Nuevas noches árabes. Robert Louis Stevenson

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      —¡Desdichado —gritó—, no debió quemarlos todos! Debió guardar cuarenta libras.

      —¡Cuarenta libras! —repitió el príncipe—. En el nombre del cielo, ¿y por qué cuarenta libras?

      —¿Y por qué no ochenta? —gritó el coronel—. Me consta que debía de haber al menos cien en el fajo.

      —Nada más le habrían hecho falta cuarenta —dijo el joven con aire lúgubre—. Sin ellas no lo admitirán. La norma es estricta. Cuarenta libras por cabeza. ¡Qué triste vida ésta en la que hasta para morir hace falta dinero!

      El príncipe y el coronel intercambiaron una mirada.

      —Explíquese —dijo el último—. Todavía tengo la cartera razonablemente bien provista, y no necesito decirle con cuánto gusto compartiría mi dinero con Godall, pero antes necesito saber con qué propósito: usted debe explicarnos a qué se refiere.

      El joven pareció despertarse, los miró con inquietud y se ruborizó profundamente.

      —¿No me estarán tomando el pelo? —preguntó—. ¿De verdad se encuentran desesperados como yo?

      —Por mi parte, desde luego que lo estoy —replicó el coronel.

      —Y por la mía —dijo el príncipe—, ya se lo demostré. ¿Quién, si no estuviera desesperado, arrojaría al fuego su dinero? La acción habla por sí misma.

      —Alguien que estuviera desesperado, sí —repuso el otro, suspicaz—, o un millonario.

      —Basta, señor —dijo el príncipe—. Ya me oyó, y no estoy acostumbrado a que se ponga en duda mi palabra.

      —¿Desesperados? —preguntó el joven—. ¿De verdad están tan desesperados como yo? ¿Han llegado ustedes, después de una vida de excesos, a un punto en el que sólo pueden permitirse un exceso más? —fue bajando la voz a medida que hablaba—. ¿Se permitirán ese último exceso? ¿Evitarán las consecuencias de sus desvaríos mediante el único camino fácil e infalible? ¿Les darán esquinazo a los alguaciles de su conciencia por la única puerta abierta? —de pronto se interrumpió y trató de reírse—. ¡A su salud! —exclamó, vaciando la copa—. Y que tengan muy buenas noches, mis alegres desesperados.

      El coronel Geraldine lo tomó del brazo justo cuando se disponía a levantarse.

      —Usted no se fía de nosotros —dijo—, y hace mal. A todas sus preguntas respondo de manera afirmativa. Sin embargo, no soy tan tímido ni me importa llamar a las cosas por su nombre. Tanto nosotros como usted nos sentimos hartos de vivir y decididos a morir. Tarde o temprano, solos o en compañía, tenemos la intención de ir al encuentro con la muerte y desafiarla ahí donde esté. Ya que lo conocimos y que su caso parece más apremiante, que sea esta noche, y cuanto antes, y si le parece bien, los tres juntos. ¡Un trío tan pobre —exclamó— debería entrar hombro con hombro en los salones de Plutón e infundirse ánimos entre las sombras!

      Geraldine había dado justo con la actitud y la entonación apropiadas para el papel que interpretaba. El príncipe mismo se extrañó y miró a su amigo con aire perplejo. En cuanto al joven, el rubor volvió sombrío a sus mejillas y en sus ojos brilló una chispa de luz.

      —¡Ustedes son los hombres que necesito! —gritó con una alegría que llevaba algo de terrible—. ¡Sellemos el trato con un apretón de manos! —tenía la mano fría y húmeda—. ¡No imaginan en compañía de quién emprenderán la marcha! Poco sospechan la suerte que tuvieron de compartir conmigo mis pasteles de crema. No soy más que una unidad, aunque una unidad en un ejército. Conozco la puerta secreta de la muerte. Soy uno de sus íntimos y puedo conducirlos a la eternidad sin ceremonias ni escándalos.

      Ambos lo apremiaron a explicarse.

      —¿Pueden reunir ochenta libras entre ambos? —preguntó.

      Geraldine revisó su cartera en actitud teatral y respondió que sí.

      —¡Seres afortunados! —gritó el joven—. Cuarenta libras es la cuota de admisión al Club de los Suicidas.

      —El Club de los Suicidas —repitió el príncipe—. ¡Caramba! ¿Y qué demonios es eso?

      —Escuchen —dijo el joven—. Vivimos en la era de los adelantos y debo hablarles de su último refinamiento. Tenemos intereses en distintos sitios, y por eso se inventaron los ferrocarriles. Los ferrocarriles nos separaban en forma inevitable de nuestros amigos, y por eso el telégrafo permitió comunicarnos a grandes distancias. Incluso en los hoteles contamos con elevadores para ahorrarnos una subida de apenas unos cientos de escalones. Pues bien, nosotros sabemos que la vida no es más que un escenario donde hacer payasadas mientras el papel nos divierta. A la comodidad moderna todavía le faltaba un adelanto: un modo fácil y digno de salir del escenario, una escalera trasera hacia la libertad o, como dije hace un instante, la puerta secreta de la muerte. Eso, mis dos compañeros de rebeldía, es lo que proporciona el Club de los Suicidas. No vayan a pensar que ustedes o yo somos únicos, o siquiera excepcionales, en compartir el muy razonable deseo que nos inspira. A muchos de nuestros compatriotas, asqueados de participar en esa representación que deben llevar a cabo a lo largo de una vida, sólo una o dos consideraciones los separan de la huida. Unos tienen familias que sufrirían y a las que tal vez culparían si el asunto llegara a hacerse público; otros son débiles y temen las circunstancias de la muerte. Tal es, hasta cierto punto, mi propia experiencia. Soy incapaz de apuntarme a la cabeza con una pistola y apretar el gatillo; hay algo más fuerte que yo que me lo impide: por mucho que aborrezca la vida, me faltan fuerzas para asirme a la muerte y acabar con todo. Para aquellos como yo y para quienes deseen poner fin a sus problemas sin escándalo póstumo se fundó el Club de los Suicidas. Ignoro cómo se gestiona, cuál es su historia o cuáles sean sus ramificaciones en otros países. Y lo que sé de sus estatutos no puedo comunicarlo. No obstante esas limitaciones, estoy a su servicio. Si de verdad se sienten cansados de vivir, los llevaré esta noche a una reunión; y, si no esta noche, al menos a lo largo de esta semana se les librará en forma sencilla del peso de su existencia. Ahora son las once —dijo consultando su reloj—; a las once y media, cuando muy tarde, debemos salir de aquí, de modo que tienen media hora por delante para considerar mi propuesta. Es algo más serio que un pastel de crema —añadió con una sonrisa—, y sospecho que más sabroso.

      —Desde luego que es más serio —respondió el coronel Geraldine—, y puesto que lo es, ¿me permitirá que hable cinco minutos en privado con mi amigo, el señor Godall?

      —Nada más justo —respondió el joven—. Me retiraré, si me lo permiten.

      —Le quedaré muy agradecido —dijo el coronel.

      En cuanto se quedaron solos, el príncipe Florizel dijo:

      —¿A qué vienen tantos conciliábulos, Geraldine? Parece muy agitado; en cambio, yo tomé mi decisión sin inmutarme. Quiero ver en qué termina esto.

      —Alteza —dijo el coronel, pálido—, permita que le pida considerar la importancia de su vida no sólo para sus amigos, sino también para el interés público. “Si no esta noche”, dijo ese loco; suponiendo que esta noche le aconteciera a su alteza algún desastre irreparable, ¿cuáles no serían mi desesperación y la preocupación y el desastre para tan gran nación?

      —Quiero ver en qué termina esto —repitió el príncipe con voz decidida—. Tenga la bondad, coronel Geraldine, de recordar y respetar su palabra de honor de caballero. En

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