Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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-Pero si es una mujer la que escribe - dijo Aramis-, y esa mujer desea no ser vista, pensad que la comprometéis, D’Artagnan, cosa que está mal por parte de un gentilhombre.
-Nos quedaremos detrás - dijo Porthos-, y sólo él se adelantará.
-Sí, pero un disparo de pistola puede ser disparado fácilmente desde una carroza que va al galope.
-¡Bah! - dijo D’Artagnan-. Me fallarán. Alcanzaremos entonces la carroza y mataremos a quienes se encuentren dentro. Serán otros tantos enemigos menos.
-Tiene razón - dijo Porthos-. ¡Batalla! Además, tenemos que probar nuestras armas.
-¡Bueno, démonos ese placer! - dijo Aramis con su aire dulce y despreocupado.
-Como queráis - dijo Athos.
-Señores - dijo D’Artagnan-, son las cuatro y media; tenemos justo el tiempo de estar a las seis en la ruta de Chaillot.
-Además, si salimos demasiado tarde, nos verían, lo cual es perjudicial. Vamos pues, a prepararnos, señores.
-Pero esa segunda carta - dijo Athos : os olvidáis de ella; sin embargo, me parece que el sello indica que merece ser abierta; en cuanto a mí, declaro, mi querido D’Artagnan, que me preocupa mucho más que la pequeña chuchería que acabáis de deslizar sobre vuestro corazón-.
D’Artagnan enrojeció.
-Pues bien - dijo el joven-, veamos, señores, qué me quiere Su Eminencia.
Y D’Artagnan abrió la carta y leyó:
«El señor D’Artagnan, guardia del rey, en la compañía Des Essarts, es esperado en el Palais Cardinal esta noche a las ocho.
LA HOUDINIÈRE
Capitán de los guardias.»
-¡Diablos! - dijo Athos-. Ahí tenéis una cita tan inquietante como la otra, pero de forma distinta.
-Iré a la segunda al salir de la primera - dijo D’Artagnan ; la una es para las siete, la otra para las ocho; habrá tiempo para todo.
-¡Hum! Yo no iría - dijo Aramis ; un caballero galante no puede faltar a una cita dada por una dama, pero un gentilhombre prudente puede excusarse de no ir a casa de Su Eminencia, sobre todo cuando tiene razones para creer que no es para que lo feliciten.
-Soy de la opinión de Aramis - dijo Porthos.
-Señores - respondió D’Artagnan - ya he recibido del señor de Cavois una invitación semejante de Su Eminencia; me despreocupé de ella, y al día siguiente me ocurrió una desgracia. Constance desapareció; por lo que pueda pasar, iré.
-Si es una decisión - dijo Athos-, hacedlo.
-Pero ¿y la Bastilla? - dijo Aramis.
-¡Bah, vosotros me sacaréis! - replicó D’Artagnan.
-Por supuesto - contestaron Aramis y Porthos con un aplomo admirable y como si fuera la cosa más sencilla-, por supuesto que os sacaremos; pero entretanto, como debemos marcharnos pasado mañana, haríais mejor en no correr el riesgo de la Bastilla.
-Hagamos otra cosa mejor - dijo Athos : no le perdamos de vista durante la velada, y esperémosle cada uno de nosotros en una puerta del Palais con tres mosqueteros detrás de nosotros; si vemos salir algún coche con la portezuela cerrada y medio sospechoso, le caemos encima. Hace mucho tiempo que no nos hemos peleado con los guardias del señor cardenal, y el señor de Tréville debe de creernos muertos.
-Decididamente, Athos - dijo Aramis-, estáis hecho para general del ejército; ¿qué decís del plan, señores?
-Admirable! - repitieron a coro los jóvenes.
-Pues bien - dijo Porthos-, corro a palacio, prevengo a nuestros camaradas que estén preparados para las ocho; la cita será en la plaza del Palais Cardinal; vos, durante ese tiempo, haced ensillar los caballos para los lacayos.
-Pero yo no tengo caballo - dijo D’Artagnan ; voy a coger uno hasta casa del señor de Tréville.
-Es inútil - dijo Aramis-, cogeréis uno de los míos.
-¿Cuántos tenéis entonces? - preguntó D’Artagnan.
-Tres - respondió sonriendo Aramis.
-Querido - dijo Athos-, sois desde luego el poeta mejor montado de Francia y Navarra.
-Escuchad, mi querido Aramis, no sabéis qué hacer con tres caballos, ¿verdad? No comprendo siquiera que hayáis comprado tres caballos.
-Claro, no he comprado más que dos - dijo Aramis.
-Y el tercero, ¿os caído del cielo?
-No, el tercero me ha sido traído esta misma mañana por un criado sin librea que no ha querido decirme a quién pertenecía y que me ha asegurado haber recibido la orden de su amo…
-O de su ama - interrumpió D’Artagnan.
-Eso da igual - dijo Aramis poniéndose colorado —… y que me ha asegurado, decía, haber recibido de su ama la orden de poner ese caballo en mi cuadra sin decirme de parte de quién venía.
-Sólo a los poetas os ocurren esas cosas - replicó gravemente Athos.
-Pues bien, en tal caso, hagamos las cosas lo mejor posible - dijo.
_¿Cuál de los dos caballos montaréis, el que habéis comprado o el que os han dado?
-El que me han dado, sin discusión; comprenderéis, D’Artagnan, que no puedo hacer esa injuria…
-Al donante desconocido - contestó D’Artagnan.
-O a la donante misteriosa - dijo Athos.
-Entonces, ¿el que habéis comprado se os vuelve inútil?
-Casi.
-¿Y lo habéis escogido vos mismo?
-Y con el mayor cuidado; como sabéis, la seguridad del caballero depende casi siempre de su caballo.
-Bueno, cedédmelo por el precio que os ha costado.
-Iba a ofrecéroslo, mi querido D’Artagnan, dándoos el tiempo que necesitéis para devolverme esa bagatela.
-¿Y cuánto os ha costado?
-Ochocientas libras.
-Aquí tenéis cuarenta pistolas dobles, mi querido amigo - dijo D’Artagnan sacando la suma de su bolsillo; sé que es ésta la moneda con que os pagan vuestros poemas.
-Entonces, ¿tenéis fondos? - dijo Aramis.
-Muchos, muchísimos, querido.
Y D’Artagnan hizo sonar en su bolso el resto de sus pistolas.
-Mandad