Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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de sueño. D’Artagnan se precipitó con tanta fuerza en la antecámara, que estuvo a punto de derribarlo al entrar.

      Pese al mutismo habitual del pobre muchacho, esta vez la palabra le vino.

      -¡Eh, eh, eh! - exclamó-. ¿Qué queréis, corredora? ¿Qué pedís, bribona? D’Artagnan alzó sus cofias y sacó sus manos de debajo de la manteleta; a la vista de sus mostachos y de su espada desnuda, el pobre diablo se dio cuenta de que tenía que vérselas con un hombre.

      Creyó entonces que era algún asesino.

      -¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Socorro! - gritó.

      -¡Cállate desgraciado! - dijo el joven-. Soy D’Artagnan, ¿no me reconoces? ¿Dónde está tu amo?

      -¡Vos, señor D’Artagnan! - exclamó Grimaud espantado-. Imposible.

      -Grimaud - dijo Athos saliendo de su cuarto en bata-, creo que os permitís hablar.

      -¡Ay, señor, es que!…

      -Silencio.

      Grimaud se contentó con mostrar con el dedo a su amo a D’Artagnan.

      Athos reconoció a su camarada, y con lo flemático que era soltó una carcajada que motivaba de sobra la mascarada extraña que ante sus ojos tenía: cofias atravesadas, faldas que caían sobre los zapatos, mangas remangadas y mostachos rígidos por la emoción.

      -No os riáis, amigo mío - exclamó D’Artagnan ; por el cielo, no os riáis, porque, por mi alma os lo digo, no hay nada de qué reírse.

      Y pronunció estas palabras con un aire tan solemne y con un espanto tan verdadero que Athos le cogió las manos al punto exclamando:

      -¿Estaréis herido, amigo mío? ¡Estáis muy pálido!

      -No, pero acaba de ocurrirme un suceso terrible. ¿Estáis solo, Athos?

      -¡Pardiez! ¿Quién queréis que esté en mi casa a esta hora?

      -Bueno, bueno.

      Y D’Artagnan se precipitó en la habitación de Athos.

      -¡Venga, hablad! - dijo éste cerrando la puerta y echando los cerrojos para no ser molestados-. ¿Ha muerto el rey? ¿Habéis matado al señor cardenal? Estáis completamente cambiado; veamos, veamos, decid, porque realmente me muero de inquietud.

      -Athos - dijo D’Artagnan desembarazándose de sus vestidos de mujer y apareciendo en camisón-, preparaos para oír una historia increíble, inaudita.

      -Poneos primero esta bata - dijo el mosquetero a su amigo.

      D’Artagnan se puso la bata, tomando una manga por otra: ¡tan emocionado estaba todavía!

      -¿Y bien? - dijo Athos.

      -Y bien - respondió D’Artagnan inclinándose hacia él oído de Athos y bajando la voz : Milady está marcada con una flor de lis en el hombro.

      -¡Ay! - gritó el mosquetero como si hubiera recibido una bala en el corazón.

      -Veamos - dijo D’Artagnan-, ¿estáis seguros de que la otra está bien muerta?

      -¿La otra? - dijo Athos con una voz tan sorda que apenas si D’Artagnan la oyó.

      -Sí, aquella de quien un día me hablasteis en Amiens.

      Athos lanzó un gemido y dejó caer su cabeza entre las manos.

      -Ésta - continuó D’Artagnan - es una mujer de veintiséis a veintiocho años.

      -Rubia - dijo Athos-, ¿no es cierto?

      -Sí.

      -¿De ojos azul claro, con una claridad extraña, con pestañas y cejas negras? -Sí.

      -¿Alta, bien hecha? Le falta un diente junto al canino de la izquierda.

      -Sí.

      -¿La flor de lis es pequeña, de color rojizo y como borrada por las capas de crema que le aplica.

      -Sí.

      -Sin embargo ¡vos decís que es inglesa!

      -Se llama Milady, pero puede ser francesa. A pesar de esto, lord de Winter no es más que su cuñado.

      -Quiero verla, D’Artagnan.

      -Tened cuidado, Athos, tened cuidado; habéis querido matarla, es mujer para devolvérosla y no fallar en vos.

      -No se atreverá a decir nada porque sería denunciarse a sí misma.

      -¡Es capaz de todo! ¿La habéis visto alguna vez furiosa?

      -No - dijo Athos.

      -¡Una tigresa, una pantera! ¡Ay, mi querido Athos, tengo miedo de haber atraído sobre nosotros dos una venganza terrible! D’Artagnan contó entonces todo: la cólera insensata de Milady y sus amenazas de muerte.

      -Tenéis razón y por mi alma que no daré mi vida por nada - dijo Athos-. Afortunadamente, pasado mañana dejamos Paris; con toda probabilidad vamos a La Rochelle, y una vez ¡dos…

      -Os seguiría hasta el fin del mundo, Athos, si os reconociese; dejad que su odio se ejerza sobre mí sólo.

      -¡Ay, querido amigo! ¿Qué me importa que ella me mate? - dijo Athos-. ¿Acaso pensáis que amo la vida?

      -Hay algún horrible misterio en todo esto, Athos. Esta mujer es la espía del cardenal, ¡estoy seguro! -En tal caso, tened cuidado. Si el cardenal no os tiene en alta estima por el asunto de Londres, os tiene en gran odio; pero como, a fin de cuentas, no puede reprocharos ostensiblemente nada y es preciso que su odio se satisfaga, sobre todo cuando es un odio - de cardenal, tened cuidado. Si salís, no salgáis solo; si coméis, tomad vuestras precauciones; en fin, desconfiad de todo, incluso de vuestra sombra.

      -Por suerte - dijo D’Artagnan-, sólo se trata de llegar a pasado mañana por la noche sin tropiezo, porque una vez en el ejército espero que sólo tengamos que temer a los hombres.

      -Mientras tanto - dijo Athos-, renuncio a mis proyectos de reclusión, a iré por todas partes junto a vos; es preciso que volváis a la calle des Fossoyeurs, os acompaño.

      -Pero por cerca que esté de aquí - replicó D’Artagnan-, no puedo volver así.

      -Es cierto - dijo Athos. Y tiró de la campanilla.

      Grimaud entró.

      Athos le hizo señas de ir a casa de D’Artagnan y traer de allí vestidos.

      Grimaud respondió con otra señal que comprendía perfectamente y partió.

      -¡Ah! Con todo esto nada hemos avanzado en cuanto al equipo, querido amigo - dijo Athos ; porque, si no me equivoco, habéis dejado vuestro traje en casa de Milady, que sin duda no tendrá la atención de devolvéroslo. Suerte que tenéis el zafiro.

      -El

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