Nuevas noches árabes. Robert Louis Stevenson

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coronel Geraldine asintió con una reverencia, pero cuando llamó al joven de los pasteles de crema y le dio sus instrucciones al mesero, estaba pálido como la cera. El príncipe conservó su expresión imperturbable y le describió al joven suicida una comedia del Palais Royal con mucho sentido del humor y entusiasmo. Evitó con discreción las miradas implorantes del coronel y escogió otro puro con mayor atención de la habitual. De hecho era el único del grupo que seguía dominando sus nervios.

      Pagaron la cuenta, el príncipe le entregó el cambio al atónito mesero y los tres partieron en un coche de caballos. Poco después, el vehículo se detuvo a la entrada de un patio oscuro y todos se apearon.

      Cuando Geraldine pagó el servicio, el joven se volvió y se dirigió al príncipe Florizel con estas palabras:

      —Aún está a tiempo, señor Godall, de resignarse a la servidumbre. Y usted también, comandante Hammersmith. Piénsenlo bien y, si sus corazones les dicen lo contrario, están en plena encrucijada.

      —Adelante, señor —dijo el príncipe—. No soy de los que se retractan de lo que han dicho.

      —Su sangre fría me tranquiliza —replicó el guía—. Nunca he visto a nadie tan imperturbable en esta coyuntura, y eso que no es el primero al que acompaño hasta esta puerta. Más de uno de mis amigos me ha precedido a donde sé que no tardaré en ir, mas no creo que eso le interese. Espéreme aquí un instante: volveré en cuanto resuelva los preliminares de su admisión.

      Dicho y hecho, el joven hizo un ademán de despedida, entró por un portal y desapareció.

      —De todas nuestras locuras —dijo el coronel Geraldine en voz baja—, ésta es la más descabellada y peligrosa.

      —Estoy totalmente de acuerdo —respondió el príncipe.

      —Todavía estaremos un rato a solas —prosiguió el coronel—. Permita su alteza que le suplique aprovechar la oportunidad para retirarnos. Las consecuencias de este paso son tan siniestras, y pueden resultar tan graves, que me siento justificado a llevar un poco más allá de lo normal las libertades que su alteza tiene la amabilidad de concederme en privado.

      —¿Debo entender que el coronel Geraldine siente miedo? —preguntó su alteza, quitándose el puro de entre los labios y mirando con agudeza el rostro del otro.

      —Mi temor, desde luego, no es personal —replicó el coronel con orgullo—; de eso su alteza puede estar seguro.

      —Ya lo imaginaba —respondió el príncipe con imperturbable buen humor—, aunque me resistía a recordarle nuestra diferencia de rangos. Basta, basta —añadió, al advertir que Geraldine se disponía a disculparse—, queda usted perdonado —y siguió fumando tan tranquilo, apoyado contra una verja, hasta que volvió el joven—. Y bien —preguntó—, ¿ya resolvió lo de nuestra admisión?

      —Síganme —respondió—. El presidente los recibirá en su oficina. Permítanme aconsejarles que sean francos en sus respuestas. Respondo por ustedes, pero el club requiere un interrogatorio minucioso antes de la admisión, pues la indiscreción de uno solo de sus socios conduciría a la disolución de la sociedad para siempre.

      El príncipe y Geraldine cruzaron deprisa unas palabras. “No vaya a desmentirme en esto”, dijo uno. “Corrobore usted aquello”, dijo el otro. Y, adoptando con valentía la actitud de los personajes que tan bien conocían, se pusieron de acuerdo en un abrir y cerrar de ojos y se prepararon para seguir a su guía hasta la oficina del presidente.

      No tuvieron que sortear ningún obstáculo formidable. La puerta de la calle estaba abierta; la puerta de la oficina, de par en par, y ahí, en un cuartito muy pequeño de techo alto, el joven volvió a dejarlos solos.

      —No tardará en venir —dijo con una inclinación de cabeza y se marchó.

      En la oficina se oían voces al otro lado de la puerta plegable que cerraba la habitación por un lado; de vez en cuando, el ruido del tapón de una botella de champaña, seguido de unas carcajadas, interrumpía el sonido de la conversación. Una única ventana muy alta daba al río y al embarcadero; por la disposición de las luces, calcularon que no debían de estar muy lejos de la estación de Charing Cross. El mobiliario era escaso, las alfombras estaban tan usadas que se veían los hilos y no había más que una campanilla en el centro de una mesa redonda y varios abrigos y sombreros colgados de percheros en las paredes.

      —¿Qué clase de antro es éste? —preguntó Geraldine.

      —Eso es lo que vinimos a averiguar —replicó el príncipe—. Si tienen diablos sueltos por aquí, la cosa podría ponerse entretenida.

      En ese momento, la puerta plegable se abrió justo lo necesario para dejar pasar a una persona, y por ella se colaron al mismo tiempo el temible presidente del Club de los Suicidas y el ruidoso zumbido de la conversación. El presidente rondaba los cincuenta años y era un hombre corpulento de paso vacilante, patillas pobladas, cabeza casi calva y ojos grises y turbios, que de vez en cuando emitían un leve destello. Llevaba un enorme puro en la boca, que hizo girar a uno y otro lado mientras inspeccionaba con sagacidad y frialdad a los desconocidos. Iba vestido de tweed claro, con el cuello de la camisa a rayas muy abierto, y llevaba un libro diminuto bajo el brazo.

      —Buenas noches —dijo, tras cerrar la puerta a su espalda—. Tengo entendido que ustedes deseaban hablar conmigo.

      —Nos gustaría, señor, ingresar en el Club de los Suicidas —replicó el coronel.

      El presidente hizo girar el puro en la boca.

      —¿Y eso qué es? —preguntó con brusquedad.

      —Discúlpenos —replicó el coronel—, pero creo que es usted la persona más indicada para informarnos al respecto.

      —¿Yo? —gritó el presidente—. ¿Un Club de los Suicidas? ¡Vamos, vamos! Será una broma. Puedo disculpar a quienes se exceden un poco con el alcohol, pero esto se pasa de la raya.

      —Llame a su club como quiera —dijo el coronel—, aunque detrás de esas puertas se celebra una reunión e insistimos en participar en ella.

      —Señor —le respondió el presidente con sequedad—, usted se confundió. Ésta es una casa particular y tendrá que irse enseguida.

      El príncipe se había quedado tan tranquilo en su asiento durante aquella breve conversación, aunque ahora, cuando el coronel lo miró como diciendo: “Acepte lo que le dice y vayámonos, ¡por el amor de Dios!”, se sacó el puro de la boca y habló así:

      —Vine invitado por un amigo suyo. Sin duda debió informarlo de mis intenciones al entrometerme en sus asuntos. Permita que le recuerde que una persona en mis circunstancias tiene pocas ataduras y no es probable que tolere groserías. Por lo común soy un hombre muy pacífico. No obstante, señor mío, o me deja participar en lo que usted ya sabe o se arrepentirá con amargura de haberme dejado entrar en su oficina.

      El presidente soltó una carcajada.

      —Así se habla —dijo—. Es usted todo un hombre. Sabe cómo convencerme y hará lo que quiera de mí. ¿Le importaría —continuó, dirigiéndose a Geraldine— dejarnos solos unos minutos? Debo atender primero a su compañero y algunas de las formalidades del club deben tratarse en privado.

      Con esas palabras abrió la puerta de un pequeño gabinete, donde encerró al coronel.

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