Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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-Está bien - dijo Athos llenando su vaso y el de D’Artagnan por lo que se refiere a Porthos y Aramis; pero vos, amigo mío, ¿qué habéis hecho y qué os ha ocurrido a vos? Encuentro que tenéis un aire siniestro.
-¡Ay! - dijo D’Artagnan-. Es que soy el más desgraciado de todos nosotros.
-¡Tú desgraciado, D’Artagnan! - dijo Athos-. Veamos, ¿cómo eres desgraciado? Dime eso.
-Más tarde - dijo D’Artagnan.
-¡Más tarde! Y ¿por qué más tarde? ¿Porque crees que estoy borracho, D’Artagnan? Acuérdate siempre de esto: nunca tengo las ideas más claras que con el vino. Habla, pues, soy todo oídos.
D’Artagnan contó su aventura con la señora Bonacieux.
Athos escuchó sin pestañear; luego, cuando hubo acabado:
-Miserias todo eso - dijo Athos-, miserias.
Era la expresión de Athos.
-¡Siempre decís miserias, mi querido Athos! - dijo D’Artagnan-. Eso os sienta muy mal a vos, que nunca habéis amado.
El ojo muerto de Athos se inflamó de pronto, pero no fue más que un destello; en seguida se volvió apagado y vacío como antes.
-Es cierto - dijo tranquilamente-, nunca he amado.
-¿Veis, corazón de piedra - dijo D’Artagnan-, que os equivocáis siendo duro con nuestros corazones tiernos?
-Corazones tiernos, corazones rotos - dijo Athos.
-¿Qué decís?
-Digo que el amor es una lotería en la que el que gana, gana la muerte. Sois muy afortunado por haber perdido, creedme, mi querido D’Artagnan. Y si tengo algún consejo que daros, es perder siempre.
-Ella parecía amarme mucho.
-Ella parecía.
-¡Oh, me amaba!
-¡Infantil! No hay un hombre que no haya creído como vos que su amante lo amaba y no hay ningún hombre que no haya sido engañado por su amante.
-Excepto vos, Athos, que nunca la habéis tenido.
-Es cierto - dijo Athos tras un momento de silencio-, yo nunca la he tenido. ¡Bebamos!
-Pero ya que estáis filósofo - dijo D’Artagnan-, instruidme, ayudadme; necesito saber y ser consolado.
-Consolado ¿de qué?
-De mi desgracia.
-Vuestra desgracia da risa - dijo Athos encogiéndose de hombros ; me gustaría saber lo que diríais si yo os contase una historia de amor.
-¿Sucedida a vos?
-O a uno de mis amigos, qué importa.
-Hablad, Athos, hablad.
-Bebamos, haremos mejor.
-Bebed y contad.
-Cierto que es posible - dijo Athos vaciando y volviendo a llenar su vaso-, las dos cosas van juntas de maravilla.
-Escucho - dijo D’Artagnan.
Athos se recogió y, a medida que se recogía, D’Artagnan lo veía palidecer; estaba en ese período de la embriaguez en que los bebedores vulgares caen y duermen. El, él soñaba en voz alta sin dormir. Aquel sonambulismo de la bonachera tenía algo de espantoso.
-¿Lo queréis? - preguntó.
-Os lo ruego - dijo D’Artagnan.
-Sea como deseáis. Uno de mis amigos, uno de mis amigos, oís bien, no yo - dijo Athos interrumpiéndose con una sonrisa sombría ; uno de los condes de mi provincia, es decir, del Berry, noble como un Dandolo o un Montmorency, se enamoró a los veinticinco años de una joven de dieciséis, bella como el amor. A través de la ingenuidad de su edad apuntaba un espíritu ardiente, un espíritu no de mujer, sino de poeta; ella no gustaba embriagaba; vivía en una aldea, junto a su hermano, que era cura. Los dos habían llegado a la región, venían no se sabía de dónde; pero al verla tan hermosa y al ver a su hermano tan piadoso nadie pensó en preguntarles de dónde venían. Por lo demás se los suponía de buena extracción. Mi amigo, que era el señor de Ìa región, hubiera podido seducirla o tomarla por la fuerza, a su gusto, era el amo: ¿quién habría venido en ayuda de dos extraños, de dos desconocidos? Por desgracia era un hombre honesto, la desposó. ¡El tonto, el necio, el imbécil!
-Pero ¿por qué, si la amaba? - preguntó D’Artagnan.
-Esperad - dijo Athos-. La llevó a su castillo y la hizo la primera dama de su provincia; y hay que hacerle justicia, cumplía perfectamente con su rango.
-¿Y? - preguntó D’Artagnan.
-Y un día que ella estaba de caza con su marido - continuó Athos en voz baja y hablando muy deprisa-, ella se cayó del caballo y se desvaneció: el conde se lanzó en su ayuda, y como se ahogaba en sus vestidos, los hendió con su puñal y quedó al descubierto el hombro. ¿Adivináis lo que tenía en el hombro, D’Artagnan? - dijo Athos con un gran estallido de risa.
-¿Puedo saberlo? - preguntó D’Artagnan.
-Una for de lis - dijo Athos-. ¡Estaba marcada!
Y Athos vació de un solo trago el vaso que tenía en la mano.
-¡Horror! - exclamó D’Artagnan-. ¿Qué me decís?
-La verdad. Querido, el ángel era un demonio. La pobre joven había robado.
-¿Y qué hizo el conde?
-El conde era un gran señor, tenía sobre sus tierras derecho de horca y cuchillo: acabó de desgarrar los vestidos de la condesa, le ató las manos a la espalda y la colgó de un árbol.
-¡Cielos! ¡Athos! ¡Un asesinato! - exclamó D’Artagnan.
-Sí, un asesinato, nada más - dijo Athos pálido como la muerte-. Pero me parece que me están dejando sin vino.
Y Athos cogió por el gollete la última botella que quedaba, la acercó a su boca y la vació de un solo trago, como si fuera un vaso normal.
Luego se dejó caer con la cabeza entre sus dos manos; D’Artagnan permaneció ante él, parado de espanto.
-Eso me ha curado de las mujeres hermosas, poéticas y amorosas - dijo Athos levantándose y sin continuar el apólogo del conde-. ¡Dios os conceda otro tanto! ¡Bebamos!
-¿Así que ella murió? - balbuceó D’Artagnan.
-¡Pardiez! - dijo Athos-. Pero tended vuestro vaso.