Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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D’Artagnan echó los dados temblando, y sacó un número tres; su palidez espantó a Athos, que se contentó con decir:
-Qué mala tirada, compañero; tendréis caballos con arneses señor.
El inglés, triunfante, no se molestó siquiera en hacer rodar los dados, los lanzó sobre la mesa sin mirarlos, tan seguro estaba de su victoria; D’Artagnan se había vuelto para ocultar su mal humor.
-Vaya, vaya, vaya - dijo Athos con su voz tranquila, esa tirado de dados es extraordinaria, no la he visto más que cuatro veces en m vida: dos ases.
El inglés miró y quedó asombrado; D’Artagnan miró y quedó encantado.
-Sí - continuó Athos-, solamente cuatro veces: una vez con el señor de Créquy; otra vez en mi casa, en el campo, en mi castillo de… cuando yo tenía un castillo; una tercera vez con el señor de Tréville donde nos sorprendió a todos; y finalmente, una cuarta vez en la taberna, donde me tocó a mí y donde yo perdí por ella cien luises y una cena.
-Entonces el señor recupera su caballo - dijo el inglés.
-Cierto - dijo D’Artagnan
-¿Entonces no hay revancha?
-Nuestras condiciones estipulaban que nada de revancha, ¿lo recordáis?
-Es cierto; el caballo va a ser devuelto a vuestro criado, señor
-Un momento - dijo Athos ; con vuestro permiso, señor, solicito decir unas palabras a mi amigo.
-Decídselas.
Athos llevó a parte a D’Artagnan.
-¿Y bien? - le dijo D’Artagnan-. ¿Qué quieres ahora, tentador? Quieres que juegue, ¿no es eso?
-No, quiero que reflexionéis.
-¿En qué?
-¿Vais a tomar el caballo, no es así?
-Claro.
-Os equivocáis, yo tomaría las cien pistolas; vos sabéis que os habéis jugado los arneses contra el caballo o cien pistolas, a vuestra elección.
-Sí.
-Yo tomaría las cien pistolas.
-Pero yo, yo me quedo con el caballo.
-Os equivocáis, os lo repito. ¿Qué haríamos con un caballo para nosotros dos? Yo no pienso montar en la grupa, tendríamos la pinta de los dos hijos de Aymón, que han perdido a sus hermanos; no podéis humillarme cabalgando a mi lado, cabalgando sobre ese magnífico destrero. Yo, sin dudar un solo instante, cogería las cien pistolas, necesitamos dinero para volver a Paris.
-Yo me quedo con el caballo, Athos.
-Pues os equivocáis, amigo mío: un caballo tiene un extraño, un caballo tropieza y se rompe las patas, un caballo come en un pesebre donde ha comido un caballo con muermo: eso es un caballo o cien pistolas perdidas; hace falta que el amo alimente a su caballo, mientras que, por el contrario, cien pistolas alimentan a su amo.
-Pero ¿cómo volveremos?
-En los caballos de nuestros lacayos, pardiez. Siempre se verá en el aire de nuestras figuras que somos gentes de condición.
-Vaya figura que vamos a hacer sobre jacas, mientras Aramis y Porthos caracolean sobre sus caballos.
-¡Aramis! ¡Porthos! - exclamó Athos, y se echó a reír.
-¿Qué? - preguntó D’Artagnan, que no comprendía nada la hilaridad de su amigo.
-Bien, bien, sigamos - dijo Athos.
-O sea, que vuestra opinión…
-Es coger las cien pistolas, D’Artagnan; con las cien pistolas vamos a banquetear hasta fin de mes: hemos enjugado fatigas y estará bien que descansemos un poco.
-¡Yo reposar! Oh, no, Athos; tan pronto como esté en Paris me pongo a buscar a esa pobre mujer.
-Y bien, ¿creéis que vuestro caballo os será tan útil para eso como buenos luises de oro? Tomad las cien pistolas, amigo mío, tomad las cien pistolas.
D’Artagnan sólo necesitaba una razón para rendirse. Esta le pareció excelente. Además, resistiendo tanto tiempo, temía parecer egoísta a los ojos de Athos; accedió, pues, y eligió las cien pistolas que el inglés le entregó en el acto.
Luego no se pensó más que en partir. Además, hechas las paces con el alberguista, el viejo caballo de Athos costó seis pistolas; D’Artagnan y Athos cogieron los caballos de Planchet y de Grimaud, y los dos criados se pusieron en camino a pie, llevando las sillas sobre sus cabezas.
Por mal montados que fueran los dos amigos, pronto tomaron la delantera a sus criados y llegaron a Crèvecoeur. De lejos divisaron a Aramis melancólicamente apoyado en su ventana, y mirando como mi hermana Anne levantarse polvaredas en el horizonte.
-¡Hola! ¡Eh, Aramis! ¿Qué diablos hacéis ahí? - gritaron los dos amigos.
-¡Ah, sois vos, D’Artagnan; sois vos, Athos! - dijo el joven-. Pensaba con qué rapidez se van los bienes de este mundo, y mi caballo inglés, que se aleja y que acaba de aparecer en medio de un torbellino de polvo, era una imagen viva de la fragilidad de las cosas de la tierra.
La vida misma puede resolverse en tres palabras: Erat, est, fuit.
-¿Y eso qué quiere decir en el fondo? - preguntó D’Artagnan, que comenzaba a sospechar la verdad.
-Esto quiere decir que acaba de hacer un negocio de tontos: sesenta luises por un caballo que, por la manera en que se va, puede hacer al trote cinco leguas por hora.
D’Artagnan y Athos estallaron en carcajadas.
-Mi querido Athos - dijo Aramis : no me echéis la culpa, os lo suplico; la necesidad no tiene ley; además yo soy el primer castigado, puesto que este infame chalán me ha robado por lo menos cincuenta luises. Vosotros sí que tenéis buen cuidado; venís sobre los caballos de vuestros lacayos y hacéis que os lleven vuestros caballos de lujo de la mano, despacio y a pequeñas jornadas.
En aquel mismo instante, un furgón que desde hacía unos momentos venía por la ruta de Amiens, se detuvo y se vio salir a Grimaud y a Planchet con sus sillas sobre la cabeza. El furgón volvía de vacío hacia París y los dos lacayos se habían comprometido, a cambio de su transporte, a aplacar la sed del cochero durante el camino.
-¿Cómo? - dijo Aramis, viendo lo que pasaba-. ¿Nada más que las sillas?
-¿Comprendéis ahora? - dijo Athos.
-Amigos míos, exactamente igual que yo. Yo he conservado el arnés por instinto. ¡Hola, Bazin! Llevad mi arnés nuevo junto al de esos señores.
-¿Y qué habéis hecho de vuestros curas? - preguntó D’Artagnan.
-Querido, los invité a comer al día siguiente - dijo Aramis ; hay aquí un vino