Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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Estaba en tan triste conclusión cuando entró en la antecámara. Entregó su carta al ujier de servicio, que lo hizo pasar a la sala de espera y se metió en el interior del palacio.
En aquella sala de espera había cinco o seis guardias del señor cardenal que, al reconocer a D’Artagnan y sabiendo que era él quien había herido a Jussac, lo miraban sonriendo de manera singular.
Aquella sonrisa le pareció a D’Artagnan de mal augurio; sólo que como nuestro gascón no era fácil de intimidar, o mejor, gracias a un orgullo natural de las gentes de su región, no dejaba ver fácilmente lo que pasaba en su alma cuando aquello que pasaba se parecía al temor, se plantó orgullosamente ante los señores guardias y esperó con la mano en la cadera, en una actitud que no carecía de majestad.
El ujier volvió a hizo seña a D’Artagnan de seguirlo. Le pareció al joven que los guardias, al verlo alejarse, cuchicheaban entre sí.
Siguió un corredor, atravesó un gran salón, entró en una biblioteca y se encontró frente a un hombre sentado ante un escritorio y que escribía.
El ujier lo introdujo y se retiró sin decir una palabra. D’Artagnan permaneció de pie y examinó a aquel hombre.
D’Artagnan creyó al principio que tenía que habérselas con algún juez examinando su dossier, pero se dio cuenta de que el hombre del escritorio escribía o mejor corregía líneas de desigual longitud, contando las palabras con los dedos; vio que estaba frente a un poeta; al cabo de un instante, el poeta cerró su manuscrito sobre cuya cubierta estaba escrito: MIRAME, tragedia en cinco actos, y alzó la cabeza.
D’Artagnan reconoció al cardenal.
Capítulo 40 El cardenal
El cardenal apoyó su codo sobre su manuscrito, su mejilla sobre su mano, y miró un instante al joven. Nadie tenía el ojo más profundamente escrutador que el cardenal, y D’Artagnan sintió aquella mirada correr por sus venas como una fiebre.
Sin embargo puso buena cara, teniendo su sombrero en sus manos y esperando el capricho de Su Eminencia, sin demasiado orgullo, pero también sin demasiada humildad.
-Señor - le dijo el cardenal-, ¿sois vos un D’Artagnan del Béarn?
-Sí, monseñor - respondió el joven.
-Hay muchas ramas de D’Artagnan en Tarbes y en los alrededores - dijo el cardenal ; ¿a cuál pertenecéis vos?
-Soy hijo del que hizo las guerras de religión con el gran rey Enrique, padre de Su Graciosa Majestad.
-Eso está bien. ¿Sois vos quien salisteis hace siete a ocho meses más o menos de vuestra región para venir a buscar fortuna a la capital?
-Sí, monseñor.
-Vinisteis por Meung, donde os ha ocurrido algo, no sé muy bien qué, pero algo.
-Monseñor - dijo D’Artagnan-, lo que me pasó…
-Inútil, inútil - replicó el cardenal con una sonrisa que indicaba que conocía la historia tan bien como el que quería contársela; estabais recomendado al señor de Tréville, ¿no es así?
-Sí, monseñor, pero precisamente, en ese desgraciado asunto de Meung…
-Se perdió la carta - prosiguió la Eminencia ; sí, ya sé eso; pero el señor de Tréville es un fisonomista hábil que conoce a los hombres a primera vista, y os ha colocado en la compañía de su cuñado, el señor des Essarts, dejándoos la esperanza de que un día a otro entraríais en los mosqueteros.
-Monseñor está perfectamente informado - dijo D’Artagnan.
-Desde esa época os han pasado muchas cosas: os habéis paseado por detrás de los Chartreux cierto día que más hubiera valido que estuvieseis en otra parte; luego habéis hecho con vuestros amigos un viaje a las aguas de Forges; ellos se han detenido en ruta, pero vos habéis continuado vuestro camino. Es muy sencillo, teníais asuntos en Inglaterra.
-Monseñor - dijo D’Artagnan completamente desconcertado-, yo iba…
-De caza, a Windsor, o a otra parte, eso no importa a nadie. Sé eso, porque mi obligación consiste en saberlo todo. A vuestro regreso, habéis sido recibido por una augusta persona, y veo con placer que habéis conservado el recuerdo que os ha dado.
D’Artagnan llevó la mano al diamante que tenía de la reina, y volvió con presteza el engaste hacia dentro; pero era demasiado tarde.
-Al día siguiente de esa fecha, habéis recibido la visita de Cavois - prosiguió el cardenal ; iba a rogaros que pasaseis por el Palais; esa visita no la habéis hecho, y habéis cometido un error.
-Monseñor, temía haber incurrido en desgracia con Vuestra Eminencia.
-¡Vaya! Y eso, ¿por qué señor? Por haber seguido las órdenes de vuestros superiores con más inteligencia y valor de lo que otro hubiera hecho. ¿Incurrir en mi desgracia cuando merecíais elogios? Son las personas que no obedecen las que yo castigo, y nos la que, como vos, obedecen… demasiado bien… Y la prueba, recordad la fecha del día en que os había dicho que vinierais a verme, buscad en vuestra memoria lo que pasó aquella misma noche.
Era la misma noche en que había tenido lugar el rapto de la señora Bonacieux; D’Artagnan se estremeció, y recordó que media hora antes la pobre mujer había pasado a su lado, arrastrada sin duda por la misma potencia que la había hecho desaparecer.
-En fin - continuó el cardenal - como no oía hablar de vos desde hace algún tiempo, he querido saber qué hacíais. Además, me debéis alguna gratitud: vos mismo habréis observado con qué miramientos habéis sido tratado en todas las circunstancias.
D’Artagnan se inclinó con respeto.
-Eso - continuó el cardenal-, se debía no sólo a un sentimiento de equidad natural, sino además a un plan que yo me había trazado respecto a vos.
D’Artagnan estaba cada vez más asombrado.
-Yo quería exponeros ese plan el día que recibisteis mi primera invitación; pero no vinisteis. Por suerte, nada se ha perdido con ese retraso, y hoy vais a oírlo. Sentaos ahí, delante de mí, señor D Artagnan: sois lo suficientemente buen gentilhombre para no escuchar de pie.
Y el cardenal indicó con el dedo una silla al joven, que estaba tan asombrado de lo que pasaba que, para obedecer, esperó una segunda indicación de su interlocutor.
-Sois valiente, señor D’Artagnan - continuó la Eminencia ; sois prudente, cosa que vale más. Me gustan los hombres de cabeza y de corazón; no os asustéis - dijo sonriendo-, por hombres de corazón entiendo hombres de valor; mas, pese a lo joven que sois y recién entrado en el mundo, tenéis enemigos poderosos; ¡si no tenéis cuidado, os perderán!
-¡Ah,