Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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-Contaba con entregárosla, mi querido Athos.
-¿A mí? ¿Y eso por qué? -¡Toma! Vos lo habéis matado: son los despojos opimos.
-¡Yo heredero de un enemigo! - dijo Athos-. ¿Por quién me tomáis entonces?
-Es costumbre de guerra - dijo D’Artagnan-. ¿Por qué no habría de ser costumbre de un duelo?
-Ni siquiera he hecho eso en el campo de batalla - dijo Athos.
Porthos se encogió de hombros. Aramis, con un movimiento de labios, aprobó a Athos.
-Entonces - dijo D’Artagnan-, demos este dinero a los lacayos, como lord de Winter nos ha dicho que hagamos.
-Sí - dijo Athos-, demos esa bolsa no a nuestros lacayos, sino a los lacayos ingleses.
Athos cogió la bolsa y la lanzó a las manos del cochero.
-Para vos y vuestros compañeros.
Esta grandeza de modales en un hombre completamente privado de todo, sorprendió al mismo Porthos, y esta generosidad francesa, contada por lord de Winter y su amigo, tuvo gran éxito en todas partes salvo entre los señores Grimaud, Mosquetón Planchet y Bazin.
Lord de Winter dio a D’Artagnan, al despedirse, la dirección de su hermana; vivía en la Place Royale, que era entonces el barrio de moda, en el número 6. Además, se comprometía a ir a recogerlo para presentarlo. D’Artagnan lo citó a las ocho, en casa de Athos.
Aquella presentación a Milady preocupaba mucho la cabeza de nuestro gascón. Recordaba de qué extraña manera se había mezclado aquella mujer hasta entonces en su destino. Estaba convencido de que era alguna criatura del cardenal y, sin embargo, se sentía invenciblemente arrastrado hacia ella por uno de esos sentimientos de que uno no se da cuenta. Su único temor era que Milady reconociese en él al hombre de Meung y de Douvres. En ese caso, ella sabría que era uno de los amigos del señor de Tréville, y, por consiguiente, que pertenecía en cuerpo y alma al rey, lo cual, desde ese momento, le haría perder parte de sus ventajas, porque conocido de Milady como él la conocía a ella, jugaría con ella el mismo juego. En cuanto a aquel principio de intriga entre ella y el conde de Wardes, nuestro presuntuoso se preocupaba más bien poco, aunque el marqués fuera joven, guapo, rico y fuerte en el favor del cardenal. No en balde se tiene veinte años, y, sobre todo, ¡no en balde ha nacido uno en Tarbes!
D’Artagnan comenzó por ir a su casa para hacerse un aseo esplendente; luego se dirigió a la de Athos, y, según su costumbre, se lo contó todo. Athos escuchó sus proyectos; luego movió la cabeza y le recomendó prudencia con algo de amargura.
-¡Vaya! - le dijo-. Acabáis de perder a una mujer que decís que es buena, encantadora y perfecta, y ya estáis corriendo detrás de otra.
D’Artagnan se dio cuenta de la verdad de este reproche.
-Yo amaba a la señora Bonacieux de corazón, mientras que a Milady la amo con la cabeza; al hacerme llevar a su casa, busco sobre todo conocer el papel que juega en la corte.
-¡Diantre, el papel que juega! No es difícil de adivinar después de todo cuanto me habéis dicho. Es un emisario del cardenal: una mujer que os atraerá a una trampa en la que dejaréis sencillamente la cabeza.
-¡Diablos, mi querido Athos! Veis las cosas muy negras, en mi opinión.
-Querido, desconfío de las mujeres, ¿qué queréis? Estoy pagando por ello, y sobre todo de las mujeres rubias. Según me habéis dicho, Milady es rubia.
-Tiene el pelo del rubio más hermoso que se pueda hallar.
-¡Ay, mi pobre D’Artagnan! - exclamó Athos.
-Escuchad, quiero saber; luego, cuando sepa lo que deseo saber me alejaré.
-Ilustraos, pues - dijo flemáticamente Athos.
Lord de Winter llegó a la hora indicada, pero Athos, prevenido a tiempo, pasó a la segunda habitación. Encontró, pues, a D’Artagnao solo, y como eran cerca de las ocho llevó consigo al joven.
Una elegante carroza esperaba abajo, y como estaba enjaezadé con dos excelentes caballos, en un instante estuvieron en la Place Royale.
Milady Clarick recibió graciosamente a D’Artagnan. Su palacete era de una sustuosidad notable; y aunque la mayoría de los ingleses, expulsados por la guerra, abandonaban Francia o estaban a punto de abandonarla, Milady acababa de hacer en su casa nuevos gastos: lo cual probaba que la medida general que despedía a los ingleses no la afectaba.
-Veis aquí - dijo lord de Winter presentando a D’Artagnan a su hermana - a un joven gentilhombre que ha tenido mi vida entre sus manos, y que no ha querido abusar de su ventaja, aunque fuésemos dos veces enemigos, por ser yo quien lo insultó, y por ser inglés. Agradecédselo, pues, señora, si sentís alguna amistad por mí.
Milady frunció ligeramente el entrecejo; una nube apenas visible pasó por su frente, y en sus labios apareció una sonrisa tan extraña que el joven, que vio ese triple matiz, tuvo como un escalofrío.
El hermano no vio nada; se había vuelto para jugar con el mono favorito de Milady, al que había tirado por el jubón.
-Sed bienvenido, señor - dijo Milady con una voz cuya dulzura singular contrastaba con los síntomas de mal humor que acababa de observar D’Artagnan-, hoy habéis adquirido derechos eternos para mi gratitud.
El inglés se volvió entonces y contó el combate sin omitir detalle. Milady escuchó con la mayor atención; sin embargo, se veía fácilmente, por más esfuerzo que hiciese por ocultar sus impresiones, que el relato no le resultaba agradable. La sangre subía a su cabeza, y su pequeño pie se agitaba impacientemente bajo la falda.
Lord de Winter no se dio cuenta de nada. Luego, cuando hubo terminado, se acercó a una mesa donde estaban servidos, sobre una bandeja, una botella de vino español y vasos. Llenó dos vasos y con un gesto invitó a D’Artagnan a beber.
D’Artagnan sabía que era contrariar mucho a un inglés negarse a brindar con él. Se acercó, pues, a la mesa y cogió el segundo vaso. Sin embargo, no había perdido de vista a Milady, y en el cristal vislumbró el cambio que acababa de operarse en su rostro. Ahora que ella no creía ser mirada, un sentimiento que se parecía a la ferocidad animaba su fisonomia. Mordía su pañuelo a dentelladas.
Aquella linda criadita a la que D’Artagnan ya había visto entró entonces; dijo en inglés algunas palabras a lord de Winter, que pidió al punto a D’Artagnan permiso para retirarse, excusándose con la urgencia del asunto que le llamaba, y encargando a su hermana obtener su perdon.
D’Artagnan cambió un apretón de manos con lord de Winter y volvió junto a Milady. El rostro de aquella mujer, con movilidad sorprendente, había recuperado su expresión llena de gracia, y sólo algunas pequeñas manchas rojas sobre su pañuelo indicaban que se había mordido los labios hasta hacerse sangre.
Sus labios eran magníficos, hubiérase dicho de coral.
La conversación tomó un giro jovial. Milady parecía haberse repuesto enteramente. Contó que lord de Winter no era más que su cuñado, y no su hermano: se habia casado con el segundón de la