stevenson
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Era ya de noche cuando el doctor Noel entró en la habitación, con dos sobres sellados sin dirección, uno más bien voluminoso y el otro tan fino que parecía vacío.
—Silas —dijo al sentarse a la mesa—, llegó el momento de que le explique el plan que tengo trazado para salvarlo. Mañana por la mañana, a primera hora, el príncipe Florizel de Bohemia regresa a Londres, después de unos días de diversión en el carnaval parisiense. Hace mucho tiempo tuve ocasión de prestarle al coronel Geraldine, su caballerizo mayor, uno de esos servicios, frecuentes en mi profesión, que los interesados nunca olvidan. No hace falta que le explique la naturaleza de la deuda que contrajo conmigo; baste con decir que me consta que estará dispuesto a ayudarme en todo lo que pueda. El caso es que resulta necesario que usted viaje a Londres sin que le registren el baúl. El servicio de aduanas parecía un obstáculo insalvable, pero luego caí en la cuenta de que, por una cuestión de cortesía, los equipajes de las personas de tanta importancia como el príncipe pasan la frontera sin que los aduaneros los inspeccionen. Fui a ver al coronel Geraldine y obtuve una respuesta afirmativa. Mañana, si va al hotel donde se aloja el príncipe, pondrán su equipaje con el suyo y usted viajará como si formara parte de su séquito.
—Ahora que lo dice, me parece que ya he visto antes al príncipe y al coronel Geraldine; incluso oí parte de su conversación la otra noche, en el salón de baile Bullier.
—Es probable, porque al príncipe le encanta mezclarse con todo tipo de gente —replicó el médico—. Una vez en Londres, su labor casi habrá terminado. En este sobre más voluminoso metí una carta a la que no me atrevo a poner dirección; en el otro encontrará las señas de la casa a la que debe llevarlo con su baúl, donde se harán cargo de él y no tendrá que volver a preocuparse.
—¡Ay! —dijo Silas—. Ojalá pudiera creerle, pero ¿cómo hacerlo? Me plantea una agradable perspectiva, aunque, dígame: ¿cómo confiaré en un plan tan inverosímil? Sea más explícito y deme mayores detalles para comprender qué pretende.
El médico pareció impresionado.
—Muchacho —dijo—, no sabe qué difícil es lo que me pide. Pero que así sea. Estoy curado de espanto, y resultaría raro que le negara esto a usted después de haberlo ayudado tanto. Sepa que, aunque ahora parezca una persona moderada, frugal, solitaria y aficionada al estudio, de joven mi nombre estuvo en boca de los hombres más astutos y peligrosos de Londres, y aunque en el exterior parecía digno de respeto y consideración, mi verdadero poder radicaba en mis amistades turbias, terribles y criminales. Es a una de las personas que tenía bajo mis órdenes a quien me he dirigido ahora para librarlo a usted de su carga. Se trataba de hombres de orígenes y habilidades muy diversas, unidos por un horrible juramento y dedicados al mismo propósito: nuestro negocio eran los asesinatos y, por muy inocente que le parezca ahora mi aspecto, yo era el jefe de aquella banda temible.
—¿Qué? —exclamó Silas—. ¿Un asesino? ¿Alguien que hacía del asesinato un negocio? ¿Cómo estrecharé su mano? ¿Cómo aceptaré su ayuda? Anciano siniestro y criminal, ¿se aprovechará usted de mi juventud y mi desdicha?
El médico soltó una carcajada amarga.
—Es usted difícil de contentar, señor Scuddamore —dijo—, pero le daré a escoger entre la compañía del asesino o la del asesinado. Si su conciencia es tan delicada que le impide aceptar mi ayuda, no tiene más que decirlo y me iré de inmediato. Luego haga usted con el baúl y su contenido lo que mejor convenga a su recta conciencia.
—Admito que me equivoqué —replicó Silas—. Tendría que haber recordado la generosidad con que se ofreció usted a encubrirme, incluso antes de que lo hubiera convencido de mi inocencia, así que seguiré sus consejos con gratitud.
—Eso está muy bien —respondió el médico—. Veo que empieza a aprender de la experiencia.
—Por otro lado —prosiguió el estadounidense—, ya que admite estar familiarizado con tan trágico negocio, y que la gente a la que me ha recomendado son sus antiguos socios y amigos, ¿no podría ocuparse usted mismo del transporte del baúl y librarme desde ahora de un objeto tan detestable?
—Palabra que lo admiro a usted —replicó el médico—. Si piensa que no me he entrometido bastante en sus asuntos, créame que opino lo contrario. Acepte o rechace mi ayuda tal como se la ofrezco y déjese de tanto agradecimiento, pues valoro menos su gratitud que su intelecto. Vendrá el día, si es que llega usted a viejo y conserva sus facultades mentales, en que pensará de manera muy diferente de todo esto y se sonrojará por su comportamiento de esta noche.
Y con tales palabras el médico se levantó de la silla, repitió en forma breve y clara sus indicaciones, y salió de la habitación sin dar ocasión a que Silas le contestara.
A la mañana siguiente, el joven se presentó en el hotel, donde lo recibió con mucha educación el coronel Geraldine, y desde ese momento se atenuaron sus temores más inmediatos acerca del baúl y su contenido horripilante. El viaje transcurrió sin muchos incidentes, aunque el joven se horrorizó al oír a los marineros y los mozos de cuerda quejarse del peso exagerado del equipaje del príncipe. Silas viajó en un carruaje con los ayudantes de cámara, pues el príncipe quiso estar solo con su caballerizo mayor. No obstante, una vez a bordo del vapor, atrajo la atención de Florizel por el aire melancólico y la actitud con que contemplaba la pila de equipajes, ya que seguía lleno de aprensión por el futuro.
—Ahí hay un joven que parece muy afligido por algún motivo —observó el príncipe.
—Se trata del estadounidense a quien le pedí que permitiera viajar en compañía de su séquito —explicó Geraldine.
—Eso me recuerda que no he sido muy cortés con él —dijo el príncipe Florizel y, acercándose a Silas, le habló con estas palabras, en un tono exquisitamente condescendiente—: Caballero, me alegra mucho satisfacer el deseo que me pidió por mediación del coronel Geraldine. Le ruego que recuerde que estaré encantado de servirlo en cualquier otra cosa de mayor importancia en el futuro —luego le hizo algunas preguntas sobre la situación política en Estados Unidos, a las que Silas respondió con sensatez y comedimiento—. Usted aún es joven —dijo el príncipe—, pero veo que es muy serio para sus años. Tal vez dedique demasiado su atención a estudios de solemne naturaleza aunque, por otro lado, también es posible que esté mostrándome indiscreto al preguntarle por algún asunto que le resulte doloroso.
—Desde luego no me faltan motivos para tenerme por el más desdichado de los hombres —dijo Silas—. Nunca se ha abusado tanto de un inocente.
—No le pediré que me haga confidencias —replicó el príncipe Florizel—, pero tenga presente que una recomendación del coronel Geraldine es un salvoconducto infalible y que no sólo estoy dispuesto a ayudarlo, sino que probablemente se encuentra más en mi mano hacerlo que en la de muchos otros.
A Silas le encantó la amabilidad de aquel importante personaje. No obstante, pronto volvieron a embargarlo sus lúgubres preocupaciones, pues ni siquiera la protección brindada por un príncipe a un republicano puede librar de sus inquietudes a un espíritu angustiado.
El tren llegó a Charing Cross, donde los oficiales de aduanas respetaron el equipaje del príncipe del modo habitual. Los esperaban unos elegantísimos carruajes que condujeron a Silas, con todos los demás, a la residencia de Florizel. Una vez ahí, el coronel Geraldine fue