Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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día en que Ketty había ido a buscar a D’Artagnan a su casa era día de reunión.

      Ápenas hubo salido Ketty, D’Artagnan se dirigió hacia la calle Férou.

      Encontró a Athos y Aramis que filosofaban. Aramis tenía ciertas veleidades de volver a ponerse la sotana. Athos, según su costumbre, ni lo disuadía ni lo alentaba. Athos era de la opinión de dejar a cada cual a su libre albedrío. Nunca daba consejos a no ser que se los pidieran. E incluso había que pedírselos dos veces.

      -En general, no se piden consejos - decía - más que para no seguirlos; o, si se siguen, es para tener a alguien a quien se puede reprochar el haberlos dado.

      Porthos llegó un momento después de D’Artagnan. Los cuatro amigos estaban, pues, reunidos.

      Los cuatro rostros expresaban cuatro sentimientos distintos: el de Porthos tranquilidad; el de D’Artagnan, esperanza; el de Aramis, inquietud; el de Athos, despreocupación.

      Al cabo de un instante de conversación en la cual Porthos dejó entrever que una persona situada muy arriba había tenido a bien encargarse de sacarle del apuro, entró Mosquetón.

      Venía a rogar a Porthos que pasase a su alojamiento, donde su presencia era urgente, según decía con aire muy lastimoso.

      -¿Es mi equipo? - preguntó Porthos.

      -Sí y no - respondió Mosquetón.

      -Pero ¿qué es lo que quieres decir?…

      -Venid, señor.

      Porthos se levantó, saludó a sus amigos y siguió a Mosquetón.

      Un instante después, Bazin apareció en el umbral de la puerta.

      -¿Para qué me queréis, amigo mío? - dijo Aramis con aquella dulzura de lenguaje que se observaba en él cada vez que sus ideas lo llevaban hacia la iglesia.

      -Un hombre espera al señor en casa - respondió Bazin.

      -¡Un hombre! ¿Qué hombre?

      -Un mendigo.

      -Dadle limosna, Bazin, y decidle que ruege por un pobre pecador.

      -Ese mendigo quiere forzosamente hablaros, y pretende que estaréis encantado de verlo.

      -¿No ha dicho nada de particular para mí?

      -Sí. Si el señor Aramis, ha dicho, duda en venir a buscarme, le anunciaréis que llego de Tours.

      -¿De Tours? - exclamó Aramis-. Señores, mil perdones, pero sin duda este hombre me trae noticias que esperaba.

      Y levantándose al punto se alejó rápidamente.

      Quedaron Athos y D’Artagnan.

      -Creo que esos muchachos han encontrado su solución. ¿Qué pensáis, D’Artagnan? - dijo Athos.

      -Sé que Porthos lleva camino de conseguirlo - dijo D’Artagnan ; y en cuanto a Aramis, a decir verdad, nunca me ha preocupado mucho; pero vos, mi querido Athos, vos que tan generosamente habéis distribuido las pistolas del inglés que eran vuestra legítima, ¿que vais a hacer?

      -Estoy muy contento de haber matado a ese maldito, querido, dado que es pan bendito matar un inglés, pero si me hubiera embolsado sus pistolas me pesarían como un remordimiento.

      -¡Vamos, mi querido Athos! Realmente tenéis ideas inconcebibles.

      -¡Dejémoslo, dejémoslo! El señor de Tréville, que me hizo el honor de visitarme ayer, me dijo que frecuentáis a esos ingleses sospechosos que protege el cardenal.

      -Eso quiere decir que visito una inglesa de la que ya os he hablado.

      -Ah, sí, la mujer rubia respecto a la cual os he dado consejos que naturalmente os habéis cuidado mucho de seguir.

      -Os he dado mis razones.

      -Sí, veis ahí vuestro equipo, según creo por lo que me habéis dicho.

      -¡Nada de eso! He conseguido la certeza de que esa mujer tiene algo que ver con el rapto de la señora Bonacieux.

      -Sí, comprendo; para encontrar a una mujer, hacéis la corte a otra: es el camino más largo, pero el más divertido.

      D’Artagnan estuvo a punto de contárselo todo a Athos; pero un punto lo detuvo: Athos era un gentilhombre severo sobre el pundonor, y en todo aquel pequeño plan que nuestro enamorado había fijado respecto a Milady había ciertas cosas que de antemano, estaba seguro de ello, no obtendrían el asentimiento del puritano; prefirió, pues, guardar silencio, y como Athos era el hombre menos curioso de la tierra, las confidencias de D’Artagnan se quedaron ahí.

      Dejaremos, pues, a los dos amigos, que no tenían nada muy importante que decirse, para seguir a Aramis.

      A la nueva de que el hombre que quería hablarle llegaba de Tours, ya hemos visto con qué rapidez el joven había seguido, o mejor, adelantado a Bazin; no dio, pues, más que un salto de la cane Férou a la calle de Vaugirard.

      Al entrar en su casa, encontró efectivamente a un hombre de estatura baja y ojos inteligentes, pero cubierto de harapos.

      -¿Sois vos quien preguntáis por mí? - dijo el mosquetero.

      -Yo pregunto por el señor Aramis; ¿sois vos quien os llamáis así?

      -Yo mismo; ¿tenéis algo que entregarme?

      -Sí, si me mostráis cierto pañuelo bordado.

      -Helo aquí - dijo Aramis sacando una llave de su pecho y abriendo un cofrecito de madera de ébano incrustado de nácar-, helo aquí, mirad.

      -Está bien - dijo el mendigo-, despedid a vuestro lacayo.

      En efecto, Bazin, curioso por saber lo que el mendigo quería de su maestro, había acompasado el paso al suyo, y había llegado casi al mismo tiempo que él; pero esta celeridad no le sirvió de gran cosa; a la invitación del mendigo, su amo le hizo seña de retirarse, y no tuvo más remedio que obedecer.

      Una vez que Bazin salió, el mendigo lanzó una mirada rápida en torno a él, a fin de asegurarse de que nadie podía verlo ni oírlo, y abriendo su vestido harapiento mal apretado por un cinturón de cuero, se puso a descoser la parte alta de su jubón, de donde sacó una carta.

      Aramis lanzó un grito de alegría a la vista del sello, besó la escritura, y con un respeto casi religioso abrió la epístola, que contenía lo que sigue:

      «Amigo, la suerte quiere que sigamos separados por algún tiempo aún; mas los hermosos días de la juventud no se han perdido sin retorno. Cumplid vuestro deber en el campamento; yo cumplo el mío en otra parte; haced la campaña como gentilhombre valiente, y pensad en mí, que beso tiernamente vuestros ojos negros.

      ¡Adiós, o mejor, hasta luego!»

      El mendigo seguía descosiendo; de sus sucios vestidos sacó una a una ciento cincuenta pistolas dobles de España, que alineó sobre la mesa; luego, abrió la puerta,

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