La niñez mapuche. Andrea Szulc

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La niñez mapuche - Andrea Szulc

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del pasado –vinculado a la École des Annales–4 que posibilitó la demarcación de nuevos objetos de conocimiento, pues “aquello que antes se consideraba inmutable se ve ahora como una «construcción cultural» sometida a variaciones en el tiempo y el espacio” (Burke, 1996: 14).

      La concepción de la niñez como etapa discreta se sitúa en la Europa del siglo XVIII. En un influyente estudio de 1960, Philippe Ariès (1962) la caracterizó como un producto occidental de la modernidad, afirmando que hasta la Edad Media inclusive los niños no eran colectivamente percibidos como esencialmente diferentes de otras personas, sino más bien como adultos en miniatura. Con posterioridad al siglo XVII, a medida que se conformaba el modelo de familia burguesa, comenzó a extenderse la práctica de “mimar” a los niños junto con nociones sobre la inocencia y la vulnerabilidad infantil, y un progresivo interés por su formación moral y su desarrollo. En ese contexto histórico particular se construye socialmente la niñez como un estatus social específico, objeto de programas de cuidado, educación y asistencia. El estatus de niño fue delimitado por fronteras discursivas progresivamente cristalizadas en instituciones como familias nucleares, nurseries, escuelas, clínicas y otras agencias dedicadas específicamente a procesar al niño como entidad uniforme (Jenks, 1996). En el siglo XIX, la aún hoy creciente preocupación por la higiene y la salud infantiles dio lugar a la institucionalización de nuevas especializaciones médicas, la pediatría y, más adelante, la puericultura (Colangelo, 2004); proceso de institucionalización de la niñez que se dio a su vez en América Latina a partir de fines del siglo XIX con la incorporación de la región al devenir de la modernidad mundial (Carli, 2002).

      La niñez en transformación

      El carácter histórico de la niñez implica que las experiencias y las representaciones sociales acerca de la primera etapa de vida han estado y estarán sujetas al cambio histórico, transformándose ante nuestros ojos.

      La niñez en la Argentina, no obstante, mantiene vigencia y ha ganado creciente visibilidad (Carli, 2006) como categoría social, como campo de intervención y como experiencia, aunque constituida diversa y desigualmente.

      La niñez como fenómeno social y relacional

      La heterogeneidad de experiencias y representaciones en torno a “ser niño” en diversos marcos históricos y socioculturales evidencia que la niñez no es un fenómeno individual sino social. Como tal, no puede aislarse de otras variables como clase, género y etnicidad. Tampoco podemos indagar acerca de los niños sin tener en cuenta a los adultos y las instituciones que condicionan evidentemente su cotidianidad y sus perspectivas. Esto parecen olvidar algunas investigaciones recientes, centradas en el concepto de “culturas infantiles”. Este concepto –que replica de algún modo el interés despertado a partir de los años 70 en las culturas juveniles, ganando día a día mayor aceptación, particularmente en el mundo anglosajón– deriva de la idea de que los niños habitan un mundo con significados sociales distintivos (Caputo, 1995), y constituyen una “ontología” por derecho propio (Jenks, 1996). Charlotte Hardman (1973) ha sido una de sus precursoras, al defender la existencia de una dimensión exclusiva del niño a pesar de las superposiciones con el mundo adulto, para la cual propuso crear un campo teórico específico.

      A pesar de valorar que se visibilice la agencia social de los niños y su capacidad de producción cultural, advierto en ese tipo de trabajos un problemático uso de la noción de cultura, que tal vez inadvertidamente replica el componente aislacionista de la noción clásica, ligada al colonialismo, que apunta a delimitar unidades discretas, internamente coherentes, cerradas y aisladas unas de otras (Wright, 1998). En esos términos, la idea de una cultura infantil constituye una nueva esencialización que oscurece el carácter relacional de la dimensión sociocultural, y en particular la inserción de las prácticas y las representaciones infantiles en relaciones de poder intergeneracionales, reproduciendo la noción de sentido común por la cual –en palabras de Philippe Ariès (1962: 38)– “tendemos a separar el mundo de los niños del de los adultos”.

      Por este mismo motivo han sido criticados los “estudios de la mujer” a los cuales en la década del 70 se reducían los estudios de género (De la Cruz, 2002), por autoras como Joan Scott (1996: 271), quienes rechazaron “la utilidad interpretativa de la idea de las esferas separadas”, afirmando que “el estudio de las mujeres por separado perpetúa la ficción de que una esfera, la experiencia de un sexo, tiene poco o nada que ver con la otra”.

      Aislar teóricamente determinado grupo humano, negando su vinculación con otros grupos, es un error, más evidente y forzado aún en el caso de los niños. Al enfocar entonces la agencia de los niños, esta investigación dará cuenta de la inserción de las prácticas y las representaciones infantiles en relaciones de poder intergeneracionales pues, al hablar de niñez, hablamos de relaciones entre niños y adultos, entre niños e instituciones o entre pares (Szulc, 2004a). Por ello, en lugar de “exotizar” a los niños, en esta obra se indaga la pluralidad de instituciones (James, 2007) y discursos sociales que condicionan el espacio social de la niñez mapuche.

      Tal espacio social, en el caso que nos ocupa, se constituye de manera particular, de acuerdo con el entorno específicamente indígena y particularmente mapuche en que se desarrolla. La niñez mapuche se constituye, entonces, en el marco de condiciones de vida y concepciones culturales particulares, que responden, por un lado, al propio acervo sociocultural mapuche, el cual incluiremos en nuestro análisis en los capítulos 3, 5 y 7.

      Por otro lado, dicho acervo no puede ser abordado sin atender al modo en que ha sido y es atravesado por procesos de construcción del Estado-nación (Abrams, 1988; Alonso, 1994). La construcción de la nación, en tanto comunidad imaginada como inherentemente limitada y soberana (Anderson 1993), ha supuesto procesos de comunalización y primordialización que conllevan fuertes apelaciones al sentido de pertenencia de los sujetos (Brow 1990). Junto con interpelaciones homogeneizantes, tanto a nivel nacional como provincial, se han propugnado formas de incorporación de esta población y construcciones de aboriginalidad diversas, entendiendo “aboriginalidad” como proceso y marco de alterización de poblaciones cuya etnicidad queda mayormente ligada a su autoctonía (Beckett, 1988; Briones, 1995, 2004b). En el marco de estos complejos procesos, junto con la nación se van recortando distintos tipos de “otros internos”, grupos excluidos de los atributos definidos como nacionales (Briones, 1995), a la vez que incorporados en términos subordinados política y económicamente. Utilizaremos entonces el concepto de “economía política de la diversidad” para referirnos al modo en que los procesos de explotación económica, incorporación política e ideológica

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