Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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-A la baronesa de…
-Señor Porthos, no me abruméis.
-A la duquesa de…
-Señor Porthos, sed generoso.
-Tenéis razón, señora; además, no acabaría.
-Pero es que mi marido no quiere oír hablar de prestar.
-Señora Coquenard - dijo Porthos-, acordaos de la primera carta que me escribisteis y que conservo grabada en mi memoria.
La procuradora lanzó un gemido.
-Pero es que, además - dijo ella-, la suma que pedíais prestada era algo fuerte.
-Señora Coquenard, os daba preferencia. No he tenido más que escribir a la duquesa de… No quiero decir su nombre, porque no sé lo que es comprometer a una mujer; pero lo que sí sé es que yo no he tenido más que escribirle para que me enviase mil quinientos.
La procuradora derramó una lágrima.
-Señor Porthos - dijo-, os juro que me habéis castigado de sobra y que si en el futuro os encontráis en semejante paso, no tendréis más que dirigiros a mí.
-Dejémoslo, señora - dijo Porthos, como sublevado ; no hablemos de dinero, por favor, es humillante.
-¡Así que no me amáis ya! - dijo lenta y tristemente la procuradora.
Porthos guardó un silencio majestuoso.
-¿Así es como me respondéis? ¡Ay, comprendo!
-Pensad en la ofensa que me habéis hecho, señora; se me ha quedado aquí - dijo Porthos, poniendo la mano en su corazón y apretando con fuerza.
-¡Yo la repararé, mi querido Porthos!
-Además, ¿qué os pedía? - prosiguió Porthos con un movimiento de hombros lleno de sencillez-. Un préstamo, nada más. Después de todo, no soy un hombre poco razonable. Sé que no sois rica, señora Coquenard, que vuestro marido está obligado a sangrar a los pobres litigantes para sacar unos pobres escudos. Si fueseis condesa, marquesa o duquesa, sería distinto, y en tal caso no podría perdonaros.
La procuradora se picó.
-Sabed, señor Porthos - dijo ella-, que mi caja fuerte, por muy caja fuerte de procuradora que sea, está quizá mejor provista que la de todas vuestras remilgadas anruinadas.
-Doble ofensa la que me hacéis entonces - dijo Porthos soltando el brazo de la procuradora de debajo del suyo ; porque si vos sois rica, señora Coquenard, entonces no hay excusa que valga en vuestra negativa.
-Cuando digo rica - prosiguió la procuradora, que vio que se había dejado arrastrar demasiado lejos-, no hay que tomar la palabra al pie de la letra. No soy lo que se dice rica, pero vivo holgada.
-Mirad, señora - dijo Porthos-, no hablemos más de todo eso, os lo suplico. Me habéis despreciado; entre nosotros la simpatía se apagó.
-¡Qué ingrato sois!
-¡Ah, encima podéis quejaros! - dijo Porthos.
-¡Idos, pues, con vuestra bella duquesa! Yo no os retengo.
-¡Vaya, por lo menos no está tan seca como creo!
-Veamos, señor Porthos, una vez más, la última: ¿Aún me amáis?
-¡Ah, señora! - dijo Porthos con el tono más melancólico que pudo adoptar-. Justo cuando vamos a entrar en campaña, en una campaña en que mis presentimientos me dicen que sere muerto…
-¡Oh, no digáis esas cosas! - exclamó la procuradora estallando en sollozos.
-Algo me lo dice - continuó Porthos, poniéndose más y más melancólico.
-Decid mejor que tenéis un nuevo amor.
-No, os hablo sinceramente. Ningún nuevo amor me conmueve, e incluso siento aquí, en el fondo de mi corazón, algo que habla por vos. Pero dentro de quince días, como sabéis o como quizá no sepáis, esa fatal campaña empieza: voy a estar muy preocupado por mi equipo. Luego voy a hacer un viaje para ver a mi familia, en el fondo de Bretaña, para conseguir la suma necesaria para mi partida.
Porthos notó un último combate entre el amor y la avaricia.
-Y como - continuó - la duquesa que acabáis de ver en la iglesia tiene sus tierras junto a las mías, haremos el viaje juntos. Los viajes, como sabéis, parecen mucho menos largos cuando se hacen acompañado.
-¿No tenéis ningún amigo en Paris, señor Porthos? - dijo la procuradora.
-Creía tenerlo - dijo Porthos adoptando su aire melancólico-, pero he visto claramente que me equivocaba.
-Lo tenéis, señor Porthos, lo tenéis - prosiguió la procuradora en un transporte que le sorprendió a ella misma ; venid mañana a casa. Vos sois hijo de mi tía, por tanto mi primo; venís de Noyon, en Picardía; tenéis varios procesos en Paris y estáis sin procurador. ¿Habéis retenido todo esto?
-Perfectamente, señora.
-Venid a la hora de la comida.
-Muy bien.
-Y manteneos firme ante mi marido, que es marrullero pese a sus setenta y seis años.
-¡Setenta y seis años! ¡Diablo! ¡Hermosa edad! - repuso Porthos. - La edad madura, querréis decir, señor Porthos. Por eso el pobre hombre puede dejarme viuda de un momento a otro - continuó la procuradora lanzando una mirada significativa a Porthos-. Afortunadamente, por contrato de matrimonio, nos hemos pasado todo al último que viva.
-¿Todo? - dijo Porthos. -Todo.
-Ya veo que sois una mujer precavida, mi querida señora Coquenard - dijo Porthos apretando tiernamente la mano de la procuradora.
-¿Estamos, pues, reconciliados, querido señor Porthos? - dijo ella haciendo melindres.
-Para toda la vida - replicó Porthos con el mismo aire.
-Hasta la vista entonces, traidor mío.
-Hasta la vista, olvidadiza mía.
-¡Hasta mañana, angel mío!
-¡Hasta mañana, llama de mi vida!
Capítulo 30 Milady
D’Artagnan había seguido a Milady sin ser notado por ella; la vio subir a su carroza y la oyó dar a su cochero la orden de ir a Saint-Germain.
Era inútil tratar de seguir a pie un coche llevado al trote por dos vigorosos caballos. D’Artagnan volvió, por tanto, a la calle Férou.