Pornogramas. Alejandro Jiménez Cid

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un muro ha supuesto un obstáculo infranqueable para quienes bien se aman? Toda la historia de la literatura está salpicada de relatos protagonizados por mujeres que han sido recluidas en casa por sus celosos maridos y que, no obstante, saben siempre encontrar una forma de acceder a la casa del vecino para beneficiárselo. De gran predicamento en las comedias de enredo es el pasadizo secreto, una de las artimañas más manidas usadas por los amantes furtivos para hacer posibles sus encuentros. Filón de situaciones divertidas, ya lo explota Plauto en El soldado fanfarrón (Miles Gloriosus, ca. 200 aec), obra basada a su vez en una comedia griega anterior que no ha llegado hasta nosotros. En la obra, el incauto Pirgopolinices mantiene a su mujer, Filocomasio, encerrada a cal y canto en el gineceo. Ello no es impedimento para que se siga viendo a diario con su amante, hospedado en la casa del vecino: solo tiene que franquear la medianera a través del consabido pasaje oculto. En Las mil y una noches esta historia aparece replicada en el muy lascivo cuento de Qamar az-Zamán y la mujer del joyero.

      Otros enamorados de leyenda, esta vez sin tanta suerte, tuvieron que conformarse con un contacto físico mucho más limitado: a través de una rendija abierta en la pared que los separaba. Es el caso de los amantes desgraciados por antonomasia de la Antigüedad, los babilonios Píramo y Tisbe. En el libro tercero de las Metamorfosis, Ovidio, siempre tan melodramático él, nos cuenta cómo apenas podían sentir el soplo de su aliento a través de una breve grieta: «¿Por qué te interpones en nuestro amor, pared cruel?». Mil seiscientos años después, Shakespeare, en un juego de teatro dentro del teatro, incluye una peculiar representación del mito de Píramo y Tisbe por unos rústicos comediantes aficionados como parte de la trama de El sueño de una noche de verano. En la puesta en escena, el muro tiene tal entidad, como un personaje más de la obra, que es encarnado por un actor, caracterizado con un tosco enlucido de yeso, con parte hablada y todo. Aunque sea en broma, en la obra de Shakespeare se plasma la cruel frustración de los amantes separados por la pared; sus labios, febriles de deseo, no alcanzan a tocarse: «O kiss me through the hole of this vile wall! / I kiss the wall’s hole, not your lips at all». En la variación sobre el tema de Píramo y Tisbe que recoge Boccaccio en el Decamerón, el enamorado se las apaña para ensanchar el agujero en la pared, «y por allí muchas veces se hablaban y se tocaban la mano». ¿Solamente la mano?

      Conservamos testimonios documentales de que algunos homosexuales londinenses del siglo xviii usaban los urinarios públicos (bog houses) de la ciudad como punto de encuentro. En algunos de ellos, habían horadado premeditadamente la pared que separaba las cabinas individuales; el agujero en cuestión tenía un diámetro algo menor que el de un puño y estaba situado a una altura estratégica para hacer posible que, a través de él y totalmente a ciegas, el osado pecador ofreciera su miembro a las manipulaciones del anónimo ocupante del retrete de al lado. Este ingenioso invento se conoce en nuestros días como glory hole. Que yo sepa, el término aparece por primera vez en un panfleto de 1949 que circulaba clandestinamente en el seno de la comunidad gay californiana bajo el engañoso título de The Gay Girl’s Guide. El autor se ocultaba bajo el seudónimo Swasarnt Nerf, que se lee como 69 en francés (soixante-neuf) en chusca transliteración inglesa. El opúsculo, un manojo de cuartillas toscamente mecanografiadas e impresas con ciclostil en tirada muy reducida, contenía un directorio de locales de ambiente en la zona de la bahía de San Francisco y un diccionario de slang del mundillo gay de la época («Gayese-English Dictionary») que no tiene desperdicio. La entrada «glory hole» reza, lacónicamente pero sin dejar lugar a ambigüedades: «agujero del tamaño de un falo en un tabique entre retretes públicos». Así que estos californianos desconocidos, aventureros del homoerotismo al margen de la ley (porque si los pillaba la policía se les podía caer el pelo), al luchar por vivir sus pasiones prohibidas se constituyeron en dignos herederos de la tradición milenaria inaugurada por Píramo y Tisbe: el amor a través de las paredes.

      Los nuevos ricos

      Según los expertos en la vida disoluta, solo se puede decir que una fiesta ha sido buena de verdad cuando al final acaba viniendo la policía. Los libertinos de las novelas de Sade, aficionados a las pasiones criminales, irían más lejos y dirían que en toda orgía que se precie alguien debe acabar muerto. Y si no, que se lo cuenten a Fatty Arbuckle.

      Roscoe «Fatty» Arbuckle (1887-1933) fue una de las primeras encarnaciones del sueño de Hollywood. De extracción humilde, una carrera meteórica en la meca del cine le hizo pasar de ayudante de fontanero a estrella multimillonaria en cuestión de meses. Se convirtió en rey del slapstick, el subgénero de comedia que tradujo al celuloide la vieja tradición anglosajona de los espectáculos de marionetas de Punch y Judy: una sucesión de golpes, caídas y tartas aplastadas en la cara. Con estos recursos, las productoras conquistaron al gran público, cerril y adocenado, siempre dispuesto a hacer mofa de la desgracia ajena y de los risibles otros: los paletos, los maricas y los gordos. ¿Quién mejor que Arbuckle, el simpático gordinflón, para asumir el rol de bufón universal y recibir todos los golpes? Para mayor escarnio, le concedieron el apodo de «Prince of Whales», que encajaba con humor. ¿Cómo no iba a sonreír, si con la tontería se embolsaba un millón de dólares anuales?

      Pues bien, en septiembre de 1921 el alegre gordito montó una juerga en un hotel de San Francisco, sobradamente surtido de alcohol de contrabando (recordad que es la época de la Ley Seca), de joy powder («polvo de la alegría», que es como llamaban aquellos pillines a la cocaína) y de mujeres de vida alegre (la diferencia entre prostituta y aspirante a actriz era particularmente difusa en aquellos tiempos). Virginia Rappe era una de ellas. No se sabe a ciencia cierta qué es lo que pasó allí realmente, pero el caso es que, tras veinticuatro horas de farra, la suite estaba como si hubiera caído un obús. Rappe, con su vestido rasgado y su ropa interior hecha jirones, perdió la vida a consecuencia de los excesos con las sustancias y de desgarramientos en el útero; según una de las versiones de lo sucedido, Arbuckle iba tan colocado que no podía mantener la erección, de modo que se le había ocurrido penetrarla con una botella de champán. Aunque Arbuckle consiguió eludir los cargos de violación y homicidio en primer grado, el escándalo significó el fin de su carrera.

      Pero lo que me parece más interesante del caso es el enfoque que le dio la prensa conservadora. Y es que le echaron la culpa de todo a Hollywood, la gran lotería de las oportunidades, que había atentado contra el orden natural de las cosas al concederle poder, fama y dinero sin límites a un fantoche del lumpen. Estos columnistas venían a decir, válgame la paráfrasis goyesca, que el sueño americano produce monstruos. ¿No es un planteamiento interesantísimo? Según esta línea de pensamiento, es peligroso que un pobre deje de ser pobre, porque los pobres son viciosos y depravados por naturaleza, y si consiguen fortuna se la gastarán desordenadamente en putas y farlopa. Sin embargo, los ricos, acostumbrados a la abundancia desde su nacimiento y educados con esmero, sabrán gestionar su fortuna con moderación y refrenar sus apetitos. Está claro que quienes defendían este razonamiento no habían leído a Choderlos de Laclos. Yo me inclino a pensar que el vicio es patrimonio preferente de los ociosos y de los adinerados.

      Al contrario que el imprudente Fatty Arbuckle, que se adentró en la senda de la depravación como un elefante en una cacharrería, los auténticos aristócratas del libertinaje son muy discretos en sus orgías. Saben ocultar sus víctimas y disimular sus crímenes. Como la sociedad secreta sugerida por Arthur Schnitzler en Relato soñado (1926), la novela tan felizmente adaptada por Kubrick en su póstuma Eyes Wide Shut (1999). O, por poner un ejemplo del actual cine español, como Oliver Zoco, el millonario sádico de Magical Girl (Carlos Vermut, 2014). Este siniestro personaje, interpretado por Miquel Insúa, rodea sus prácticas sexuales de un velo de secretismo tan tupido que ni siquiera el espectador se entera de qué es lo que hace con sus víctimas. Significativamente, el equipo escogió el Castillo de Viñuelas como localización para rodar las escenas que transcurren en la mansión de Oliver Zoco. Esta finca fue antaño propiedad del general Franco. Sin embargo, al contrario que los plutócratas de Eyes Wide Shut, sospecho que Franco, príncipe de los meapilas, tuvo una vida sexual muy aburrida. Supo encauzar de otra manera sus pulsiones sádicas.

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