El bullerengue colombiano entre el peinao y el despeluque. Martha Ospina Espitia

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El bullerengue colombiano entre el peinao y el despeluque - Martha Ospina Espitia Colección Encuentros - Doctorado en ciencias sociales y humanas

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por lo que su estudio debe referirse siempre al contexto de su ejecución. Sin embargo, la Danza, al ser una práctica de condición contextuada, situada y corporeizada, se halla en tensión entre esta condición y los elementos contingentes que ganan sus prácticas en el transcurrir histórico. Usaremos aquí el término Danza para referirnos a la danza, entendida como fenómeno escénico, y al baile, nombre dado a la práctica danzaria propia de la cotidianidad de los pueblos. Intencionalmente nos referimos con ambos términos al continuo de la Danza, pese a las diferencias creadas e ideologizadas que las distancian en el régimen de lo sensible.

      Dicho continuo nos permite hablar de cultura de la danza, cuya inserción implica ver más allá de su mera representación, pues esta obedece a la concepción global de Danza en la cultura que involucra atributos implícitos y explícitos que definen su razón de ser en el transcurso histórico y a la vez comprende aspectos que convergen en un mismo tiempo. Las variadas relaciones entre la danza y el orden social constantemente se están ajustando, modificando y rediseñando mutuamente. Tales transfiguraciones demuestran que la danza cuenta con dimensiones dinámicas que, al tiempo que ayudan a impulsar a la sociedad y a motivar sus cambios, la configuran también como consecuencia de ellos. En la tensión existente entre la danza como manifestación cultural de las gentes que constituyen los pueblos, de una parte, y la utilización que se hace de ella desde los proyectos normativos y educativos de nación, de otra, es desde donde se reproducen las dinámicas de las intersensibilidades biopolíticas.

      En la Danza se expresan los lugares estéticos, éticos y políticos de enunciación de los danzarines, por lo que las manifestaciones sensibles e intersensibles de la corporeidad de las personas que danzan constituyen un ámbito privilegiado para el análisis de comportamientos, representaciones, relaciones, usos y producciones que caracterizan los grupos humanos y configuran subjetividades. La corporeidad de las personas constituidas y constituyentes de sociedades permite diferenciar colectivos a partir de los imaginarios que testifican su devenir conformando sistemas culturales de movimiento. La Danza como memoria tejida en el cuerpo es entonces testigo de construcciones que vienen del pasado y se reconfiguran en un diálogo permanente con los regímenes corporales del presente.

      LA DANZA COMO PRÁCTICA VIVA Y POLÍTICA

      Es fundamental estudiar de qué modo las representaciones sociales asignan al cuerpo danzante una posición determinada y cómo se organizan en las corporeidades y sus intercambios los sistemas de signos y códigos cinéticos vistos a la luz de las manifestaciones culturales denominadas baile o danza, que constituyen fenómenos particulares portadores de significados y cargados de sensaciones inherentes a nuestro cuerpo-mente-entorno. El cuerpo ideal como ideal de movimiento, los movimientos deseados, los gestos aceptados y, en suma, las formas corporales que definen una cultura al convertirse en movimiento son, en ocasiones, germen de inspiración y de expresión creativa danzaria que manifiestan sus profundas esencias en los diversos lugares de encuentro expresivo y de los escenarios.

      En Colombia, como en la mayoría de las culturas, la danza ha sido parte fundamental de la construcción histórica y del devenir del pueblo. En ella confluyen culturas, saberes y subjetividades, donde la estesis cotidiana se teje generando sentidos y trenzando identidades: danza memoria, prosas del cuerpo, geoestéticas corporales, paisajes vivos constituidos por una práctica corporal colmada de símbolos que transportan los saberes y sentires de los pueblos que van mutando, adaptándose a las condiciones que posibilitan su permanencia. La danza, al igual que las otras artes, ha estado presente en el proyecto educativo del país para configurar una idea de lo que es propiamente colombiano, de lo que es patria, y allí también se han puesto en circulación y se reproducen modos de relación respecto de los roles de lo masculino y lo femenino; lo negro, lo blanco y lo indígena; las clases sociales; el arte y la artesanía.

      Por otra parte, y paralelo a este hecho, se han generado otras estructuras complejas que han dado un nuevo lugar de significado y han tejido nuevos sentidos al danzar de nuestro pueblo. Se trata de las industrias culturales y el arte escénico, unidos por los intereses del capital propios de la industria mediática, que definen la circulación de los productos de la danza como epicentro de la labor profesional de los bailarines y del quehacer de los bailadores, cuyas formas, contenidos y lugares de significado se someten a transformaciones con el pretexto de la productividad económica, el reconocimiento o la fama.

      En este marco, el problema epistemológico de las posibilidades de conocimiento y comprensión de la danza se agudiza, pues asistimos a una “ampliación y socialización del mercado de bienes ‘cultos’” (Islas 1995, 12) que complejiza el estudio de la danza en sus variados e intrincados ámbitos. En él la reflexión está abocada a develar el lugar de la danza como actividad artística y como práctica viva en un entorno social que valora e impone unas formas particulares a las que deben someterse quienes aspiran a ingresar a los circuitos de competencia y distinción, aun desconociendo su función en el encuentro colectivo.

      Por otro lado, y a pesar del “aparente ataque a la desigualdad, que principalmente tiene como centro la distribución de la ‘alta cultura’” (Islas 1995, 12) —donde supuestamente, en países como el nuestro, se abren planteamientos sobre las diversas formas de cultura—, la danza popular se enfrenta en el espacio académico a otras formas dancísticas denominadas por su tradición escénica danza arte, sometiéndose y ajustándose a la dinámica propia de la formación profesional de artistas bailarines en Colombia. Se genera así un lugar de conflicto para la construcción pedagógica y la producción artística como lo es la relación tradición-contemporaneidad, tan en vigor en el ámbito latinoamericano, donde siguen vigentes los debates alrededor de la presencia hegemónica de la modernidad europea y los avatares modernizantes a los que se someten nuestros pueblos en búsqueda de reconocimiento y competitividad dentro de la lógica del capital y del consumo.

      LA DANZA COMO PRÁCTICA DE LOS FOLCLORISMOS

      Como resultado de esto encontramos hoy en el ámbito de la danza folclórica en Colombia un universo de acciones, gestos y símbolos —que refunden y contradicen su origen en aras de la creación y la circulación— realizados por un amplísimo gremio que se desgasta en añejos “rescatismos” (García Canclini 1999) o en eternos debates acerca de la supuesta verdad que sustenta el aporte identitario de su danza. Me refiero al accionar del gran grupo de cultores de la danza folclórica o tradicional que hoy constituyen la mayoría del campo de la danza en Colombia (Ospina 2012)1 y que reclaman claridad para su labor en medio de la compleja realidad que habitan en cada región o recóndito lugar donde hacer o enseñar danza es para algunos la única fuente de ingreso, o donde bailar se convierte en el lugar posible del encuentro para exorcizar la cotidianidad.

      Asimismo, vemos cómo las prácticas rurales y urbanas de la danza folclórica fomentan destrezas escénicas que estereotipan la gestualidad y homogenizan los cuerpos sometiendo al intérprete a la emulación de otro, igualmente estereotipado. Tanto la creación como la posibilidad expresiva de la propia emotividad, condición sine qua non de la danza, se someten a la imitación mecánica de movimientos y dramaturgias con el argumento de conservar o rescatar lo-que-síes. Formas escindidas de su significado que, a través de aseveraciones a priori, detienen en el tiempo la danza del pueblo bajo el pretexto de “preservar lo que somos” como un ejercicio urgente de reivindicación y salvaguardia de identidad, sin verificar la magnitud de un fenómeno vivo y dinámico que da fe de saberes, representaciones, sentidos, resistencias, usos e invenciones que caracterizan y configuran las subjetividades de pueblos y culturas.

      Hasta hace unas décadas, hablar de danza folclórica en Colombia era sinónimo de ruralidad, autenticidad y origen. Pocos dudaban de lo bonito de “rescatar la tradición vernácula de los pueblos, y se veía a los recopiladores como una especie de héroes cuya misión era impedir que las manifestaciones de los abuelos se perdieran en la neblina del pasado o se transformaran en las torpes garras de los escenificadores y comerciantes de la cultura” (García Canclini 1999,

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