Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas страница 169
-Desde entonces - continuó Aramis-, vivo agradablemente. He comenzado un poema en versos de una sílaba; es bastante difícil, pero el mérito en todo está en la dificultad. La materia es galante, os leeré el primer canto, tiene cuatrocientos versos y dura un minuto.
-¡A fe mía, mi querido Aramis! - dijo D’Artagnan, que detestaba casi tanto los versos como el latín-. Añadid al mérito de la dificultad el de la brevedad, y al menos seguro que vuestro poema tiene dos méritos.
-Además - continuó Aramis-, respira pasiones, ya veréis. ¡Ah!, amigos míos, ¿volveremos a París? Bravo, yo estoy dispuesto; vamos, pues, a volver a ver a ese bueno de Porthos tanto mejor. ¿Creeríais que echo en falta a ese gran necio? El no hubiera vendido su caballo, ni siquiera a cambio de un reino. Quería verlo ya sobre su animal y su silla. Estoy seguro de que tendrá pinta de Gran Mogol.
Se hizo un alto de una hora para dar respiro a los caballos; Aramis saldó sus cuentas, colocó a Bazin en el furgón con sus camaradas y se pusieron en ruta para ir en busca de Porthos.
Lo encontraron de pie, menos pálido de lo que lo había visto D’Artagnan durante su primera visita, y sentado a una mesa en la que, aunque estuviese solo, había comida para cuatro personas; aquella comida se componía de viandas galanamente aderezadas, de vinos escogidos y de frutos soberbios.
-¡Ah, pardiez! - dijo levantándose-. Llegáis a punto, señores, estaba precisamente en la sopa y vais a comer conmigo.
-¡Oh, oh! - dijo D’Artagnan-. No es Mosquetón quien ha cogido a lazo tales botellas; además, aquí hay un fricandó mechado y un filete de buey…
-Me voy recuperando - dijo Porthos-, me voy recuperando; nada debilita tanto como esos malditos esguinces. ¿Habéis tenido vos esguinces, Athos?
-Jamás; sólo recuerdo que en nuestra escaramuza de la calle de Férou recibí una estocada que al cabo de quince o dieciocho días me produjo exactamente el mismo efecto.
-Pero esta comida no era sólo para vos, mi querido Porthos - dijo Aramis.
-No - dijo Porthos ; esperaba a algunos gentileshombres de la vecindad que acaban de comunicarme que no vendrán; vos los reemplazaréis, y yo no perderé en el cambio. ¡Hola, Mosquetón! ¡Sillas, y que se doblen las botellas!
-¿Sabéis lo que estamos comiendo? - dijo Athos al cabo de diez minutos.
-Pardiez - respondió D’Artagnan ; yo como carne de buey mechada con cardos y con tuétanos.
-Y yo chuletas de cordero - dijo Porthos.
-Y yo una pechuga de ave - dijo Aramis.
-Todos os equivocáis, señores - respondió Athos ; coméis caballo.
-¡Vamos! - dijo D’Artagnan.
-¿Caballo? - preguntó Aramis con una mueca de disgusto.
Sólo Porthos no respondió.
-Sí, caballo, ¿no es cierto, Porthos, que comemos caballo? Quizá incluso con arreos y todo.
-No, señores; he guardado el arnés - dijo Porthos.
-A fe que todos somos iguales - dijo Aramis ; se diría que estábamos de acuerdo.
-¡Qué queréis! - dijo Porthos-. Este caballo causaba vergüenza a mis visitantes y no he querido humillarlos.
-Y en cuanto a vuestra duquesa, sigue en las aguas, ¿no es cierto? - prosiguió D’Artagnan.
-Allí sigue - respondió Porthos-. Palabra que el gobernador de la provincia, uno de los gentileshombres que esperaba a cenar hoy, parecía desearlo tanto que se lo he dado.
-¡Dado! - exclamó D’Artagnan.
-¡Oh, Dios mío! ¡Sí, dado! Esa es la palabra - dijo Porthos ; porque ciertamente valía ciento cincuenta luises, y el ladrón no ha querido pagármelo más que en ochenta.
-¿Sin la silla? - dijo Aramis.
-Sí, sin la silla.
-Observaréis, señores - dijo Athos-, que, pese a todo, Porthos ha sido el que mejor negocio ha hecho de todos nosotros.
Se produjo entonces un hurra de risas que dejaron al pobre Porthos completamente atónito; pero pronto se le explicó la razón de aquella hilaridad, que él compartió ruidosamente, según su costumbre.
-¿De modo que todos tenemos dinero? - dijo D’Artagnan.
-No por lo que mí toca - dijo Athos ; me ha parecido tan bueno el vino español de Aramis que he hecho cargar sesenta botellas en el furgón de los lacayos; eso me ha dejado sin nada.
-En cuanto a mí - dijo Aramis-, imaginaos que di hasta mi último céntimo a la iglesia de Montdidier y a los jesuitas de Amiens, he tenido que hacerme cargo de los compromisos que había contraído, misas encargadas por mí y para vos, señores; que se dirán, señores, y que no dudo que nos han de servir de maravilla.
-Y yo - dijo Porthos-, ¿creéis que mi esguince no me ha costado nada? Sin contar la herida de Mosquetón, por la que he tenido que hacer venir al cirujano dos veces al día, el cual me ha hecho pagar doble sus visitas, so pretexto de que ese imbécil de Mosquetón había ido a recibir una bala en un lugar que no se enseña generalmente más que a los boticarios; por eso le he recomendado encarecidamente no volver a dejarse herir ahí.
-Vamos, vamos - dijo Athos, cambiando una sonrisa con D’Artagnan y Aramis-, veo que os habéis comportado a lo grande con vuestro pobre mozo; es propio de un buen amo.
-En resumen - continuó Porthos : pagados mis gastos, me quedará una treintena de escudos.
-Y a mí una decena de pistolas - dijo Aramis.
-Vamos - dijo Athos-, parece que nosotros somos los Cresos de la sociedad. De vuestras cien pistolas, ¿cuánto os queda, D’Artagnan?
-¿De mis cien pistolas? En primer lugar, os he dado cincuenta.
-¿Eso creéis?
-¡Pardiez!
-Ah, es cierto, ahora me acuerdo.
-Luego he pagado seis al hostelero.
-¡Qué animal de hostelero! ¿Por qué le habéis dado seis pistolas?
-Es lo que vos me dijisteis que le diese.
-Es cierto que soy demasiado bueno. En resumen, ¿qué queda?
-Veinticinco pistolas - dijo D’Artagnan.
-Y yo - dijo Athos, sacando algo de calderilla de su bolsillo-, yo…
-Vos, nada.
-A fe que es tan poco que no merece la pena juntarlo en el montón.
-Ahora calculemos cuánto poseemos en total. ¿Porthos?
-Treinta