Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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es cierto; pero por más solo que estéis, habéis hecho ya mucho, y más haréis aún, no tengo ninguna duda. Sin embargo, necesitáis, en mi opinión, ser guiado en la aventurera carrera que habéis emprendido; porque, si no me equivoco, habéis venido a París con la ambiciosa idea de hacer fortuna.

      -Estoy en la edad de las locas esperanzas, Monseñor - dijo D’Artagnan.

      -No hay locas esperanzas más que para los tontos, señor, y vos sois Inteligente. Veamos, ¿qué diríais de una enseña en mis guardias, y de una compañía después de la campaña?

      -¡Ah, Monseñor!

      -Aceptáis, ¿no es así? -Monseñor - replicó D’Artagnan con aire de apuro.

      -¿Cómo? ¿Rehusáis? - exclamó el cardenal asombrado.

      -Estoy en los guardias de Su Majestad, Monseñor, y no tengo motivos para estar descontento.

      -Pero me parece - dijo la Eminencia - que mis guardias son también los guardias de Su Majestad, y que con tal que se sirva en un cuerpo francés, se sirve al rey.

      -Monseñor, Vuestra Eminencia ha comprendido mal mis palabras.

      -¿Queréis un pretexto, no es eso? Comprendo. Pues bien, ese pretexto lo tenéis. El ascenso, la campaña que se inicia, la ocasión que se os ofrece: eso para la gente; para vos, la necesidad de protecciones seguras; porque es bueno que sepáis, señor D’Artagnan, que he recibido quejas graves contra vos, vos no consagráis exclusivamente vuestros días y vuestras noches al servicio del rey.

      D’Artagnan se puso colorado.

      -Por lo demás - continuó el cardenal posando su mano sobre un legajo de papeles-, tengo todo un informe que os concierne; pero antes de leerlo, he querido hablar con vos. Os sé hombre de resolución, y vuestros servicios, bien dirigidos, en vez de perjudicaros pueden reportaros mucho. Veamos, reflexionad y decidid.

      -Vuestra bondad me confunde, Monseñor - respondió D’Artagnan-, y reconozco en vuestra Eminencia una grandeza de alma que me hace tan pequeño como un gusano; pero, en fin, dado que Monseñor me permite hablarle con franqueza…

      D’Artagnan se detuvo.

      -Sí, hablad.

      -Pues bien, diré a Vuestra Eminencia que todos mis amigos están en los mosqueteros y en los guardias del rey, y que mis enemigos, por una fatalidad inconcebible, están con Vuestra Eminencia; sería por tanto mal recibido y mal mirado si aceptara lo que monseñor me ofrece.

      -¿Tendríais la orgullosa idea de que no os ofrezco lo que valéis, señor? - dijo el cardenal con una sonrisa de desdén.

      -Monseñor, Vuestra Eminencia es cien veces bueno conmigo, y, por el contrario, pienso no haber hecho aún suficiente para ser digno de sus bondades. El sitio de La Rochelle va a empezar, monseñor; yo serviré ante los ojos de Vuestra Eminencia, y si tengo la suerte de comportarme en ese sitio de tal forma que merezca atraer sus miradas, ¡pues bien!, luego tendré al menos detrás de mí alguna acción brillante para justificar la protección con que tenga a bien honrarme. Todo debe hacerse a su tiempo, monseñor; quizá más tarde tenga yo derecho a darme, en este momento parecería que me vendo.

      -Es decir, que rehusáis servirme, señor - dijo el cardenal con un tono de despecho en el que apuntaba sin embargo cierta clase de estima; quedad, pues, libre y guardad vuestros odios y vuestras simpatías.

      -Monseñor…

      -Bien, bien - dijo el cardenal-, no os quiero; pero como comprenderéis bastante tiene uno con defender a sus amigos y recompensarlos, no debe nada a sus enemigos, y sin embargo os daré un consejo: manteneos alerta, señor D’Artagnan, porque en el momento en que yo haya retirado mi mano de vos, no compraría vuestra vida por un óbolo.

      -Lo intentaré, monseñor - respondió el gascón con noble seguridad.

      -Más tarde, y si en cierto momento os ocurre alguna desgracia - dijo Richelieu con intención-, pensad que soy yo quien ha ido a buscaros, y que ha hecho cuanto ha podido para que esa desgracia no os alcanzase.

      -Pase lo que pase - dijo D’Artagnan poniendo la mano en el pecho a inclinándose-, tendré eterna gratitud a Vuestra Eminencia por lo que hace por mí en este momento.

      -Bien, como habéis dicho - señor D’Artagnan-, volveremos a vernos en la campaña; os seguiré con los ojos, porque estaré allí - prosiguió el cardenal señalando con el dedo a D’Artagnan una magnífica armadura que debía endosarse-, y a vuestro regreso, pues bien, ¡hablaremos!

      -¡Ah, monseñor! - exclamó D’Artagnan-. Ahorradme el peso de vuestra desgracia; permaneced neutral, monseñor, si os parece que actúo como hombre galante.

      -Joven - dijo Richelieu-, si puedo deciros una vez más lo que os he dicho hoy, os prometo decíroslo.

      Esta última frase de Richelieu expresaba una duda terrible; consternó a D’Artagnan más de lo que habría hecho una amenaza, porque era una advertencia. El cardenal trataba, pues, de preservarle de alguna desgracia que lo amenazaba. Abrió la boca para responder, pero con gesto altivo el cardenal lo despidió.

      D’Artagnan salió; pero a la puerta estuvo a punto de fallarle el corazón, y poco le faltó para volver a entrar. Sin embargo, el rostro grave y severo de Athos se le apareció: si hacía con el cardenal el pacto que éste le proponía, Athos no volvería a darle la mano, Athos renegaría de él.

      Fue este temor el que lo retuvo: ¡tan poderosa es la influencia de un carácter verdaderamente grande sobre cuanto le rodea! D’Artagnan descendió por la misma escalera por la que había entrado, y encontró ante la puerta a Athos y a los cuatro mosqueteros que esperaban su regreso y que comenzaban a inquietarse. Con una palabra d’Artagnan los tranquilizó, y Planchet corrió a avisar a los demás puestos que era inútil montar una guardia más larga, dado que su amo había salido sano y salvo del Palais Cardinal.

      Una vez vueltos a casa de Athos, Aramis y Porthos se informaron de las causas de aquella extraña cita; pero D’Artagnan se contentó con decirles que el señor de Richelieu lo había hecho ir para proponerle entrar en sus guardias con el grado de enseña, y que había rehusado.

      -Y habéis hecho bien - exclamaron a una Porthos y Aramis.

      Athos cayó en profunda reflexión y no dijo nada. Pero en cuanto estuvo solo con D’Artagnan: -Habéis hecho lo que debíais hacer, D’Artagnan - dijo Athos-, pero quizá habéis hecho mal.

      D’Artagnan lanzó un suspiro; porque aquella voz respondía a una voz de su alma, que le decía que grandes desgracias lo esperaban.

      La jornada del día siguiente se pasó en preparativos de partida; D’Artagnan fue a despedirse del señor de Tréville. A aquella hora se creía todavía que la separación de los guardias y de los mosqueteros sería momentanéa, porque aquel día tenía el rey su parlamento y debían partir al día siguiente. El señor de Tréville se contentó, pues, con preguntar a D’Artagnan si necesitaba algo de él, pero D’Artagnan respondió orgullosamente que tenía todo lo que necesitaba.

      La noche reunió a todos los camaradas de la compañía de los guardias del señor des Essarts y de la compañía de los mosqueteros del señor de Tréville, que habían hecho amistad. Se dejaban para volverse a ver cuando pluguiera a Dios y si placía a Dios. La noche fue por tanto una de las más ruidosas, como se puede suponer,

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