Nuevas noches árabes. Robert Louis Stevenson

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y, pese a que confío en su valor y en su determinación, lo mejor será aprovechar mi conocimiento del mundo en beneficio mutuo. ¿Dónde vive usted?

      Él le explicó que se alojaba en un hotel y le dio el nombre de la calle y el número.

      La mujer pareció reflexionar unos minutos con cierto esfuerzo.

      —Comprendo —dijo por fin—. Será usted fiel y obediente, ¿verdad? —Silas se apresuró a persuadirla de su fidelidad—. Mañana por la noche, entonces —prosiguió ella con una sonrisa prometedora—. Quédese en casa toda la tarde y, si lo visita algún amigo, deshágase de él enseguida con el primer pretexto que se le ocurra. Las puertas deben de cerrarse a las diez, ¿no? —preguntó.

      —A las once —respondió Silas.

      —A las once y cuarto salga del edificio —prosiguió la dama—. Limítese a pedir que le abran la puerta y no entable conversación con el portero, porque eso echaría todo a perder. Vaya directo a la esquina de los jardines de Luxemburgo con el bulevar; yo estaré esperándolo. Confío en que seguirá mis instrucciones al pie de la letra. Y recuerde: si me desobedece en cualquier cosa, le ocasionará muchas complicaciones a una mujer cuyo único delito es haberlo visto y amado.

      —No sé a qué vienen estas instrucciones —dijo Silas.

      —Me parece que empieza a tratarme como si fuera mi dueño —exclamó ella, mientras le daba unos golpecitos en el brazo con el abanico—. ¡Paciencia, paciencia! Ya habrá tiempo para eso. A las mujeres nos gusta que nos obedezcan al principio, aunque luego disfrutemos obedeciendo. Haga lo que digo, por el amor de Dios, o no respondo de nada. De hecho, ahora que lo pienso —añadió, con el aire de quien acaba de reparar en una dificultad—, se me ocurre un plan para alejar a los entrometidos. Pídale al portero que no deje pasar a nadie, salvo a una persona que tal vez acuda esa noche a cobrar una deuda, y hágalo con cierta vehemencia, como si lo asustara la entrevista, para que se tome en serio sus palabras.

      —Crea usted que sé cómo protegerme de los intrusos —dijo él, un tanto ofendido.

      —Prefiero arreglarlo a mi manera —respondió ella con frialdad—. Conozco a los hombres: no valoran en nada la reputación de una mujer —Silas se ruborizó y agachó un poco la cabeza, pues el plan que tenía en perspectiva incluía pavonearse un poco con los amigos—. Por encima de todo —añadió ella—, no hable con el portero al salir.

      —¿Y por qué? —preguntó él—. De todas sus indicaciones, me parece la menos importante.

      —Al principio usted también cuestionó la conveniencia de las otras y ahora sabe que son imprescindibles —replicó ella—. Créame, con el tiempo comprenderá su utilidad. ¿Y qué voy a pensar del afecto que siente por mí si desde la primera cita me niega usted esas naderías? —Silas se deshizo en disculpas y explicaciones, hasta que ella miró el reloj, juntó las manos y contuvo un grito de sorpresa—. ¡Cielos! —exclamó—. ¿Tan tarde se hizo? No tengo un instante que perder. ¡Ay, pobres de nosotras! ¡Qué esclavas somos las mujeres! ¡Qué riesgos no habré corrido ya por usted!

      Y, tras repetirle sus instrucciones, que combinó con habilidad entre arrumacos y miradas lánguidas, le dijo adiós y se perdió entre la multitud.

      Silas pasó el día siguiente imbuido de su propia importancia: ahora estaba seguro de que se trataba de una condesa. Cuando se hizo de noche, obedeció con minucia sus instrucciones, y a la hora acordada se presentó en la esquina de los jardines de Luxemburgo. Ahí no había nadie. Esperó casi media hora, mirando a la cara a cuantos pasaban o merodeaban por ahí; incluso se paseó por las otras esquinas del bulevar y dio una vuelta completa a la verja del jardín, mas no encontró a ninguna hermosa condesa dispuesta a arrojarse en sus brazos. Por fin, muy de mala gana, empezó a desandar sus pasos hacia el hotel. De camino recordó las palabras que había oído intercambiar a madame Zéphyrine y el joven rubio, y experimentó una vaga sensación de intranquilidad.

      “Al parecer todo el mundo debe contarle mentiras al portero”, pensó.

      Tocó el timbre, la puerta se abrió y salió el portero en ropa de cama para llevarle una lámpara.

      —¿Se fue ya? —inquirió éste.

      —¿Qué? ¿A quién se refiere? —preguntó Silas con cierta sequedad, pues andaba irritado por la decepción.

      —No lo he visto salir —prosiguió el portero—, pero espero que usted le haya pagado. En esta casa no queremos huéspedes que no cubren sus deudas.

      —¿A quién demonios se refiere? —preguntó Silas con brusquedad—. No entiendo ni una palabra de este galimatías.

      —Pues al joven bajito y rubio que vino a cobrar su deuda —replicó el otro—. ¿A quién me referiría si no? Usted mismo me pidió que no dejara pasar a nadie más.

      —Pero, hombre de Dios, no irá a decirme que vino —respondió Silas.

      —Yo sólo creo en lo que veo —repuso el portero, y contuvo la risa con un gesto burlón.

      —¡Es usted un granuja insolente! —gritó Silas, que, muy alarmado, se volvió y echó a correr escaleras arriba con la sensación de haber hecho una ridícula exhibición de mal genio.

      —Entonces, ¿no necesita la lámpara? —gritó el portero.

      Silas aceleró el paso y no paró hasta llegar al séptimo piso y plantarse frente a la puerta de su cuarto. Ahí se detuvo un momento a recobrar el aliento, asaltado por los más negros presentimientos e incluso temeroso de entrar en la habitación.

      Cuando por fin lo hizo, lo alivió encontrarla a oscuras y, en apariencia, vacía. Soltó un profundo suspiro. Otra vez se hallaba a salvo en casa, y ésa sería no sólo su primera, sino también su última locura. Los cerillos estaban en una mesita junto a la cama y anduvo a tientas en esa dirección. Al hacerlo se renovaron sus aprensiones y, cuando su pie topó con un obstáculo, lo alegró mucho comprobar que se trataba de algo tan poco alarmante como una silla. Por fin tocó unas cortinas. Dada la ubicación de la ventana, que era apenas visible, supo que debía de estar al pie de la cama y que no necesitaba más que rodearla para llegar a la citada mesita.

      Bajó la mano, pero lo que tocó no fue una simple colcha, sino una que tenía debajo algo parecido al contorno de una pierna humana. Silas apartó el brazo y se quedó un momento como petrificado.

      “¿Qué… qué será esto?”, pensó.

      Escuchó con atención, aunque no oyó a nadie respirar. Una vez más, con gran esfuerzo, alargó los dedos en dirección a lo que había tocado antes. Esta vez retrocedió un metro de un salto y se quedó ahí, estremecido de terror. Había algo en su cama. No sabía qué, pero había algo.

      Pasaron unos segundos antes de que lograra volver a moverse. Después, guiado por su instinto, fue directo a los cerillos y, de espaldas a la cama, encendió una vela. En cuanto prendió la llama se volvió despacio y buscó con la mirada lo que tanto lo asustaba ver. Y, en efecto, sus peores temores se hicieron realidad. La colcha estaba extendida con cuidado sobre la almohada, pero moldeaba el contorno de un cuerpo que yacía inmóvil. Y cuando se adelantó y apartó las sábanas, encontró al joven a quien había visto en el salón de baile Bullier la noche anterior: tenía los ojos abiertos y sin expresión, el rostro hinchado y amoratado, y un fino reguero de sangre le brotaba de la nariz.

      Silas emitió un

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