Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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-Bueno, en buena hora - dijo el joven riendo - estima que valgo algo: cien luises. Es una cantidad para dos miserables como vosotros; por eso comprendo que hayas aceptado y lo perdono con una condición.
-¿Cuál? - preguntó el soldado inquieto y viendo que no todo había terminado.
-Que vayas a buscarme la carta que tu camarada tiene en bolsillo.
-Pero eso - exclamó el bandido - es otra manera de matarme; ¿cómo queréis que vaya a buscar esta carta bajo el fuego del bastión?
-Sin embargo, tienes que decidirte a ir en su busca, o te juro que mueres por mi mano.
-¡Gracia, señor, piedad! ¡En nombre de esa dama a la que amáis a la que quizá creéis muerta y que no lo está! - exclamó el bandido poniéndose de rodillas y apoyándose sobre su mano, porque comenzaba a perder sus fuerzas con la sangre.
-¿Y por qué sabes tú que hay una mujer a la que amo y que yo he creído muerta a esa mujer? - preguntó D’Artagnan.
-Por la carta que mi camarada tiene en su bolsillo.
-Comprenderás entonces que necesito tener esa carta - dijo D’Artagnan ; así que no más retrasos ni dudas, o aunque me repugne templar por segunda vez mi espada en la sangre de un miserable como tú, lo juro por mi fe de hombre honrado…
Y a estas palabras D’Artagnan hizo un gesto tan amenazador que el herido se levantó.
-¡Deteneos! ¡Deteneos! - exclamó recobrando valor a fuerza de terror-. ¡Iré… , iré… !
D’Artagnan cogió el arcabuz del soldado, lo hizo pasar delante de él y lo empujó hacia su compañero pinchándole los lomos con la punta de su espada.
Era algo horrible ver a aquel desgraciado dejando sobre el camino que recorría un largo reguero de sangre, cada vez más pálido ante muerte próxima, tratando de arrastrarse sin ser visto hasta el cuerpo de su cómplice que yacía a veinte pasos de allí.
El terror estaba pintado sobre su rostro cubierto de un sudor frío de tal modo que D’Artagnan se compadeció y mirándolo con desprecio:
-Pues bien - dijo-, voy a demostrarte la diferencia que existe entre un hombre de corazón y un cobarde como tú: quédate iré yo.
Y con paso ágil, el ojo avizor, observando los movimientos del enemigo, ayudándose con todos los accidentes del terreno, D’Artagnan llegó hasta el segundo soldado.
Había dos medios para alcanzar su objetivo: registrarlo allí mismo o llevárselo haciendo un escudo con su cuerpo y registrarlo en la trinchera.
D’Artagnan prefirió el segundo medio y cargó el asesino a sus hombros en el momento mismo que el enemigo hacía fuego.
Una ligera sacudida el ruido seco de tres balas que agujereaban las carnes, un último grito un estremecimiento de agonía le probaron a D’Artagnan que el que había querido asesinarlo acababa de salvarle la vida.
D’Artagnan ganó la trinchera y arrojó el cadáver junto al herido tan pálido como un muerto.
Comenzó el inventario inmediatamente: una cartera de cuero, una bolsa donde se encontraba evidentemente una parte de la suma del dinero que había recibido, un cubilete y los dados formaban la herencia del muerto.
Dejó el cubilete y los dados donde habían caído, lanzó la bolsa al herido y abrió ávidamente la cartera.
En medio de algunos papeles sin importancia, encontró la carta siguiente: era la que había ido a buscar con riesgo de su vida:
«Dado que habéis perdido el rastro de esa mujer y que ahora está a salvo en ese convento al que nunca deberíais haberla dejado llegar, tratad al menos de no fallar con el hombre; si no, sabéis que tengo la mano larga y que pagaréis caros los cien luises que os he dado.»
Sin firma. Sin embargo, era evidente que la carta procedía de Milady. Por consiguiente, la guardó como pieza de convicción y, a salvo tras el ángulo de la trinchera se puso a interrogar al herido. Este confesó que con su camarada, el mismo que acababa de morir, estaba encargado de raptar a una joven que debía salir de París por la barrera de La Villete pero que, habiéndose parado a beber en una taberna, habían llegado diez minutos tarde al coche.
-Pero ¿qué habríais hecho con esa mujer? - preguntó D’Artagnan con angustia.
-Debíamos entregarla en un palacio de la Place Royale - dijo el herido.
-¡Sí! ¡Sí! - murmuró D’Artagnan-. Es exacto, en casa de la misma Milady.
Entonces el joven estremeciéndose, comprendió qué terrible sed de venganza empujaba a aquella mujer a perderlo, a él y a los que lo amaban, y cuánto sabía ella de los asuntos de la corte, puesto que lo había descubierto todo. Indudablemente debía aquellos informes al cardenal.
Mas, en medio de todo esto, comprendió, con un sentimiento de alegría muy real, que la reina había terminado por descubrir la prisión en que la pobre señora Bonacieux expiaba su adhesión, y que la había sacado de aquella prisión. Así quedaban explicados la carta que había recibido de la joven y su paso por la ruta de Chaillot, un paso parecido a una aparición.
Y entonces, como Athos había predicho, era posible volver a encontrar a la señora Bonacieux, y un convento no era inconquistable.
Esta idea acabó de devolver a su corazón la clemencia. Se volvió hacia el herido que seguía con ansiedad todas las expresiones diversas de su cara, y le tendió el brazo:
-Vamos - le dijo-, no quiero abandonarte así. Apóyate en mí y volvamos al campamento.
-Sí - dijo el herido, que a duras penas creía en tanta magnanimidad-, pero ¿no sera para hacer que me cuelguen?
-Tienes mi palabra - dijo D’Artagnan-, y por segunda vez te perdono la vida.
El herido se dejó caer de rodillas y besó de nuevo los pies de su salvador; pero D’Artagnan, que no tenía ningún motivo para quedarse tan cerca del enemigo, abrevió él mismo los testimonios de gratitud.
El guardia que había vuelto a la primera descarga de los rochelleses había anunciado la muerte de sus cuatro compañeros. Quedaron, pues, asombrados y muy contentos a la vez en el regimiento cuando se vio aparecer al joven sano y salvo.
D’Artagnan explicó la estocada de su compañero por una salida que improvisó. Contó la muerte del otro soldado y los peligros que habían corrido. Este relato fue para el ocasión de un verdadero triunfo. Todo el ejército habló de aquella expedición durante un día, y Monsieur hizo que le transmitieran sus felicitaciones.
Por lo demás, como toda acción hermosa lleva consigo su recompensa, la hermosa acción de D’Artagnan tuvo por resultado devolverle la tranquilidad que había perdido. En efecto, D’Artagnan creía poder estar tranquilo, puesto que de sus dos enemigos uno estaba muerto y otro era adicto a sus intereses.
Esta tranquilidad probaba una cosa, y es que D’Artagnan no conocía aún a Milady.
Capítulo