Pornogramas. Alejandro Jiménez Cid

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Pornogramas - Alejandro Jiménez Cid UHF

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humanos y representantes de una peculiar raza de alienígenas: las gemas de cristal. Aunque la creadora de Steven Universe, Rebecca Sugar, se cura en salud afirmando que las gemas de cristal no tienen género, lo cierto es que todas ellas aparecen representadas como mujeres (a excepción del propio Steven, el niño protagonista, híbrido de padre humano y madre alienígena). Uno de los principales motivos argumentales de la serie es el fenómeno de la fusión de gemas. Se trata esta de una propiedad de nuestras amigas extraterrestres, que pueden fusionar sus cuerpos a voluntad conformando un nuevo ser, adición y mezcla de sus integrantes, cuyo poder supera a la suma de las partes. A las gemas fusionadas, a guisa de diosas hindúes, se les multiplican los pares de ojos y de brazos. En otro plano de interpretación, el acto de la fusión simboliza la unión amorosa entre dos personas, ya sea de carácter romántico o puramente sexual. Esta metáfora es muy fértil en connotaciones y posibilidades, y los guionistas de la serie saben cómo aprovecharlas.

      Las fusiones, al igual que las relaciones sentimentales, pueden ser más o menos sólidas. La mayoría de las veces son uniones efímeras, tras las cuales las gemas participantes recuperan su individualidad. En algunos casos (como el de Rubí y Zafiro; véase capítulo 52, Jail Break), el enlace entre las gemas es tan equilibrado que pasan fusionadas la mayor parte de su existencia formando un único ser cuya cohesión es posible gracias a la fuerza del amor. No puedo evitar acordarme de las palabras de Empédocles; la teoría de fusión de Steven Universe ejemplifica su cosmología a las mil maravillas: «En el Rencor todo es de formas diferentes y separadas, pero en el Amor todo confluye y se desea mutuamente. ... Interpenetrándose, asumen formas diferentes: tanto los cambia la mezcla». Las fusiones pueden unir dos o más gemas. Dos gemas que forman una fusión estable pueden unirse a una tercera de forma ocasional; y, como en un ménage à trois del mundo real, pueden surgir tensiones que pongan en peligro la estabilidad de la pareja inicial (capítulos 63 y 64, Cry for Help y Keystone Motel). Una unión no consensuada es, para el código ético de las gemas de cristal, una aberración indecible. Granate se muestra profundamente indignada al descubrir un experimento de fusión forzada (capítulo 60, Keeping It Together), lo que equivale, siguiendo con el juego de la metáfora, a una violación.

      Me diréis que todo esto es hilar muy fino, y que esta interpretación no es más que fruto de mi mente retorcida. Un espectador bien pensante no verá en las gemas de Rebecca Sugar más que un grupo de amigas con poderes sobrenaturales que combinan sus cuerpos y sus identidades en un complejo dédalo de relaciones. Otro espectador más avieso las leerá como una manada de lesbianas poliamorosas entregadas a la promiscuidad más arbitraria. ¿Por qué tanta controversia si todo es tan abierto y tan nebuloso? Porque hay un elemento más en la fusión de gemas que delata descaradamente su connotación sexual: la sincronización. Para hacer efectiva una fusión, las dos gemas tienen que sincronizarse, lo que quiere decir bailar juntas a un mismo ritmo, coordinar sus movimientos y, finalmente, lanzarse una en brazos de la otra; fundidas ambas en un haz de luz, surge el cuerpo del ser combinado. Rebecca Sugar representa los pasos de este baile como una auténtica danza de cortejo, subrepticiamente erotizada. Perla tapa los ojos a Steven para que no vea cómo se fusionan Granate y Amatista (capítulo 20, Coach Steven); en efecto, justo antes de convertirse en luz, Granate se abre de piernas para recibir el cuerpo de su compañera.

      ¡Alerta! ¡Visibilidad lésbica en la parrilla infantil! Esta es la escandalosa imagen del capítulo 61 de Steven Universe eliminada por las filiales europeas de Cartoon Network.

      Por otra parte, la serie expresa con claridad meridiana que Perla está enamorada de Rosa Cuarzo (capítulo 45, Rose’s Scabbard y 62, Chille Tid, entre otros). En una polémica escena, Rosa Cuarzo y Perla bailan bien pegadas, acercando sus labios y mirándose acarameladas a los ojos, antes de girar en una espiral luminosa y fundirse en un único ser (capítulo 61, We Need to Talk). La otra noche comprobé que esta escena ha sido censurada en España, haciéndola desaparecer del metraje. Echaban el capítulo en cuestión en el canal Boing a las doce y cinco de la noche que, por lo que tengo entendido, no es el prime time del público infantil. Estamos hablando de un tijeretazo en toda regla; reproduzco el fotograma eliminado para que veáis de qué tipo de imagen hiriente y escandalosa estamos hablando. ¿Es solo mi sensación o, en los tiempos de aparente permisividad que corren, al tratar ciertos temas en ciertos contextos seguimos al nivel de aquella censura franquista que hizo hermanos a Grace Kelly y Donald Sinden en Mogambo (John Ford, 1953)? En aras de la defensa de la heteronormatividad, lo que pretende en última instancia la policía de la moral es hacer invisible la homosexualidad a los niños, desterrando del imaginario infantil el amor romántico entre mujeres, aun cuando está representado con la sutileza, la poesía y el encanto que Rebecca Sugar ha sabido imprimir a Steven Universe.

      Erotomecánica

      El ciudadano de la era posindustrial, incluso en los aspectos más nimios del día a día, vive condicionado por su entorno tecnológico. Por todas partes estamos rodeados de motores, circuitería y sistemas informáticos: somos moscas en la sutil telaraña de las telecomunicaciones. Las obras clarividentes de algunos autores de ciencia ficción supieron dar la voz de alarma cuando aún hubiera sido posible cambiar el curso de las cosas, pero la humanidad hizo oídos sordos. Ya hace tiempo que hemos llegado al punto en que la técnica ha dejado de estar al servicio del hombre; han cambiado las tornas y ahora el hombre es esclavo de sus máquinas. El universo visual de H. R. Giger (1940-2014), fuente insoslayable para la estética cyberpunk, surge como eco y reflejo de esta siniestra redefinición de las relaciones entre las máquinas y nosotros. Del aerógrafo de Giger salieron centenares de paisajes tecnológicos deshumanizados en los que acero, cableado y tuberías germinan, crecen, florecen y se desparraman por toda la superficie pictórica con la exuberancia de una selva descontrolada. Esta masa engulle el cuerpo humano, integrándolo como una pieza más de su mecanismo. El ente biológico aparece sometido por la máquina; y, como ocurre en todas las relaciones de poder, hay en esta despiadada colonización del cuerpo humano un importante factor erótico que el artista suizo supo reflejar en toda su perversa plenitud.

      Las imágenes que Giger conocía como Biomecanoides representan escenas de pesadilla que nos muestran el interior de una maquinaria, en cuyos intersticios, inmovilizado entre placas de presión y paredes metálicas, encontramos encajado un cuerpo humano. Ya Charlie Chaplin en Tiempos modernos (Modern Times, 1936) había representado algo parecido, con más sentido del humor pero con el mismo espíritu de denuncia, poniéndonos en guardia frente a la lógica inhumana de la cadena de montaje y frente a la voracidad de los engranajes de la industria. Lo que es característico de Giger es que el cuerpo representado, claustrofóbicamente confinado en su jaula de acero, es por lo general un cuerpo femenino intensamente erotizado. La prisionera está conectada a la máquina a través de tubos flexibles que estimulan sus zonas erógenas: como si fueran las copas de succión de una ordeñadora, conductos articulados se funden con los pezones; gruesas mangueras se abren paso en las aberturas de la boca y la vulva. Los biomecanoides de Giger no son ciberorganismos (cyborgs para los amigos) en los que el cuerpo humano se anexiona prótesis electrónicas que le permiten mejorar su performatividad, sino justamente todo lo contrario: máquinas que se expanden apropiándose de cuerpos de mujeres como agregados orgánicos.

      H. R. Giger: Biomecanoide nº 105 (1969)

      Estas imágenes participan claramente de la herencia mítica del cuento de la bella y la bestia. En ellas, como corresponde a los tiempos que corren, la máquina posee a la bella adoptando el rol dominante de la Bestia (sí, con mayúscula: a Giger le fascinaban los delirios satánicos de Aleister Crowley). Las series que llamó Biomecanoides y Erotomecánica muestran con todo lujo de detalles una amenazante amalgama de elementos industriales que, provista de espolones fálicos, se adueña de los cuerpos femeninos penetrándolos (a veces, en un empalamiento en toda regla). Estos ciberfalos son predecesores fantacientíficos de la tecnología a la que luego dieron el nombre de «dildónica»:

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