Vacuidad y no-dualidad. Javier García Campayo
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Cuando los seres humanos éramos cazadores-recolectores, la conciencia del yo era mucho menor. En un entorno donde teníamos que cazar y podíamos ser cazados continuamente, aprendimos a sentir y pensar como lo haría una presa, y como lo haría un depredador, para poder sobrevivir. En el Neolítico, el desarrollo de la agricultura hace que se establezcan vallas para defender cultivos y ciudades. Los excedentes generan la riqueza y el dinero, con lo que ese yo va separándose progresivamente del entorno, aislándose.
Pero en las culturas primitivas como Egipto, Mesopotamia o las nativas americanas, esta conexión con el entorno no se perdió del todo. Desde la jerarquía social hasta los hábitos diarios, todo estaba conectado con una creencia religiosa profunda y primitiva por lo que consideraban que el mundo tenía que ser así, que todas sus acciones seguían el orden universal, que las cosas no podían ser de otra manera. De esta forma se sentían conectados con el entorno, con una sensación de pertenencia y de sentido.
La cultura griega, cuna de la civilización occidental, rompe este esquema. Comprenden algo que para nosotros parece demasiado obvio hoy en día, pero que en su tiempo constituyó una revolución. El ser humano no tenía por qué seguir los dictados del orden natural, sino que podía libremente escribir su propia historia y cambiar lo que quisiese del entorno sin seguir ninguna regla. De esta forma surge la democracia y un profundo sentido de libertad y de empoderamiento. Como es lógico, esto dio alas a la sensación de yo, proceso que iría desarrollándose progresivamente hasta alcanzar su culminación en la sociedad moderna actual.
El autoconcepto en las culturas individualistas y colectivistas
Hofstede (1980) fue de los primeros en acuñar este concepto que, posteriormente, se ha desarrollado con Triandis (1989), sobre todo en relación con los aspectos del yo y el autoconcepto influenciados por la cultura. Se definen como sociedades individualistas aquellas que dan más importancia al individuo que al resto del grupo, como el familiar o el social. Por el contrario, las culturas colectivistas dan más relevancia al grupo que al sujeto individual. La cultura occidental se considera la principal representante de las culturas individualistas (Europa, Estados Unidos, Canadá o Australia). Por el contrario, Asia, África y Latinoamérica se consideran culturas colectivistas. Esta clasificación es muy general, y dentro de estos grupos la intensidad del eje colectivismo-individualismo es variable. Por supuesto, ocurre lo mismo dentro de un país, según la procedencia étnica del individuo, y también dentro de su entorno familiar y sus características individuales. La información posterior debe considerarse teniendo en cuenta estas limitaciones.
Por ejemplo, las personas asiáticas, pertenecientes a culturas colectivistas, muestran una menor claridad del autoconcepto; es decir, poseen una idea menos clara y consistente de sí mismas y una peor autoestima. También se describen como menos extrovertidas (Heine y cols., 2001). No obstante, pertenecer a una sociedad colectivista no se asocia, sistemáticamente, a una menor autoestima. En general, se considera que las culturas que enfatizan las normas de obligación producen mayor ansiedad, ya que la amenaza es el castigo por desviarse de las expectativas culturales. Por el contrario, las sociedades individualistas, que valoran los ideales del yo como la autorrealización del individuo, generarían una mayor depresión, ya que la amenaza es la falta de recompensas y la frustración cuando no se alcanzan estos ideales.
En relación con esto, las personas con autoconcepto colectivista, concretamente inmigrantes asiáticos en Estados Unidos, reportan mayor ansiedad social (Matsumoto, 1999). Algunas investigaciones muestran que una fuerte integración social se asocia a trastornos de ansiedad, mientras que una débil integración social se asocia a trastornos depresivos. Además, parece confirmarse que, en las culturas colectivistas, el sentimiento de vergüenza es más importante que el de culpa. Las culturas sociocéntricas, como las asiáticas, africanas y las de América Latina, tienden a describir su yo basándose en las relaciones con los otros y la interdependencia, algo que no ocurre en las sociedades individualistas. En las culturas colectivistas, las personas tienden a describirse en términos sociales y de pertenencia social, las descripciones son más concretas y contextualizadas, haciendo más referencias a otras personas y al contexto espacio-temporal. Por el contrario, el trabajo colectivo y la ausencia de recompensa individualizada serán factores negativos de aprendizaje en las culturas individualistas, pero no en las sociocéntricas. No obstante, siempre hay que recordar que las diferencias reales de autoconcepto no son tan grandes entre los individuos y que la variabilidad responde, mayoritariamente, a normas socioculturales (Gudykunst y cols., 1996).
La fama como búsqueda de la inmortalidad
Algunos autores creen (Loy, 2018) que el pensamiento Ilustrado del siglo XVIII, con la consiguiente disminución en las creencias religiosas, llevó a las élites intelectuales a considerar la fama post mortem como la única forma de inmortalidad posible. De Tocqueville, hacia la década de los años 30 del siglo XIX, cuando visitó Estados Unidos, consideraba que la democracia agravaba aún más esta visión ya que todo el mundo quería ser «el mejor en algo». La importancia de la fama como una especie de vida post mortem es tan importante en estos momentos que solo así se explican fenómenos como El libro Guinnes de los récords.
Desde la perspectiva de la deconstrucción del ego es más de lo mismo, una nueva dualidad. Éxito y fracaso, fama y olvido son los dos extremos de la cuerda. Querer ser famosos implica intentar que otras personas no lo sean, ya que el número de personas que podrán las futuras generaciones «recordar» es limitado. Cuanto más nos aplauden, más conscientes somos de nuestra carencia. Muchas personas cuando se hacen famosas son más conscientes de la irrealidad, de la mentira, del personaje que han creado… y del estrés que supone mantener una ficción. La clave sería darnos cuenta de que todas nuestras acciones buscan satisfacer ese sentido de carencia (Loy, 2018).
Proyectos de carencia individuales y colectivos
El Buda hablo de dukkha que a menudo se traduce como «sufrimiento», pero su significado es mucho más amplio, ya que se definiría mejor como «insatisfacción» o «decepción». Él decía que toda su enseñanza lo único que describía era el sufrimiento y cómo evitarlo. De hecho, las Cuatro Nobles Verdades, su enseñanza primordial, están dedicadas a dukkha. La segunda enseñanza más importante es la doctrina del no-yo. En ninguna tradición contemplativa este fenómeno se describe de una forma tan precisa, tan clara.
Lo que conocemos como yo sería una serie de patrones repetitivos de pensamientos, emociones y conductas, que producen una sensación de realidad, pero que no tiene ninguna consistencia. Ese «vacío» del yo, esa falsedad, es el origen de nuestro sufrimiento continuo. El yo por definición se siente vacío, inseguro, insatisfecho. La sensación de carencia es la otra cara de la moneda, el otro extremo de la sensación de un yo separado del resto del mundo. Muchas personas creen que, si consiguiesen todo lo que desean y si no tuviesen ningún problema, serían felices. Pero no es así, siempre seguiría existiendo esa insatisfacción básica ligada a un yo que «no existe de forma independiente».
Por eso los seres humanos generamos lo que Loy (2018) denomina «proyectos de carencia». Son actividades que demandan toda nuestra atención y nuestro tiempo de forma continuada, procesos que nunca tienen fin ni límite, y que nos secuestran del presente, para mitigar la terrible sensación de insatisfacción que nos embarga. Algunos de los más frecuentes son la necesidad ilimitada de dinero, la búsqueda interminable de fama, o la persecución del amor romántico ideal.
Analicemos cada uno de ellos. Si creemos que el dinero nos dará la felicidad, ¿cuánto es lo que hay que tener? ¿Cuándo sabremos que no hace falta más? Nunca. Hasta los ricos compiten entre ellos por ser los primeros en la lista de Forbes. Si es la fama nuestro proyecto, ¿cuándo