Solo otra noche - Enséñame a amar - Una propuesta tentadora. Fiona Brand

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Solo otra noche - Enséñame a amar - Una propuesta tentadora - Fiona Brand Ómnibus Deseo

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con brusquedad. Sus palabras habían sido un jarro de agua fría.

      –¿Lo haces a propósito?

      –Es que solo intento que aguantes las ganas de besarme de nuevo –estiró el brazo por encima de ella y abrió la puerta–. Nuestro helicóptero nos espera.

      Nada más abrieron la puerta, el viento les golpeó en la cara. Celia agarró su bolso y salió de un salto. Las aspas del helicóptero seguían girando, cortando el aire una y otra vez.

      ¿Quién viajaba en helicóptero aparte de los presidentes y los militares? Al parecer, las estrellas de la música también.

      Malcolm le abrió la puerta.

      –Siéntate delante.

      No sin reticencia, Celia subió al vehículo aéreo. Olía a cuero y a gasolina. Miró hacia el asiento del copiloto. Estaba vacío. Toda esa bravuconería de juventud la había abandonado por completo. La idea de viajar en helicóptero, de ir a Europa… Era demasiado para ella. Se obligó a respirar profundamente y se tragó el pánico que la atenazaba.

      Abrochándose el cinturón, miró a su alrededor, hacia los mandos del aparato, hacia la ventanilla… Se volvió hacia el piloto para preguntarle si podía sentarse detrás, pero el hombre abandonó el helicóptero en ese momento. Le entregó sus cascos a Malcolm, se puso la gorra que este le daba y se dirigió hacia el deportivo.

      Malcolm tomó el sitio del piloto. Se puso los cascos y le entregó los suyos a Celia.

      –Si quieres hablar en privado, aprieta este botón –le dijo.

      Comprobó los mandos para asegurarse de que todo estaba en orden y entonces pidió permiso a la torre de control para despegar.

      –Eh, Malcolm… ¿Vas a pilotar tú esta cosa?

      El helicóptero se elevó.

      Celia reprimió un grito y se agarró del asiento. Las casas se hacían cada vez más pequeñas.

      –Bueno, ya veo que lo estás haciendo. Supongo que tendrás una licencia.

      –Sí, señora.

      –No me digas que Elliot Starc también te enseñó a pilotar esto.

      –No fue Elliot –la miró un instante y le guiñó un ojo–. Fue un instructor privado.

      Celia se relajó un poco.

      –Claro. ¿Cómo no?

      Malcolm apretó el botón del micrófono.

      –No te preocupes, Celia –le dijo mientras pilotaba el helicóptero, surcando el cielo como un ave.

      Ella estaba más pálida que nunca. Era evidente que había dejado atrás a aquella adolescente temeraria y rebelde.

      –Te lo juro. Nos vamos a encontrar con un antiguo amigo mío del colegio en su casa de Florida. Él nos ayudará a salir del país sin armar revuelo y sin necesidad de pasar por el aeropuerto.

      –¿Un amigo del colegio?

      –Sí. Mantengo el contacto con algunos de ellos.

      Eran los chicos de Salvatore, La Hermandad Alfa.

      –¿Amigos íntimos?

      –Sí. Claro. Había dos clases de gente en ese internado, lo que querían ser militares y los que necesitaban un régimen militar.

      –Bueno, tú ya estabas muy motivado y eras disciplinado por aquella época. No te hacía falta eso.

      –Al parecer, sí que me hacía falta. Ir de un bar a otro sin ser mayor de edad, dejar embarazada a mi novia… Yo no diría que era muy disciplinado.

      –Yo también tuve parte en eso.

      –Tuve mucha suerte de terminar allí. Me metieron en cintura.

      –¿Era muy malo el colegio al que te enviaron? –Celia entrelazó las manos sobre su regazo y empezó a retorcerlas–. Me preocupé mucho por ti.

      –No fue tan malo como hubiera sido haber ido a la cárcel. Sé que tuve mucha suerte. Como te he dicho, conseguí la mejor educación, clases de música y mucha disciplina. Y lo mejor de todo… Mi madre ya no tuvo que volver a hacer dobles turnos.

      –Ah. Entonces realmente te quedaste en ese colegio por ella.

      –Siempre has sido capaz de leerme la mente –volvió a revisar los mandos–. Estaba tan enfadado entonces que quería decirle al juez que se fuera al demonio con su “acuerdo”. Yo era inocente y nadie me iba a llamar drogadicto. Pero cuando miré a mi madre supe que tenía que aceptar.

      –Y te fuiste del pueblo.

      –Sí.

      La había abandonado. Esa había sido la parte más dura; abandonarla, sabiendo que llevaba a su hijo en el vientre.

      –Tenía pocas posibilidades de salir de un juicio así con el expediente limpio.

      Ella ya le había dicho que iba a dar al bebé en adopción y no tenía nada que ofrecerle para hacerla cambiar de idea. Se había ido sin más. Nada le ataba a Azalea.

      –Háblame de esos amigos que nos van a ayudar.

      –Troy Donovan nos va a recoger cuando lleguemos.

      –El Robin Hood Racker. Vaya.

      Troy se había metido en el ordenador del Departamento de Defensa cuando era adolescente para destapar un caso de corrupción y había cumplido condena en la escuela militar.

      –Conrad Hughes se reunirá con nosotros después.

      –¿Un magnate de los casinos con contactos de dudosa reputación? ¿Y Elliot Starc, piloto de Fórmula Uno y playboy? –Celia se rio–. No sé si volveré a sentirme tan segura.

      Malcolm le explicó lo que pudo.

      –Sí. Todos acabamos en esa escuela por un motivo y salimos convertidos en hombres mejores. Si te hace sentir mejor, nuestra Hermandad Alfa incluye al doctor Rowan Boothe.

      –¿El médico filántropo que aparece entre los cien hombres más sexy, según la revista People? Se supone que creó una técnica quirúrgica revolucionaria controlada por ordenador…

      –Lo hizo con nuestro colega informático, Troy. ¿Ahora sí te fías de mis amigos? –la miró de reojo y vio un brillo especial en su mirada.

      De repente Malcolm se dio cuenta de que había mordido el anzuelo. Había terminado dándole más información de la que debía compartir.

      ¿Por qué era todo tan misterioso e irresistible?

      Celia se pasó casi todo el viaje intentando encontrar algún fallo en la rutilante vida de Malcolm Douglas. Cuanto más le contaba acerca de su vida tras

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