Nuevas noches árabes. Robert Louis Stevenson
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—Usted me ha conmovido —dijo el príncipe—, y nada me gustaría más que librarlo de su dilema, pero con una condición: mi amigo y yo nos comeremos sus pasteles, por los que ninguno de los dos sentimos especial predilección, si nos compensa acompañándonos a cenar.
El joven pareció reflexionar.
—Todavía me quedan varias docenas —dijo por fin—, así que tendré que visitar varios bares más antes de concluir con mi cometido. Tardaré algún tiempo, y si tienen ustedes hambre…
El príncipe lo interrumpió con un gesto educado.
—Mi amigo y yo lo acompañaremos —dijo—, pues estamos muy intrigados por su agradable manera de pasar la tarde. Y ahora que establecimos los preliminares del acuerdo, permítame firmar el tratado por las dos partes —y se comió el pastel con la mayor elegancia imaginable—. Está delicioso —dijo.
—Veo que usted es un sibarita —replicó el joven.
El coronel Geraldine también hizo los honores al pastel y, después de que el resto de los presentes rechazó o aceptó sus manjares, el joven de los pasteles de crema emprendió la marcha hacia otro establecimiento parecido. Los dos conserjes, que parecían haberse acostumbrado a su absurdo empleo, lo siguieron, y el príncipe y el coronel cerraron la retaguardia, tomados del brazo y sonriéndose mientras caminaban. En aquella formación, el grupo visitó otras dos tabernas, donde se representaron escenas de similar naturaleza a las ya descritas: unos rechazaron y otros aceptaron aquella hospitalidad vagabunda, y el joven se comió los pasteles rechazados.
A la salida del tercer bar, el joven hizo un recuento de las provisiones. Sólo quedaban nueve: tres en una bandeja y seis en la otra.
—Caballeros —dijo, dirigiéndose a sus dos nuevos seguidores—, no quisiera retrasar su cena. Estoy convencido de que deben estar hambrientos. Creo que les debo una consideración especial. Y en este gran día para mí, en que pongo fin a una carrera de insensateces con uno de mis mayores desvaríos, quiero portarme con decencia con quienes me han apoyado. Caballeros, no tendrán que esperar más. Aunque mi constitución se resiente por los excesos cometidos, acabaré, aun a riesgo de mi vida, con la espera —y con esas palabras engulló los nueve pasteles restantes y se los tragó de un solo bocado; luego se volvió hacia los conserjes y les entregó un par de soberanos—. Les agradezco su paciencia extraordinaria —agregó.
Y despidió a cada uno con una reverencia. Se quedó mirando unos segundos el monedero del que había sacado el dinero para pagarles a sus ayudantes; luego, con una carcajada, lo tiró a la mitad de la calle y anunció que estaba listo para ir a cenar.
En un pequeño restaurante francés del Soho, que había disfrutado durante un tiempo de una reputación inmerecida y empezaba a caer en el olvido, y en un reservado del piso de arriba, los tres compañeros dieron cuenta de una cena muy refinada y se bebieron tres o cuatro botellas de champaña, mientras conversaban acerca de asuntos sin importancia. El joven era alegre y locuaz, aunque se reía de un modo más ruidoso de lo natural en una persona bien educada; sus manos temblaban con violencia y su voz adoptaba inflexiones súbitas y sorprendentes que parecían independientes de su voluntad. Cuando retiraron el postre y encendieron los puros, el príncipe se dirigió a él con estas palabras:
—Estoy seguro de que disculpará mi curiosidad. Lo que llevo visto de usted me ha complacido mucho, pero me ha extrañado aún más. Y, aunque me resisto a ser indiscreto, debo decirle que a mi amigo y a mí se nos puede confiar cualquier secreto. Tenemos muchos propios, que siempre acaban por llegar a oídos indiscretos. Y si, como supongo, su historia es un tanto absurda, no es preciso que se ande con delicadezas con nosotros, que somos dos de los hombres más absurdos de Inglaterra. Yo soy Godall, Theophilus Godall, y mi amigo es el comandante Alfred Hammersmith, o al menos así le gusta llamarse. Nos pasamos la vida buscando aventuras excéntricas, y no hay extravagancia alguna que no sepamos comprender.
—Usted me resulta simpático —replicó el joven—. Me inspira una confianza natural, y no tengo nada que objetar respecto a su amigo el comandante, a quien supongo un noble disfrazado. Desde luego, estoy seguro de que no es militar —el coronel sonrió ante aquel elogio a la perfección de su arte y el joven prosiguió cada vez más animado—: Hay muchas razones por las que no debería contarles mi historia. Tal vez por eso mismo vaya a hacerlo. Parecen tan dispuestos a oír un relato descabellado que me siento incapaz de decepcionarlos. A pesar de su ejemplo, callaré mi nombre. Mi edad tampoco resulta esencial para la narración. Soy descendiente directo de mis antepasados y de ellos heredé el aceptable departamento donde vivo todavía y una fortuna de trescientas libras al año. Imagino que también me legaron un temperamento un tanto alocado, que siempre me ha gustado fomentar. Sé tocar el violín lo bastante bien para ganarme la vida en la orquesta de un teatrillo, aunque no del todo. Lo mismo puede decirse de la flauta y el corno francés. Aprendí a jugar lo suficiente al whist para perder unas cien libras al año en ese juego tan científico. Mis conocimientos de francés me bastaron para malgastar el dinero en París casi con la misma facilidad que en Londres. Soy, en suma, una persona de numerosos logros viriles. He vivido cualquier clase de aventuras, incluyendo un duelo por una insignificancia. Hace apenas dos meses conocí a una joven que, por sus dotes morales y físicas, se ajustaba a la perfección a mis gustos; sentí que se me derretía el corazón y comprendí que por fin había encontrado mi destino y estaba a punto de enamorarme. Pero cuando calculé el capital que me quedaba, ¡comprobé que ascendía a poco menos de cuatrocientas libras! Déjenme preguntarles: ¿puede un hombre que se respete a sí mismo enamorarse con sólo cuatrocientas libras en el banco? Decidí que era obvio que no. Me dediqué a esquivar a mi amada y, al incrementar un poco mis gastos habituales, esta mañana llegué a mis últimas ochenta libras. Dividí esa suma en dos partes iguales: cuarenta las reservé para un propósito concreto; las otras cuarenta decidí gastarlas antes de la noche. He pasado un día muy entretenido y disfrutado de muchas bromas, aparte de la de los pasteles de crema, que me llevó a conocerlos a ustedes, pues, como les dije, estaba decidido a poner un fin absurdo a una vida no menos disparatada, y, cuando me vieron tirar el monedero al arroyo, fue porque había gastado las cuarenta libras. Ahora me conocen tan bien como yo: soy un loco coherente con su locura y, espero que me crean, no un llorón ni un cobarde.
Por el tono de la declaración del joven, resultaba obvio que tenía una triste y amarga opinión de sí mismo, lo cual hizo pensar a sus interlocutores que aquel amorío le había tocado más hondo de lo que estaba dispuesto a reconocer y que había tomado una decisión sobre su vida. La farsa de los pasteles de crema empezaba a cobrar tintes de tragedia disimulada.
—¡Caramba! ¿No les parece raro que los tres nos hayamos conocido por mera coincidencia en un lugar tan inmenso como Londres, cuando estamos pasando por circunstancias tan parecidas? —intervino Geraldine, mirando de reojo al príncipe Florizel.
—¿Cómo? —exclamó el joven—. ¿También ustedes están desesperados? ¿Es esta cena una locura como la de mis pasteles de crema? ¿Reunió el diablo a tres de los suyos para que compartan una última juerga?
—Créame que el diablo a veces hace cosas muy caballerescas —replicó el príncipe Florizel—. Estoy tan conmovido por la coincidencia que, aunque nuestro caso no sea justo el mismo, pienso poner fin a la diferencia. Que su heroico modo de despachar los últimos pasteles de crema me sirva de ejemplo —dicho y hecho, el príncipe echó mano a su cartera y sacó un pequeño fajo de billetes—. Como ve, usted me lleva una semana de ventaja, pero mi intención es darle alcance y cruzar a la par la línea de meta —prosiguió—. Con esto —afirmó, mientras