Pornogramas. Alejandro Jiménez Cid

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de Gilgamesh. Frente a sus versos, me recorre como un cosquilleo que debe de ser el vértigo de los milenios, el arrobo de saberme ante un raro vestigio de la noche de los tiempos. O, más que la noche, el amanecer: el alba de la literatura. El Gilgamesh es fuente primigenia de muchas historias, entre ellas la que os quiero proponer.

      En el primer canto, el narrador cuenta cómo los dioses, para contrarrestar los excesos de Gilgamesh, rey de Uruk, modelan en arcilla e insuflan vida a un ser humano capaz de enfrentarse a él, «un hombre que iguale su fuerza y su valor, un hombre que iguale su tempestuoso corazón». Así nace Enkidu. Al contrario que Gilgamesh, todo un urbanícola, Enkidu es un prototipo ancestral del bon sauvage de Rousseau; no sabe nada de los refinamientos de la vida en sociedad y habita en la selva, alejado de la civilización, como uno más entre los animales. Para neutralizar la amenaza de Enkidu, Gilgamesh da con un plan maestro: recurrirá a Shamhat, sacerdotisa de Ishtar, reconocida maestra del ars erotica.

      La prostitución sagrada fue práctica habitual en el Antiguo Oriente. Aún en el siglo v aec, más de mil quinientos años después de la redacción del Gilgamesh, Heródoto describe en su Historia cómo por aquel entonces se seguía practicando en Babilonia. Las mujeres dedicadas al culto de la diosa se comportaban como auténticas antimonjas, ofreciendo su cuerpo a cuantos varones buscaran entre sus sacros brazos una vía para consumar la unión mística con la divinidad. El principio divino no solo se hace carne, sino que se hace carnal: es otra forma de celebrar el misterio de la eucaristía. Shamhat era una de estas prostitutas sagradas. Su misión en el Gilgamesh es domesticar a Enkidu a través de una iniciación sexual. Siguiendo las instrucciones del rey de Uruk, Shamhat abandona la ciudad y, al cabo de tres días de viaje, llega a las proximidades de la charca donde, según le dicen, el hombre salvaje acostumbra a beber agua. «Ella se despojó de su túnica y se tumbó allí desnuda, abiertas las piernas, tocándose. La vio Enkidu y se acercó cautelosamente. Olisqueó el aire. Contempló su cuerpo. Se acercó, Shamhat le tocó el muslo, tocó su pene e introdujo a Enkidu dentro de ella. ... Durante siete días permaneció erecto y yació con ella, hasta que estuvo saciado. Al cabo se levantó y caminó hacia la charca, para reunirse con sus animales. Pero las gacelas lo vieron y se dispersaron, el venado y el antílope se alejaron brincando. ... Regresó hacia donde estaba Sham-hat y en tanto caminaba supo que su mente había crecido, supo cosas que los animales no pueden saber.»

      Así pues, en el Gilgamesh el sexo es el agente civilizador a través del cual Enkidu sale de la animalidad. ¿Qué diantres pasó en las épocas subsiguientes para que las distintas culturas y religiones dejaran de ver el deseo sexual como algo que nos humaniza y empezaran a considerarlo como todo lo contrario? La concupiscencia es ese caballo negro rebelde que el auriga de Platón debe domeñar con el látigo de la razón; la voluptuosidad ha de ser sistemáticamente reprimida y mantenida bajo control por todo el que se precie de tener un mínimo de templanza.

      Desde la filosofía de los estoicos a la religión cristiana, se nos ha adoctrinado en que el placer sexual, buscado como un fin en sí mismo, nos degrada y animaliza. Escuchad lo que dice al respecto un teólogo católico: «Ser un esclavo de los instintos en el campo sexual, convierte al ser humano en animal, lo desnaturaliza de su condición de persona libre y de su condición de sujeto autodeterminado». (La cita es de un librito del padre Rodríguez Lebrato, un dominico del norte de León, titulado Junto al erotismo y publicado en 1974; qué es lo que hacía un fraile montañés en pleno destape escribiendo un libro pastoral sobre temas eróticos, eso no me lo preguntéis.) Pero también, lejos de las valoraciones morales y las mojigaterías típicas de los autores religiosos, observamos que una mente tan preclara como la de Freud describió la civilización como un dispositivo represor de los instintos libidinales. Según lo expuesto en El malestar en la cultura (1930), el hombre puede vivir en sociedad tan solo en la medida en que transforma sus impulsos sexuales en energía para el trabajo socialmente útil, condenándose así a una insatisfacción perenne. En Eros y civilización (1955), Herbert Marcuse quiso encontrar una solución a esta maldición que pesa sobre la humanidad y teorizó sobre la posibilidad de desarrollar una civilización viable en la que se minimizara la represión de nuestros instintos sexuales, permitiendo el desarrollo de una sexualidad polimorfa y aumentando así nuestra capacidad de apropiarnos del entorno a través del puro gozo. Esto supone un desafío a las mismas raíces del sistema: el amor descontrolado es lo más subversivo que cabe imaginar. No es de extrañar que Marcuse y sus utopías se convirtieran en todo un referente para los estudiantes californianos de los sesenta y, por supuesto, para los hippies.

      Como una esfinge milenaria, Shamhat, meretriz y sacerdotisa, devuelve la sonrisa a los modernos apóstoles del amor libre. Shamhat guardaba entre las piernas el secreto de una civilización en la que el placer, y no su negación, es lo que nos hace más humanos y más libres.

      Para leer al Gato Fritz

      El cine de animación es un medio dotado, en potencia, de extraordinarias posibilidades expresivas. En manos de autores con imaginación y libertad creativa, la imagen animada podría ser capaz de llevar al séptimo arte por derroteros insospechados. Sin embargo, los «dibujos animados» (ya de por sí esta denominación connota más un género que un puro medio) son presa de un aciago aojamiento que los limita mayoritariamente a la esfera del «cine familiar», eufemismo de «cine ñoño y banal desprovisto de todo elemento que una sociedad puritana consideraría inadecuado para los niños». Estilística y temáticamente, prima un modelo de sumisión al lenguaje de la factoría Disney. Ya Ariel Dorfman y Armand Mattelart nos enseñaron en su lúcido ensayo Para leer al Pato Donald (publicado en Chile en 1972, un año antes del golpe) que el subtexto disneyano no es tan inocente como nos quieren hacer creer. Disney es ante todo corporación multinacional, leviatán mediático que monopoliza la industria de entretenimiento. La «fábrica de sueños» produce, exporta e impone discursos que legitiman y refuerzan las estructuras de dominación prevalecientes en nuestra sociedad.

      Por eso hoy quiero reivindicar a Ralph Bakshi (Haifa, 1938), una de las voces insumisas a la dictadura Disney en el mundo de los dibujos animados. Bakshi tuvo al alcance de la mano la posibilidad de redefinir los estándares del cine de animación, pero fue repetidamente boicoteado y zancadilleado por la industria hollywoodiense hasta caer en el malditismo más absoluto. Hoy recorre como un mono de feria las convenciones de friquis de los tebeos, dando charlas de viejo resentido. En sus propias palabras, su intención ha sido, desde los inicios de su carrera, «hacer algo por el cine de animación que no esté impulsado por el afán de hacerte feliz e imbécil». Dicho y hecho: en los años setenta Bakshi dirigió un puñado de largometrajes de animación orientados a un público adulto; o más bien, como dirían los censores de antaño, para mayores con reparos. En su opera prima, haciendo toda una declaración de intenciones, llevó a la gran pantalla al personaje más popular del comic underground americano: el gato Fritz, de Robert Crumb (Fritz the Cat, 1972; en España se le puso el poco afortunado título de El gato caliente). Le siguieron Heavy Traffic (1973) y una atípica joya del cine blaxploitation en dibujos animados, Coonskin (1975), de la que el mismísimo Quentin Tarantino, cinéfago impenitente, se confiesa admirador a ultranza.

      Miss America en la barra de un tugurio: fotograma de Coonskin (Ralph Bakshi, 1975)

      Bakshi salpica al espectador de rabia, sangre y bilis en cada fotograma de estas sus tres primeras películas, que tienen algo de descarnadas sinfonías urbanas. Hace uso a discreción de técnicas experimentales, tanto en lo visual como en lo narrativo; y, además, Bakshi no se corta un pelo al abordar contenidos políticamente incorrectos: sátira social encarnizada, sexo y violencia hiperbólicos y consumo indiscriminado de todo tipo de drogas, así como delirantes recreaciones animadas de sus efectos (bueno, hay que reconocer que Disney sentó un precedente para esto último en las pesadillas lisérgicas de Dumbo). Como era de prever, la polémica acompañó a estas cintas desde el primer momento. Una tras otra, fueron clasificadas x por la asociación cinematográfica estadounidense, y, por consiguiente, relegadas al infamante

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