Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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Luego otras visitas menos agradables, porque dos o tres veces corrió el rumor de que el cardenal había estado a punto de ser asesinado.
Cierto que los enemigos de Su Eminencia decían que era ella misma la que ponía en campaña a asesinos torpes, a fin de tener, llegado el caso, el derecho de adoptar represalias; pero no hay que creer ni lo que dicen los ministros ni lo que dicen sus enemigos.
Lo cual, por lo demás, no impedía al cardenal, a quien jamás ni sus más encarnizados detractores han negado el valor personal, hacer sus recorridos nocturnos para comunicar al duque de Angulema órdenes importantes, tanto para ir a ponerse de acuerdo con el rey como para ir a conferenciar con algún mensajero que no quería que se dejase entrar en su casa.
Por su lado los mosqueteros, que no tenían gran cosa que hacer en el asedio, no eran severamente controlados y llevaban una vida alegre. Y esto les era tanto más fácil, sobre todo a nuestros tres amigos, cuanto que, siendo amigos del señor de Tréville, obtenían fácilmente de él el llegar tarde y quedarse tras el cierre del campamento con permisos particulares.
Pero una noche en que D’Artagnan, que estaba de trinchera, no había podido acompañarlos, Athos, Porthos y Aramis, montados en sus caballos de batalla, envueltos en capas de guerra y con una mano sobre la culata de sus pistolas, volvían los tres de una cantina que Athos había descubierto dos días antes en el camino de La Jarrie, y que se llamaba el Colombier Rouge, siguiendo el camino que llevaba al campamento estando en guardia, como hemos dicho, por temor a una emboscada, cuando a un cuarto de legua más o menos de la aldea de Boisnar, creyeron oír el paso de una cabalgata que venía hacia ellos; al punto los tres se detuvieron, apretados uno contra otro, y esperaron, en medio del camino. Al cabo de un instante, y cuando precisamente salía la luna de una nube, vieron aparecer en una vuelta del camino dos caballeros que al divisarlos se detuvieron también, pareciendo deliberar si debían continuar su ruta o volver atrás. Esta duda proporcionó algunas sospechas a los tres amigos y Athos, dando algunos pasos hacia adelante, gritó con su firme voz:
-¿Quién vive?
-¿Quién vive, vos? - respondió uno de aquellos caballeros.
-Eso no es contestar - dijo Athos-. ¿Quién vive? Responded o cargamos.
-¡Tened cuidado con lo que vais a hacer señores! - dijo entonces una voz vibrante que parecía tener el hábito de mando.
-¿Es algún oficial superior que hace su ronda de noche? - dijo Athos-. ¿Qué queréis hacer, señores?
-¿Quiénes sois? - dijo la misma voz con el mismo tono de mando. Responded o podríais pasarlo mal por vuestra desobediencia.
-Mosqueteros del rey - dijo Athos, más y más convencido de que quien los interrogaba tenía derecho a ello.
-Qué compañía?
-Compañía de Tréville.
-Avanzad en orden y venid a darme cuenta de lo que hacíais aquí a esta hora.
Los tres mosqueteros avanzaron, con la cabeza algo gacha, porque los tres estaban ahora convencidos de que tenían que vérselas con alguien más fuerte que ellos; se dejó por lo demás a Athos el cuidado de portavoz.
Uno de los caballeros, el que había tomado la palabra en segundo lugar, estaba diez pasos por delante de su compañero; Athos hizo señas a Porthos y a Aramis de quedarse, por su parte, atrás, y avanzó solo.
-¡Perdón, mi oficial! - dijo Athos-. Pero ignorábamos con quién teníamos que vérnoslas, y como podéis ver estábamos ojo avizor.
-¿Vuestro nombre? - dijo el oficial que se cubría una parte del rostro con su capa.
-¿Y el vuestro, señor? - dijo Athos que comenzaba a revolverse contra aquel interrogatorio-. Dadme, por favor, una prueba de que tenéis derecho a interrogarme.
-¿Vuestro nombre? - repitió por segunda vez el caballero dejando caer su capa de tal forma que dejaba el rostro al descubierto.
-¡Señor cardenal! - exclamó el mosquetero estupefacto.
-¡Vuestro nombre! - repitió por tercera vez Su Eminencia.
-Athos - dijo el mosquetero.
El cardenal hizo una seña al escudero, que se acercó.
-Estos tres mosqueteros nos seguirán - dijo en voz baja-, no quiero que se sepa que he salido del campamento, y siguiéndonos estaremos más seguros de que no lo dirán a nadie.
-Nosotros somos gentileshombres, Monseñor - dijo Athos ; pedidnos, pues, nuestra palabra y no os inquietéis por nada. A Dios gracias, sabemos guardar un secreto.
El cardenal clavó sus ojos penetrantes sobre aquel audaz interlocutor.
-Tenéis el oído fino, señor Athos - dijo el cardenal ; pero ahora escuchad esto: os ruego que me sigáis, no por desconfianza, sino por mi seguridad. Sin duda vuestros dos compañeros son los señores Porthos y Aramis.
-Sí, Eminencia - dijo Athos mientras los dos mosqueteros que se habían quedado atrás se acercaban con el sombrero en la mano.
-Os conozco, señores - dijo el cardenal-, os conozco; sé que no sois completamente amigos míos y estoy molesto por ello, pero sé que sois valientes y leales gentileshombres y que se puede fiar de vosotros. Señor Athos, hacedme, pues, el honor de acompañarme, vos y vuestros amigos, y entonces tendré una escolta como para dar envidia a Su Majestad si nos lo encontramos.
Los tres mosqueteros se inclinaron hasta el cuello de sus caballos.
-Pues bien, por mi honor - dijo Athos-, que Vuestra Eminencia hace bien en llevarnos con ella: hemos encontrado en el camino caras horribles, a incluso con cuatro de esas caras hemos tenido una querella en el Colombier Rouge.
-¿Una querella? ¿Y por qué, señores? - dijo el cardenal-. No me gustan los camorristas, ¡ya lo sabéis!
-Por eso precisamente tengo el honor de prevenir a Vuestra Eminencia de lo que acaba de ocurrir; porque podría enterarse por otras personas distintas a nosotros y creer, por la falsa relación, que estamos en falta.
-¿Y cuáles han sido los resultados de esa querella? - preguntó el cardenal frunciendo el ceño.
-Pues mi amigo Aramis, que está aquí, ha recibido una leve estocada en el brazo, lo cual no le impedirá, como Vuestra Eminencia podrá ver, subir al asalto mañana si Vuestra Excelencia ordena la escalada.
-Pero no sois hombres para dejaros dar estocadas de esa forma - dijo el cardenal ; vamos, sed francos, señores, algunas habréis de vuelto; confesaos, ya sabéis que tengo derecho a dar la absolución.
-Yo, Monseñor - dijo Athos-, no he puesto siquiera la espada en la mano, pero he agarrado al que me tocaba por medio del cuerpo y lo he tirado por la ventana. Parece que al caer - continuó Athos cor cierta duda - se ha roto una pierna.
-¡Ah, ah! - dijo el cardenal-. ¿Y vos, señor Porthos?
-Yo, Monseñor, sabiendo que el duelo está prohibido, he cogido un banco y le he dado a uno de esos bergantes un golpe que,