Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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estoy para nadie - dijo Milady-. ¿Entendéis? Para nadie El lacayo salió.

      D’Artagnan lanzó una mirada curiosa sobre Milady; estaba pálida y tenía los ojos fatigados, bien por las lágrimas, bien por el insomnio Se había disminuido adrede el número habitual de luces, y sin embargo, la joven no podía llegar a ocultar las marcas de la fiebre que la había devorado desde hacía dos días.

      D’Artagnan se acercó a ella con su galantería de costumbre; ella hizo entonces un esfuerzo supremo para recibirlo, pero jamás fisonomía más turbada desmintió sonrisa más amable.

      A las preguntas que D’Artagnan le hizo sobre su salud:

      -Mala - respondió ella - muy mala.

      -Pero entonces - dijo D’Artagnan-, soy indiscreto, tenéis sin duda necesidad de reposo y voy a retirarme.

      -No - dijo Milady ; al contrario, quedaos, señor D’Artagnar vuestra amable compañía me distraerá.

      «¡Oh, oh! - pensó D’Artagnan-. Nunca ha estado tan encantadora, desconfiemos. »

      Milady adoptó el aire más afectuoso que pudo adoptar, y dio toda la brillantez posible a su conversación. Al mismo tiempo aquella fiebre que la había abandonado hacía un instante volvía a dar brillo a sus ojos, color a sus mejillas, carmín a sus labios. D’Artagnan volvió a encontrar a la Circe que ya le había envuelto en sus encantos. Su amor, qu él creía apagado y que sólo estaba adormecido, se despertó en su corazón. Milady sonreía y D’Artagnan sentía que se condenaría por aquella sonrisa.

      Hubo un momento en que sintió algo como un remordimiento por lo que había hecho contra ella.

      Poco a poco Milady se volvió más comunicativa. Preguntó a D’Artagnan si tenía un amante.

      -¡Ay! - dijo D’Artagnan con el aire más sentimental que pudo adoptar-. ¿Sois tan cruel para hacerme una pregunta semejante a mi que desde que os he visto no respiro ni suspiro más que por vos y para vos?

      Milady sonrió con una sonrisa extraña.

      -¿O sea que me amáis? - dijo ella.

      -¿Necesito decíroslo? ¿No os habéis dado cuenta?

      -Claro, pero ya lo sabéis, cuanto más orgullosos son los corazones, más difíciles son de coger.

      -¡Oh, las dificultades no me asustan! - dijo D’Artagnan-. Sólo las cosas imposibles me espantan.

      -Nada es imposible - dijo Milady - para un amor verdadero.

      -¿Nada, señora?

      -Nada - contestó Milady.

      «¡Diablo! - prosiguió D’Artagnan para sus adentros-. La nota ha cambiado. ¿Se habrá enamorado la caprichosa de mí por casualidad, y estaría dispuesta a darme a mí mismo algún otro zafiro igual al que me ha dado al tomarme por de Wardes?» D’Artagnan acercó con presteza su silla a Milady.

      -Veamos - dijo ella-, ¿qué haríais para probar ese amor de que habláis?

      -Todo cuanto se exigiera de mí. Que me manden, estoy dispuesto.

      -¿A todo?

      -¡A todo! - exclamó D’Artagnan, que sabía de antemano que no arriesgaba gran cosa arriesgándose así.

      -Pues bien, hablemos un poco - dijo a su vez Milady, acercando su sillón a la silla de D’Artagnan.

      -Os escucho, señora - dijo éste.

      Milady permaneció un instante preocupada y como indecisa; luego, pareciendo adoptar una resolución, dijo:

      -Tengo un enemigo.

      -¿Vos, señora? - exclamó D’Artagnan fingiendo sorpresa-. ¿Es posible, Dios mío? ¿Hermosa y buena como sois?

      -¡Un enemigo mortal!

      -¿De verdad?

      -Un enemigo que me ha insultado tan cruelmente que entre él y yo hay una guerra a muerte. ¿Puedo contar con vos como auxiliar?

      D’Artagnan comprendió inmediatamente adónde quería ir aquella vengativa criatura.

      -Podéis, señora - dijo con énfasis ; mi brazo y mi vida os pertenecen como mi amor.

      -Entonces - dijo Milady-, puesto que sois tan generoso como enamorado…

      Se detuvo.

      -¿Y bien? - preguntó D’Artagnan.

      -Y bien - prosiguió Milady tras un momento de silencio-, cesad desde hoy de hablar de imposibilidades.

      -No me agobiéis con mi dicha - exclamó D’Artagnan precipitándose de rodillas y cubriendo de besos las manos que le dejaban.

      «Véngame de ese infame de Wardes - murmuró Milady entre dientes-, y sabré desembarazarme de ti luego, ¡doble tonto, hoja de espada viviente!»

      «Cae voluntariamente entre mis brazos después de haberme burlado descaradamente, hipócrita y peligrosa mujer - pensaba D’Artagnan por su parte-, y luego me reiré de ti con aquel a quien quieres matar por mi mano.

      » D’Artagnan alzó la cabeza.

      -Estoy dispuesto - dijo.

      -¿Me habéis, pues, comprendido, querido señor D’Artagnan? - dijo Milady.

      -Adivinaré una de vuestras miradas.

      -¿O sea que emplearíais por mí vuestro brazo, que tanta fama ha conseguido ya?

      -Ahora mismo.

      -Pero y yo - dijo Milady-, ¿cómo pagaré semejante servicio? Conozco a los enamorados, son personas que no hacen nada por nada.

      -Vos sabéis la única respuesta que yo deseo - dijo D’Artagnan-, la única que sea digna de vos y de mí.

      Y la atrajo dulcemente hacia él.

      Ella resistió apenas.

      -¡Interesado! - dijo ella sonriendo.

      -¡Ah! - exclamó D’Artagnan verdaderamente arrastrado por la pasión que esta mujer tenía el don de encender en su corazón-. ¡Ay, cuán inverosímil me parece esta dicha! Tras haber tenido siempre miedo a verla desaparecer como un sueño, tengo prisa por hacerla realidad.

      -Pues bien, mereced esa pretendida dicha.

      -Estoy a vuestras órdenes - dijo D’Artagnan.

      -¿Seguro? - preguntó Milady con una última duda.

      -Nombradme al infame que ha podido hacer llorar vuestros hermosos ojos.

      -¿Quién os dice que he llorado? - dijo ella.

      -Me parecía…

      -Las

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