Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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Читать онлайн книгу Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas страница 189
-Pensad que su nombre es todo mi secreto.
-Sin embargo, es necesario que yo sepa su nombre.
-Sí, es necesario. ¡Ya veis la confianza que tengo en vos!
-Me colmáis de alegría. ¿Cómo se llama?
-Vos lo conocéis.
-¿De verdad?
-¿No será uno de mis amigos? - prosiguió D’Artagnan jugando a la duda para hacer creer en su ignorancia.
-Y si fuera uno de vuestros amigos, ¿dudaríais? - exclamó Milady. Y un destello de amenaza pasó por sus ojos.
-¡No, aunque fuese mi hermano! - exclamó D’Artagnan como arrebatado por el entusiasmo.
Nuestro gascón se adelantaba sin peligro porque sabía adónde iba.
-Amo vuestra adhesión - dijo Milady.
-¡Ay! ¿Sólo eso amáis en mí? - preguntó D’Artagnan.
-Os amo también a vos - dijo ella cogiéndole la mano.
Y la ardiente presión hizo temblar a D’Artagnan como si por el tacto aquella fiebre que quemaba a Milady lo ganase a él.
-¡Vos me amáis! - exclamó-. ¡Oh, si así fuera, sería para volverse loco!
Y la envolvió en sus dos brazos. Ella no trató de apartar sus labios de su beso, sólo que no lo devolvió.
Sus labios estaban fríos: a D’Artagnan le pareció que acababa de besar a una estatua.
No por ello estaba menos ebrio de alegría, electrizado de amor; creía casi en la ternura de Milady; creía casi en el crimen de de Wardes. Si de Wardes hubiera estado en ese momento al alcance de su mano, lo habría matado.
Milady aprovechó la ocasión.
-Se llama… - dijo ella a su vez.
-De Wardes, lo sé - exclamó D’Artagnan.
-¿Y cómo lo sabéis? - preguntó Milady cogiéndole las dos manos y tratando de llegar por sus ojos hasta el fondo de su alma.
D’Artagnan sintió que se había dejado llevar y que había cometido una falta.
-Decid, decid, pero decid - repetía Milady-, ¿cómo lo sabéis?
-¿Cómo lo sé? - dijo D’Artagnan.
-Sí.
-Lo sé porque ayer de Wardes, en un salón en el que yo estaba, ha mostrado un anillo que decía tener de vos.
-¡Miserable! - exclamó Milady.
El epíteto, como se supondrá, resonó hasta en el fondo del corazón de D’Artagnan.
-¿Y bien? - continuó ella.
-Pues bien, os vengaré de ese miserable - replicó D’Artagnan dándose aires de don Japhet de Armenia.
-Gracias, mi bravo amigo - exclamó Milady-. ¿Y cuándo seré vengada?
-Mañana, ahora mismo, cuando vos queráis.
Milady iba a exclamar: «Ahora mismo»; pero pensó que semejante precipitación sería poco graciosa para D’Artagnan.
Por otra parte, tenía mil precauciones que tomar, mil consejos que dar a su defensor, para que evitara explicaciones ante testigos con el conde. Todo esto estaba previsto por una frase de D’Artagnan.
-Mañana - dijo - seréis vengada o yo estaré muerto.
-¡No! - dijo ella-. Me vengaréis, pero no moriréis. Es un cobarde.
-Con las mujeres puede ser, pero no con los hombres. Sé algo sobre eso.
-Pero me parece que en vuestra pelea con él no habéis tenido que quejaros de la fortuna.
-La fortuna es una cortesana: favorable ayer, puede traicionar mañana.
-Lo cual quiere decir que ahora dudáis.
-No, no dudo, Dios me libre; pero, ¿sería justo dejarme ir a un muerte posible sin haberme dado al menos algo más que esperanza?
Milady respondió con una ojeada que quería decir:
«¿Sólo es eso? Marchaos, pues.
» Luego, acompañando la mirada de palabras explicativas:
-Es demasiado justo - dijo con ternura.
-¡Oh, sois un ángel! - dijo el joven.
-¿O sea que todo convenido? - dijo ella.
-Salvo lo que os pido, querida mía.
-Pero ¿cuando os digo que podéis confiar en mi ternura?
-No tengo el día de mañana para esperar.
-Silencio; oigo a mi hermano, es inútil que os encuentre aquí Llamó. Apareció Ketty.
-Salid por esa puerta - dijo ella empujándolo hacia una puertecilla oculta-, y volved a las once; acabaremos esta entrevista. Ketty os introducirá en mi cuarto.
La pobre niña pensó caerse hacia atrás al oír estas palabras.
-Y bien, ¿qué hacéis, señorita, permaneciendo ahí inmóvil com una estatua? - Vamos, llevad al caballero; y esta noche, a las once, habéis oído.
-Parece que sus citas son siempre a las once - pensó D’Artagnan ; es un hábito adquirido.
Milady le tendió una mano que él beso tiernamente.
-Veamos - dijo al retirarse y respondiendo apenas a los reproches de Ketty-, veamos, no hagamos el imbécil; decididamente es una mujer es una gran malvada; tengamos cuidado.
Capítulo 37 El secreto de Milady
D’Artagnan había salido del palacete en vez de subir inmediatamen a la habitación de Ketty, pese a las instancias que le había hecho la joven, y esto por dos razones: la primera, porque de esta forma evitaba los reproches, las recriminaciones, las súplicas; la segunda, porque no le importaba leer un poco en su pensamiento y, si era posible, en el de aquella mujer.
Todo cuanto él tenía de más claro dentro es que D’Artagnan amaba a Milady como un loco y que ella no lo amaba nada de nada. Por un instante, D’Artagnan comprendió que lo mejor que podría hacer sería regresar a su casa y escribirle a Milady una larga carta en la que le confesaría que él y de Wardes eran hasta el presente completamente el mismo, que por consiguiente no podía comprometerse, su pena de suicidio,