Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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no! - exclamó Ketty-. ¡Vos no me amáis! ¡Amáis a mi ama, lo habéis dicho hace un momento!

      -Y eso te impide hacerme conocer la segunda razón.

      -La segunda razón, señor caballero - prosiguió Ketty envalentonada por el beso primero y luego por la expresión de los ojos del joven-, es que en amor cada cual para sí.

      Sólo entonces d’Artagnan se acordó de las miradas lánguidas d Ketty y de sus encuentros en la antecámara, en la escalinata, en el corredor, sus roces con la mano cada vez que lo encontraba y sus suspiros ahogados; pero absorto por el deseo de agradar a la gran dama había descuidado a la doncella; quien caza el águila no se preocupa del gorrión.

      Mas aquella vez nuestro gascón vio de una sola ojeada todo el partido que podía sacar de aquel amor que Ketty acababa de confesar de una forma tan ingenua o tan descarada: intercepción de cartas dirigidas al conde de Wardes, avisos en el acto, entrada a toda hora en la habitación de Ketty, contigua a la de su ama. El pérfido, como se vi sacrificaba ya mentalmente a la pobre muchacha para obtener a Milady de grado o por fuerza.

      -¡Y bien! - le dijo a la joven-. ¿Quieres, querida Ketty, que te dé una prueba de ese amor del que tú dudas?

      -¿De qué amor? - preguntó la joven.

      -De ese que estoy dispuesto a sentir por ti.

      -¿Y cuál es esa prueba?

      -¿Quieres que esta noche pase contigo el tiempo que suelo pasar con tu ama?

      -¡Oh, sí! - dijo Ketty aplaudiendo-. De buena gana.

      -Pues bien, querida niña - dijo D’Artagnan sentándose en un sillón-, ven aquí que yo te diga que eres la doncella más bonita qu nunca he visto.

      Y le dijo tantas cosas y tan bien que la pobre niña, que no pedi otra cosa que creerlo, lo creyó… Sin embargo, con gran asombro d D’Artagnan, la joven Ketty se defendía con cierta resolución.

      El tiempo pasa de prisa cuando se pasa en ataques y defensas.

      Sonó la medianoche y se oyó casi al mismo tiempo sonar la campanilla en la habitación de Milady.

      -¡Gran Dios! - exclamó Ketty-. ¡Mi señora me llama! ¡Idos, idos rápido!

      D’Artagnan se levantó, cogió su sombrero como si tuviera intención de obedecer; luego, abriendo con presteza la puerta de un gra armario en lugar de abrir la de la escalera, se acurrucó dentro en medio de los vestidos y las batas de Milady.

      -¿Qué hacéis? - exclamó Ketty.

      D’Artagnan, que de antemano había cogido la llave, se encerró en el armario sin responder.

      -¡Bueno! - gritó Milady con voz agria-. ¿Estáis durmiendo? ¿Por qué no venís cuando llamo?

      Y D’Artagnan oyó que abrían violentamente la puerta de comunicación.

      -Aquí estoy, Milady, aquí estoy - exclamó Ketty lanzándose al encuentro de su ama.

      Las dos juntas entraron en el dormitorio, y como la puerta de comunicación quedó abierta, D’Artagnan pudo oír durante algún tiempo todavía a Milady reñir a su sirvienta; luego se calmó, y la conversación recayó sobre él mientras Ketty arreglaba a su ama.

      -¡Bueno! - dijo Milady-. Esta noche no he visto a nuestro gascón.

      -¡Cómo, señora! - dijo Ketty-. ¿No ha venido? ¿Será infiel antes de ser feliz?

      -¡Oh! No, se lo habrá impedido el señor de Tréville o el señor Des Essarts. Me conozco, Ketty, y sé que a ése lo tengo cogido.

      -¿Qué hará la señora?

      -¿Qué haré?… Tranquilízate, Ketty, entre ese hombre y yo hay algo que él ignora… Ha estado a punto de hacerme perder mi crédito ante Su Eminencia… ¡Oh! Me vengaré.

      -Yo creía que la señora lo amaba.

      -¿Amarlo yo? Lo detesto. Un necio, que tiene la vida de lord de Winter entre sus manos y que no lo mata y así me hace perder trescientas mil libras de renta.

      -Es cierto - dijo Ketty-, vuestro hijo era el único heredero de su tío, y hasta su mayoría vos habríais gozado de su fortuna.

      D’Artagnan se estremeció hasta la médula de los huesos al oír a aquella suave criatura reprocharle, con aquella voz estridente que a ella tanto le costaba ocultar en la conversación, no haber matado a un hombre al que él la había visto colmar de amistad.

      -Por eso - continuó Milady-, ya me habría vengado en él si el cardenal, no sé por qué, no me hubiera recomendado tratarlo con miramiento.

      -¡Oh, sil Pero la señora no ha tratado con miramientos a la mujer que él amaba.

      -¡Ah, la mercera de la calle des Fossoyeurs! Pero ¿no se ha olvidado ya él de que existía? ¡Bonita venganza, a fe!

      Un sudor frío corría por la frente de D’Artagnan: aquella mujer era un monstruo.

      Volvió a escuchar, pero por desgracia el aseo había terminado.

      -Está bien - dijo Milady-, volved a vuestro cuarto y mañana tratad de tener una respuesta a la carta que os he dado.

      -¿Para el señor de Wardes? - dijo Ketty.

      -Claro, para el señor de Wardes.

      -Este me parece - dijo Ketty - una persona que debe de ser todo lo contrario que ese pobre señor D’Artagnan.

      -Salid, señorita - dijo Milady-, no me gustan los comentarios.

      D’Artagnan oyó la puerta que se cerraba, luego el ruido de dos cerrojos que echaba Milady a fin de encerrarse en su cuarto; por su parte, pero con la mayor suavidad que pudo, Ketty dio una vuelta de llave; entonces D’Artagnan empujó la puerta del armario.

      -¡Oh, Dios mío! - dijo en voz baja Ketty-. ¿Qué os pasa? ¡Qué pálido estáis! -¡Abominable criatura! - murmuró D’Artagnan.

      -¡Silencio, silencio salid! - dijo Ketty-. No hay más que un tabique entre mi cuarto y el de Milady, se oye en uno todo lo que se dice en el otro.

      -Precisamente por eso no me marcharé - dijo D’Artagnan.

      -¿Cómo? - dijo Ketty ruborizándose.

      -O al menos me marcharé… más tarde.

      Y atrajo a Ketty hacia él; no había medio de resistir - ¡la resistencia hace tanto ruido!-, por eso Ketty cedió.

      Aquello era un movimiento de venganza contra Milady. D’Artagnan encontró que tenían razón al decir que la venganza es placer de dioses. Por eso, con algo de corazón se habría contentado con esta nueva conquista; mas D’Artagnan sólo tenía ambición y orgullo.

      Sin embargo, y hay que decirlo en su elogio, el primer empleo que hizo de su influencia sobre Ketty fue tratar de saber por ella qué había sido de la señora Bonacieux; pero la pobre

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