Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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Capítulo 33 Doncella y señora
Entre tanto, como hemos dicho, pese a los gritos de su conciencia y a los sabios consejos de Athos, D’Artagnan se enamoraba más de hora en hora de Milady; por eso no dejaba de ir ningún día a hecerle una corte a la que el aventurero gascón estaba convencido de que tarde o temprano no podía dejar ella de corresponderle.
Una noche que llegaba orgulloso, ligero como hombre que espera una lluvia de oro, encontró a la doncella en la puerta cochera; pero esta vez la linda Ketty no se contentó con sonreírle al pasar, le cogió dulcemente la mano.
-¡Bueno! - se dijo D’Artagnan-. Estará encargada de algún mensaje para mí de parte de su señora; va a darme alguna cita que no habrá osado darme ella de viva voz.
Y miró a la hermosa niña con el aire más victorioso que pudo adoptar.
-Quisiera deciros dos palabras, señor caballero… - balbuceó la doncella.
-Habla, hija mía, habla - dijo D’Artagnan-, te escucho.
-Aquí, imposible: lo que tengo que deciros es demasiado largo y sobre todo demasiado secreto.
-¡Bueno! Entonces, ¿qué se puede hacer?
-Si el señor caballero quisiera seguirme - dijo tímidamente Ketty.
-Donde tú quieras, hermosa niña.
-Venid entonces.
Y Ketty, que no había soltado la mano de D’Artagnan, lo arrastró por una pequeña escalera sombría y de caracol, y tras haberle hecho subir una quincena de escalones, abrió una puerta.
-Entrad, señor caballero - dijo-, aquí estaremos solos y podremos hablar.
-¿Y de quién es esta habitación, hermosa niña? - preguntó d’Artagnan.
-Es la mía, señor caballero; comunica con la de mi ama por esta puerta. Pero estad tranquilo no podrá oír lo que decimos, jamás se acuesta antes de medianoche.
D’Artagnan lanzó una ojeada alrededor. El cuartito era encantador de gusto y de limpieza; pero, a pesar suyo, sus ojos se fijaron en aquella puerta que Katty le había dicho que conducía a la habitación de Milady.
Ketty adivinó lo que pasaba en el alma del joven, y lanzó un suspiro.
-¡Amáis entonces a mi ama, señor caballero! - dijo ella.
-¡Más de lo que podría decir! ¡Estoy loco por ella!
Ketty lanzó un segundo suspiro.
-¡Ah, señor - dijo ella-, es una lástima!
-¿Y qué diablos ves en ello que sea tan molesto? - preguntó d’Artagnan.
-Es que, señor - prosiguió Ketty - mi ama no os ama.
-¡Cómo! - dijo d’Artagnan-. ¿Te ha encargado ella decírmelo? -¡Oh, no, señor! Soy yo quien, por interés hacia vos, he tomado la decisión de avisaros.
-Gracias, mi buena Ketty, pero sólo por la intención, porque comprenderás la confidencia no es agradable.
-Es decir, que no creéis lo que os he dicho, ¿verdad?
-Siempre cuesta creer cosas semejantes, hermosa niña, aunque no sea más que por amor propio.
-¿Entonces no me creéis?
-Confieso que hasta que no te dignes darme algunas pruebas de lo que me adelantáis.
-¿Qué decís a esto?
Y Ketty sacó de su pecho un billetito.
-¿Para mí? - dijo d’Artagnan apoderándose préstamente de la carta.
-No, para otro.
-¿Para otro?
-Sí.
-¡Su nombre, su nombre! - exclamó d’Artagnan.
-Mirad la dirección.
-Señor conde de Wardes. El recuerdo de la escena de Saint Germain se apareció de pronto al espíritu del presuntuoso gascón; con un movimiento rápido como el pensamiento, desgarró el sobre pese al grito que lanzó Ketty al ver lo que iba a hacer, o mejor, lo que hacía.
-¡Oh, Dios mío, señor caballero! - dijo-. ¿Qué hacéis?
-¡Yo nada! - dijo d’Artagnan; y leyó:
«No habéis contestado a mi primer billete. ¿Estáis entonces enfermo, o bien habéis olvidado los ojos que me pusisteis en el baile de la señora Guise? Aquí tenéis la ocasión, conde, no la dejéis escapar.»
D’Artagnan palideció; estaba herido en su amor propio, se creyó herido en su amor.
-¡Pobre señor d’Artagnan! - dijo Ketty con voz llena de compasión y apretando de nuevo la mano del joven.
-¿Tú me compadeces, pequeña? - dijo d’Artagnan.
-¡Sí, sí, con todo mi corazón, porque también yo sé lo que es el amor!
-¿Tú sabes lo que es el amor? - dijo d’Artagnan mirándola por primera vez con cierta atención.
-¡Ay, sí!
-Pues bien, en lugar de compadecerme, mejor harías en ayudarme a vengarme de tu ama.
-¿Y qué clase de venganza querríais hacer?
-Quisiera triunfar en ella, suplantar a mi rival.
-A eso no os ayudaré jamás, señor caballero –dijo vivamente Ketty.
-Y eso, ¿por qué? - preguntó d’Artagnan.
-Por dos razones.
-¿Cuáles?
-La primera es que mi ama jamás os amará.
-¿Tú qué sabes?
-La habéis herido en el corazón.
-¡Yo! ¿En qué puedo haberla herido, yo, que desde que la conozco vivo a sus pies como un esclavo? Habla, te lo suplico.
-Eso no lo confesaré nunca más que al hombre… que lea hasta el fondo de mi alma.
D’Artagnan miró a Ketty por segunda vez. La joven era de un frescor y de una belleza que muchas duquesas hubieran comprado con su corona.
-Ketty - dijo él-, yo leeré hasta el fondo de