Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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con una voz temblorosa-. ¿Por qué no entra? Conde, conde - añadió-, ¡sabéis de sobra que os espero! A esta llamada, D’Artagnan alejó suavemente a Ketty y se precipitó en la habitación de Milady.

      Si la rabia y el dolor deben torturar su alma, ésa es la del amante que recibe bajo un nombre que no es el suyo protestas de amor que se dirigen a su afortunado rival.

      D’Artagnan estaba en una situación dolorosa que no había previsto, los celos le mordían el corazón, y sufría casi tanto como la pobre Ketty, que en aquel mismo momento lloraba en la habitación vecina.

      -Sí, conde - decía Milady con su voz más dulce, apretando tiernamente su mano entre las suyas ; sí, soy feliz por el amor que vuestras miradas y vuestras palabras me han declarado cada vez que nos hemos encontrado. También yo os amo. ¡Oh, mañana, mañana, quiero alguna prenda de vos que demuestre que pensáis en mí, y, como podríais olvidarme, tomad!

      Y ella pasó un anillo de su dedo al de D’Artagnan.

      D’Artagnan se acordó de haber visto aquel anillo en la mano de Milady: era un magnífico zafiro rodeado de brillantes.

      El primer movimiento de D’Artagnan fue devolvérselo, pero Milady añadió:

      -No, no, guardad este anillo por amor a mí. Además, aceptándolo - añadió con voz conmovida - me hacéis un servicio mayor de lo que podríais imaginar.

      «Esta mujer está llena de misterios» - murmuró para sus adentros D’Artagnan.

      En aquel momento se sintió dispuesto a revelarlo todo. Abrió la boca para decir a Milady quién era, y con qué objetivo de venganza había venido, pero ella añadió:

      -¡Pobre ángel, a quien ese monstruo de gascón ha estado a punto de matar!

      El monstruo era él.

      -¡Oh! - continuó Milady-. ¿Os hacen sufrir mucho todavía vuestras heridas?

      -Sí, mucho - dijo D’Artagnan, que no sabía muy bien qué responder.

      -Tranquilizaos - murmuró Milady-, yo os vengaré, y cruelmente.

      «¡Maldita sea! - se dijo D’Artagnan-. El momento de las confidencias todavía no ha llegado.»

      Necesitó D’Artagnan algún tiempo todavía para reponerse de este breve diálogo; pero todas las ideas de venganza que había traído se habían desvanecido por completo. Aquella mujer ejercía sobre él un increíble poder, la odiaba y la adoraba a la vez; jamás había creído que estos dos sentimientos tan contrarios pudieran habitar en el mismo corazón y al reunirse formar un amor extraño y en cierta forma diabólico.

      Sin embargo, acababa de sonar la una; hubo que separarse; D’Artagnan, en el momento de dejar a Milady, no sintió más que un vivo pesar por alejarse, y en el adiós apasionado que ambos se dirigieron recíprocamente, convinieron una nueva entrevista para la semana siguiente. La pobre Ketty esperaba poder dirigir algunas palabras a D’Artagnan cuando pasara por su habitación, pero Milady lo guió ella misma en la oscuridad y sólo lo dejó en la escalinata.

      Al día siguiente por la mañana, D’Artagnan corrió a casa de Athos. Estaba empeñado en una aventura tan singular que quería pedirle consejo. Le contó todo. Athos frunció varias veces el ceño.

      -Vuestra Milady - le dijo - me parece una criatura infame, pero no por ello habéis dejado de equivocaros al engañarla; de una forma o de otra, tenéis un terrible enemigo encima.

      Y al hablarle, Athos miraba con atención el zafiro rodeado de diamantes que había ocupado en el dedo de D’Artagnan el lugar del anillo de la reina, cuidadosamente puesto en un escriño.

      -¿Veis este anillo? - dijo el gascón glorioso por exponer a las miradas de sus amigos un presente tan rico.

      -Sí - dijo Athos-, me recuerda una joya de familia.

      -Es hermoso, ¿no es cierto? - dijo D’Artagnan.

      -¡Magnífico! - respondió Athos-. No creía que existieran dos zafiros de unas aguas tan bellas. ¿Lo habéis cambiado por vuestro diamante?

      -No - dijo D’Artagnan : es un regalo de mi hermosa inglesa, o mejor, de mi hermosa francesa, porque, aunque no se lo he preguntado, estoy convencido de que ha nacido en Francia.

      -¿Este anillo os viene de Milady? - exclamó Athos con una voz en la que era fácil distinguir una gran emoción.

      -De ella misma; me lo ha dado esta noche.

      -Enseñadme ese anillo - dijo Athos.

      Athos lo examinó y palideció, luego probó en el anular de su mano izquierda; le iba a aquel dedo como si estuviera hecho para él. Una nube de cólera y de venganza pasó por la frente ordinariamente tranquila del gentilhombre.

      -Es imposible que sea el mismo - dijo-. ¿Cómo iba a encontrarse este anillo en las manos de milady Clarick? Y sin embargo, es muy difícil que haya entre dos joyas un parecido semejante.

      -¿Conocéis este anillo? - preguntó D’Artagnan.

      -Había creído reconocerlo - dijo Athos-, pero sin duda me equivocaba.

      Y lo devolvió a D’Artagnan sin cesar, sin embargo, de mirarlo.

      -Mirad - dijo al cabo de un instante-, D’Artagnan, quitaos ese anillo de vuestro dedo o volved el engaste para dentro; me trae tan crueles recuerdos que no estaría tranquilo para hablar con vos. ¿No venís a pedirme consejos, no me decíais que estabais en apuros sobre lo que debíais hacer?… Esperad… Dejadme ese zafiro: ese al que yo me refiero debe tener una de sus caras rozada a consecuencia de un accidente.

      D’Artagnan sacó de nuevo el anillo de su dedo y se lo entregó a Athos.

      Athos se estremeció.

      -Mirad - dijo-, ved, ¿no es extraño?

      Y mostraba a D’Artagnan aquel rasguño que recordaba debía existir.

      -Pero ¿de quién os venía este zafiro, Athos?

      -De mi madre, que lo tenía de su madre. Como os digo, es una antigua joya… que jamás debió salir de la familia,.

      -Y vos, ¿lo… vendisteis? - preguntó dudando D’Artagnan.

      -No - contestó Athos con una sonrisa singular ; lo di durante una noche de amor, como os lo han dado a vos.

      D’Artagnan permaneció pensativo a su vez; le parecía ver en el alma de Milady abismos cuyas profundidades eran sombrías y desconocidas.

      Metió el anillo no en su dedo sino en su bolsillo.

      -Oíd - le dijo Athos cogiéndole la mano-, ya sabéis cuánto os amo, D’Artagnan; si tuviera un hijo no lo querría tanto como a vos. Pues bien, creedme, renunciad a esa mujer. No la conozco, pero una especie de intuición me dice que es una criatura perdida, y que hay algo de fatal en ella.

      -Y tenéis razón - dijo D’Artagnan-. También yo me aparto de ella; os confieso que esa mujer me asusta a mí incluso.

      -¿Tendréis

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