Heridas en el alma. Melanie Milburne

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Heridas en el alma - Melanie Milburne Bianca

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que seguir adelante.

      La recepcionista tecleó algo en el ordenador.

      –Aquí está. J. Allegranza–. ¿Y la J corresponde a…?

      –Juliette.

      ¿Por qué Lucy no le había dicho a la organizadora de la boda que Joe y ella estaban separados? ¿O acaso Damon y ella confiaban en que volverían a estar juntos por arte de magia?

      Nada más lejos de la realidad. No tendrían que haber estado juntos desde un principio.

      Si su amor de la infancia, Harvey, no hubiera optado por dejarla en vez de declararse, como Juliette esperaba, nada de todo aquello habría sucedido. Sexo de rebote con un guapo desconocido. ¿Quién habría pensado que ella era así? No era la clase de chica que se acercaba a hablar con hombres guapos y desconocidos en los bares pomposos de Londres. No era chica de aventuras de una noche. Pero aquella noche se había convertido en otra persona. Las caricias de Joe la habían convertido en otra persona.

      Nota para sí misma: no pensar en las caricias de Joe. No hacerlo.

      Su corta relación no iba a tener un final de cuento de hadas. ¿Cómo iba a tenerlo, si la única razón por la que se habían casado ya no existía?

      Estaba muerta y enterrada, eternamente dormida en un pequeño ataúd blanco en un cementerio de Inglaterra.

      –Su suite está preparada –dijo la recepcionista–. Spiros le bajará el equipaje del minibús.

      –Gracias.

      La recepcionista le dio una llave de tarjeta y le señaló los ascensores que estaban al otro lado del inmenso suelo de mármol.

      –Su suite está en la tercera planta. Celeste, la organizadora de la boda, se reunirá con la comitiva nupcial para tomar una copa hoy a las seis de la tarde en la terraza y hablar del ensayo y el horario de la boda.

      –Entendido –Juliette asintió educadamente con la cabeza y curvó ligeramente los labios, que era lo que más se acercaba a una sonrisa para ella en aquellos días.

      Agarró la llave, se colocó la bolsa de viaje al hombro y se dirigió a los ascensores. Los papeles del divorcio asomaban por la parte superior de la bolsa, recordándole su misión de matar dos pájaros de un tiro.

      Dentro de siete días, aquel capítulo de su vida habría terminado por fin.

      Y no tendría que volver a pensar nunca en Joe Allegranza.

      Solo había una cosa que Joe Allegranza odiara más que una boda, y era un funeral. Ah, y los cumpleaños… el suyo, en particular. Pero no podía rechazar la invitación de ser el padrino de su amigo, aunque eso significara encontrarse cara a cara a su mujer, de la que estaba separado, Juliette.

      Su mujer…

      Resulta difícil creer que aquellas dos palabras todavía tuvieran el poder de abrirle un agujero en el pecho, un agujero doloroso que nada podía llenar. No podía pensar en ella sin sentir que había fallado de todas las maneras posibles. ¿Cómo había permitido que su vida se escapara a su control tan rápidamente?

      A él, que era el rey del control. La mayor parte del tiempo podía tenerla lejos de su mente. La mayor parte del tiempo. Se refugió en el trabajo como algunas personas lo hacían en el alcohol o la comida. Había construido su carrera de ingeniería global gracias a su habilidad para arreglar fallos estructurales. Analizar pericialmente puentes y estructuras rotas y, sin embargo, no fue capaz de hacer nada para reparar su matrimonio roto.

      Quince meses de separación, y no había seguido adelante con su vida. No podía. Era como si un muro invisible hubiera surgido delante de él, bloqueándolo. Miró el anillo de boda que todavía llevaba en el dedo. Podría habérselo quitado y haberlo guardado en la caja fuerte, como hizo con los anillos que Juliette dejó atrás. Pero no lo hizo.

      No tenía muy claro por qué. Evitaba a toda costa pensar en el divorcio. La reconciliación era igual de desalentadora. Estaba atrapado en tierra de nadie.

      Joe entró en la zona de recepción de la lujosa villa donde se iba a celebrar la boda y fue recibido por una sonriente recepcionista.

      –Bienvenido. ¿Su nombre, por favor?

      –Joe Allegranza –se quitó las gafas de sol y las guardó en el bolsillo de la camisa–. La organizadora de la boda hizo la reserva.

      La recepcionista escudriñó la pantalla y fue bajando con el ratón.

      –Ah, sí. Ahora la veo. Me la había saltado porque pensé que la reserva era solo para una persona –la mujer sonrió todavía más–. Su esposa ha llegado hace una hora.

      Su esposa. Joe sintió una losa en el pecho y le costó trabajo volver a respirar. Más que su esposa, habría que llamarla «su fracaso». ¿No le había llegado a la organizadora el correo sobre su separación?

      La idea se le filtró a través de una grieta de la mente como una fisura en una roca, amenazando con desestabilizar su decisión de mantener las distancias.

      Un fin de semana compartiendo suite con la mujer de la que se había separado.

      Durante un segundo consideró la posibilidad de señalar el error de la reserva, pero primero dejó que su mente vagara… Podría volver a ver a Juliette. En persona. A solas. Podría hablar con ella cara a cara sin que ella se negara a responder a su llamada ni bloqueara sus mensajes. No le había respondido ni una sola vez. Ni una. La última vez que la llamó para decirle que había organizado un evento solidario para la fundación Muerte fetal, escuchó un mensaje informando de que no se podía conectar con aquel número.

      Lo que significaba que Juliette ya no quería conectar con él. Su conciencia se despertó y le señaló con un dedo acusador.

      «¿En qué diablos estás pensando? ¿No has causado ya suficiente daño?».

      Ya era bastante locura estar allí para la boda, y mucho más pasar tiempo con Juliette, especialmente a solas. Le había arruinado la vida, igual que había hecho con su madre. ¿Tenía una maldición en lo que se refería a las relaciones? Una maldición que le había caído el día que nació: el mismo día que su madre había muerto. Su cumpleaños: el día de la muerte de su madre. ¿Acaso no era aquello una maldición?

      Joe se aclaró la garganta.

      –Debe haber algún error. Mi… mujer y yo estamos separados –odiaba decir aquella palabra tan fea. Odiaba admitir que era básicamente culpa suya que su mujer hubiera puesto fin a su matrimonio.

      La recepcionista frunció el ceño.

      –Oh, no… quiero decir, que siento lo de su separación. Y también tener que decirle que no nos quedan habitaciones libres…

      –No pasa nada –Joe sacó el móvil–. Reservaré en otro sitio.

      Empezó a bajar el dedo por las opciones del servidor. Tenía que haber hoteles de sobra disponibles. Dormiría en un banco del parque o en la playa si era necesario. De ninguna manera iba a compartir habitación con Juliette. Demasiado peligroso. Demasiado tentador. Demasiado todo.

      –No creo

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