Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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Al verlo, Porthos se atusó de nuevo su mostacho, estiró una segunda vez su perilla y se puso a hacer señales a una bella dama que estaba junto al coro, y que no solamente era una bella dama, sino que sin duda se trataba de una gran dama, porque tenía tras ella un negrito que había llevado el cojín sobre el que estaba arrodillada, y una doncella que sostenía el bolso bordado con escudo de armas en que se guardaba el libro con que seguía la misa.
La dama de las cofias negras siguió a través de sus vueltas la mirada de Porthos, y comprobó que se detenía sobre la dama del cojín de terciopelo, del negrito y de la doncella.
Mientras tanto, Porthos jugaba fuerte: guiños de ojos, dedos puestos sobre los labios, sonrisitas asesinas que realmente asesinaban a la hermosa desdeñada.
Por eso, en forma de mea culpa y golpeándose el pecho, ella lanzó un ¡hum! tan vigoroso que todo el mundo, incluso la dama del cojín rojo, se volvió hacia su lado; Porthos permaneció impasible, aunque había comprendido bien, pero se hizo el sordo.
La dama del cojín rojo causó gran efecto, porque era muy bella, en la dama de las cofias negras, que vio en ella una rival realmente peligrosa: un gran efecto sobre Porthos, que la encontró más hermosa que la dama de las cofias negras; un gran efecto sobre D’Artagnan, que reconoció a la dama de Meung, de Calais y de Douvres, a la que su perseguidor, el hombre de la cicatriz, había saludado con el nombre de milady.
D’Artagnan, sin perder de vista a la dama del cojín rojo, continuó siguiendo los manejos de Porthos, que le divertían mucho; creyó adivinar que la dama de las cofias negras era la procuradora de la calle Aux Ours, tanto más cuanto que la iglesia de Saint Leu no estaba muy alejada de la citada calle.
Adivinó entonces por inducción que Porthos trataba de tomarse la revancha por la derrota de Chantilly, cuando la procuradora se había mostrado tan recalcitrante respecto a la bolsa.
Pero en medio de todo aquello, D’Artagnan notó también que su rostro no correspondía a las galanterías de Porthos. Aquello no eran más que quimeras ilusiones; pero para un amor real, para unos celos verdaderos, ¿hay otra realidad que las ilusiones y las quimeras?
El sermón acabó; la procuradora avanzó hacia la pila de agua bendita; Porthos se adelantó y, en lugar de un dedo, metió toda la mano. La procuradora sonrió, creyendo que era para ella, por lo que Porthos hacía aquel extraordinario, pero pronto y cruelmente fue desengañada: cuando sólo estaba a tres pasos de él, éste volvió la cabeza, fijando de modo invariable los ojos sobre la dama del cojín rojo, que se había levantado y que se acercaba seguida de su negrito y de su doncella.
Cuando la dama del cojín rojo estuvo junto a Porthos, Porthos sacó su mano toda chorreante de la pila; la bella devota tocó con su mano afilada la gruesa mano de Porthos, hizo, sonriendo, la señal de la cruz y selió de la iglesia.
Aquello fue demasiado para la procuradora; no dudó de que aquella dama y Porthos estaban requebrándose. Si hubiera sido una gran dama, se habría desmayado; pero como no era más que una procuradora, se contentó con decir al mosquetero con un furor concentrado:
-¡Eh, señor Porthos! ¿No me vais a ofrecer a mí agua bendita?
Al oír aquella voz, Porthos se sobresaltó como lo haría un hombre que se despierta tras un sueño de cien años.
-Se… , señora - exclamó él-. ¿Sois vos? ¿Cómo va vuestro marido, mi querido señor Coquenard? ¿Sigue tan pícaro como siempre? ¿Dónde tenía yo los ojos, que no os he visto siquiera en las dos horas que ha durado ese sermón?
-Estaba a dos pasos de vos, señor - respondió la procuradora-, y no me habéis visto porque no teníais ojos más que para la hermosa dama a quien acabáis de dar agua bendita.
Porthos fingió estar apurado.
-¡Ah! - dijo-. Habéis notado…
-Hay que estar ciego para no verlo.
-Sí - dijo displicentemente Porthos; es una duquesa amiga mía con la que tengo muchos problemas para encontrarme por los celos de su marido, y que me había avisado que vendría hoy, sólo para verme, a esta pobre iglesia, en este barrio perdido.
-Señor Porthos - dijo la procuradora - ¿tendríais la bondad de ofrecerme el brazo durante cinco minutos? Hablaría de buena gana con vos.
-Por supuesto, señora - dijo Porthos, guiñándose un ojo a sí mismo como un jugador que ríe de la víctima que va a hacer.
En aquel momento, D’Artagnan pasaba persiguiendo a milady; lanzó una ojeada hacia Porthos y vio aquella mirada triunfante.
-¡Vaya, vaya! - se dijo a sí mismo, razonando sobre el sentido de la moral extrañamente fácil de aquella época galante-. Ahí hay uno que fácilmente podrá equiparse en el plazo previsto.
Porthos, cediendo a la presión del brazo de su procuradora como una barca cede al gobernalle, llegó al claustro de Saint Magloire, pasaje poco frecuentado, encerrado por molinetes en sus dos extremos. No se veía, por el día, más que mendigos comiendo o niños jugando.
-¡Ah, señor Porthos! - exclamó la procuradora cuando se hubo tranquilizado de que nadie extraño a la población habitual de la localidad podía verlos ni oírlos-. Vaya, señor Porthos, estáis hecho un conquistador, según parece.
-¿Yo, señora? - dijo Porthos engallándose-. ¿Y eso por qué?
-¿Y las señas de hace un momento, y el agua bendita? Pero por lo menos es una princesa esa dama, con su negrito y su doncella.
-Os equivocáis. Dios mío, no - respondió Porthos-, es simplemente una duquesa.
-¿Y ese recadero que la esperaba en la puerta, y esa carroza con un cochero de lujosa librea que esperaba en su pescante?
Porthos no había visto ni el recadero ni la canoza; pero con su mirada de mujer celosa, la señora Coquenard lo había visto todo.
Porthos lamentó no haber hecho a la dama del cojín rojo princesa a la primera.
-¡Ah, sois un muchacho amado por las hermosas, señor Porthos! - prosiguió suspirando la procuradora.
-Pero - respondió Porthos - comprenderéis que con un físico como el que la naturaleza me ha dotado, no dejo de tener aventuras.
-¡Dios mío! ¡Qué pronto olvidan los hombres! - exclamó la procuradora alzando los ojos al cielo.
-Menos pronto que las mujeres - respondió Porthos ; porque, en fin, señora, yo puedo decir que he sido víctima, cuando herido, moribundo, me he visto abandonado a los cirujanos; yo, el vástago de una familia ilustre, que me había fiado de vuestra amistad, he estado a punto de morir de mis heridas, primero; y de hambre después, en un mal albergue de Chantilly, y eso sin que vos os hayáis dignado responder una sola vez a las ardientes cartas que os he escrito.
-Pero, señor Porthos… - murmuró la procuradora, que se daba cuenta de que, a juzgar por la conducta de las mayores damas de su tiempo, había cometido un error.
-Yo,