Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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Por lo demás, al cabo de media hora de conversación D’Artagnan estaba convencido de que Milady era compatriota suya: hablaba francés con una pureza y una elegancia que no dejaban duda alguna al respecto.
D Artagnan se deshizo en palabras galantes y en protestas de afecto. A todas las sandeces que se le escaparon a nuestro gascón, Milady sonrió con benevolencia. Llegó la hora de retirarse. D’Artagnan se despidió de Milady y salió del salón como el más feliz de los hombres.
En la escalera encontró a la linda doncella, que le rozó suavemente al pasar y, ruborizándose hasta el blanco de los ojos, le pidió perdón por haberle tocado con una voz tan dulce que el perdón le fue concedido al instante.
D’Artagnan volvió al día siguiente y fue recibido mejor aún que la víspera. Lord de Winter no estaba, y fue Milady quien esta vez le hizo todos los honores de la velada. Pareció interesarse mucho por él, le preguntó de dónde era, quiénes eran sus amigos, y si no había pensado alguna vez en vincularse al servicio del señor cardenal.
D’Artagnan que, como sabemos, era muy prudente para un gascón de veinte años, se acordó entonces de sus sospechas sobre Milady; le hizo un gran elogio de Su Eminencia, le dijo que no habría dejado de entrar en los guardias del cardenal en lugar de entrar en los guardias del rey si hubiera conocido al señor de Cavois en lugar de conocer al señor de Tréville.
Milady cambió de conversación sin afectación alguna, y preguntó a D’Artagnan de la forma más descuidada del mundo si había estado alguna vez en Inglaterra.
D’Artagnan respondió que había sido enviado por el señor de Tréville para tratar de una remonta de caballos, y que incluso se había traido cuatro como muestra.
En el curso de esta conversación, Milady se pellizcó dos o tres veces los labios: tenía que vérselas con un gascón que jugaba fuerte.
A la misma hora que la víspera D’Artagnan se retiró. En el corredor volvió a encontrar a la linda Ketty, tal era el nombre de la doncella, Esta lo miró con una expresión de misteriosa benevolencia en la que no podía equivocarse. Pero D’Artagnan estaba tan preocupado por el ama que no se fijaba más que en lo que venía de ella.
D’Artagnan volvió a la casa de Milady al día siguiente, y al siguiente, y cada vez Milady le brindó una acogida más graciosa.
Cada vez también, bien en la antecámara, bien en el corredor, bien en la escalinata, volvía a encontrar a la linda doncella.
Pero como ya hemos dicho, D’Artagnan no prestaba ninguna atención a esta persistencia de la pobre Ketty.
Capítulo 32 Una cena de procurador
Mientras tanto, el duelo en el que Porthos había jugado un papel tan brillante no le había hecho olvidar la cena a la que le había invitado la mujer del procurador. Al día siguiente, hacia la una, se hizo dar la última cepillada por Mosquetón, y se encaminó hacia la calle Aux Ours, con el paso de un hombre que tiene dos veces suerte.
Su corazón palpitaba, pero no era, como el de D’Artagnan, por un amor joven a impaciente. No, un interés más material le latigaba la sangre, iba por fin a franquear aquel umbral misterioso, a subir aquella escalinata desconocida que habían construido, uno a uno, los viejos escudos de maese Coquenard.
Iba a ver, en realidad, cierto arcón cuya imagen había visto veinte veces en sus sueños; arcón de forma alargada y profunda, lleno de cadenas y cerrojos, empotrado en el suelo; arcón del que con tanta frecuencia había oído hablar, y que las manos algo secas, cierto, pero no sin elegancia, de la procuradora, iban a abrir a sus miradas admiradoras.
Y luego él, el hombre errante por la tierra, el hombre sin fortuna, el hombre sin familia, el soldado habituado a los albergues, a los tugurios; a las tabernas, a las posadas, el gastrónomo forzado la mayor parte del tiempo a limitarse a bocados de ocasión, iba a probar comidas caseras, a saborear un interior confortable y a dejarse mimar con esos pequeños cuidados que cuanto más duro es uno más placen, como dicen los viejos soldadotes.
Venir en calidad de primo a sentarse todos los días a una buena mesa, desarrugar la frente amarilla y arrugada del viejo procurador, desplumar algo a los jóvenes pasantes enseñándoles la baceta, el passedix y el lansquenete en sus jugadas más finas, y ganándoles a manera de honorarios por la lección que les daba en una hora sus ahorros de un mes, todo esto hacía sonreír enormemente a Porthos.
El mosquetero recordaba bien, de aquí y de allá, las malas ideas que corrían en aquel tiempo sobre los procuradores y que les han sobrevivido: la tacañería, los recortes, los días de ayuno, pero como después de todo, salvo algunos accesos de economía que Porthos había encontrado siempre muy intempectivos, había visto a la procuradora bastante liberal, para una procuradora, por supuesto, esperó encontrar una casa montada de forma halagüeña.
Sin embargo, a la puerta el mosquetero tuvo algunas dudas: el comienzo era para animar a la gente: alameda hedionda y negra, escalera mal aclarada por barrotes a través de los cuales se filtraba la luz de un patio vecino; en el primer piso una puerta baja y herrada con enormes clavos como la puerta principal de Grand Chátelet.
Porthos llamó con el dedo: un pasante alto, pálido y escondido bajo una selva virgen de pelo, vino a abrir y saludó con aire de hombre obligado a respetar en otro al mismo tiempo la altura que indica la fuerza, el uniforme militar que indica el estado, y la cara bermeja que indica el hábito de vivir bien.
Otro pasante más pequeño tras el primero, otro pasante más alto tras el segundo, un mandadero de doce años tras el tercero.
En total, tres pasantes y medio; lo cual, para la época, anunciaba un bufete de los más surtidos.
Aunque el mosquetero sólo tenía que llegar a la una, desde medio día la procuradora tenía el ojo avizor y contaba con el corazón y quizá también con el estómago de su adorador para que adelantase la hora.
La señora Coquenard llegó, pues, por la puerta de la vivienda casi al mismo tiempo que su invitado llegaba por la puerta de la escalera, y la aparición de la digna dama lo sacó de un gran apuro. Los pasantes eran curiosos y él, no sabiendo demasiado bien qué decir a aquella gama ascendente y descendente, permanecía con la lengua muda.
-Es mi primo - exclamó la procuradora ; entrad pues, entrad, señor Porthos.
El nombre de Porthos causó efecto en los pasantes, que se echaron a reír; pero Porthos se volvió, y todos los rostros recuperaron su gravedad.
Llegaron al gabinete del procurador tras haber atravesado la antecámara donde estaban los pasantes, y el estudio donde habrían debido estar; esta última habitación era una especie de sala negra y amueblada, con papelotes. Al salir del estudio, dejaron la cocina a la derecha y entraron en la sala de recibir.
Todas aquellas habitaciones que se comunicaban no inspiraron en Porthos buenas ideas. Las palabras debían oírse desde lejos por todas aquellas puertas abiertas; luego, al pasar, había lanzado una mirada rápida y escrutadora en la cocina, y a sí mismo se confesaba, para vergüenza de la procuradora y para pesar suyo, que no había visto ese fuego, esa animación, ese movimiento que a la hora de una buena comida reinan ordinariamente en ese santuario de la gula.
Indudablemente