Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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-D’Artagnan - preguntó Aramis en tono de reproche-, ¿cómo habéis podido creer que habíamos organizado un alboroto?…
D’Artagnan palideció y un estremecimiento convulsivo agitó sus miembros.
-Me asustas - dijo Athos, que no le tuteaba sino en las grandes ocasiones-. ¿Qué ha pasado entonces?
-¡Corramos, corramos, amigos míos! - exclamó D’Artagnan-. Una terrible sospecha cruza mi mente. ¿Será otra vez una venganza de esa mujer?
Fue Athos el que ahora palideció.
D’Artagnan se precipitó hacia la cantina. Los tres mosqueteros y los dos guardias lo siguieron.
Los primero que sorprendió la vista de D’Artagnan al entrar en el comedor fue Brisemont tendido en el suelo y retorciéndose en medio de atroces convulsiones.
Planchet y Fourreau, pálidos como muertos trataban de ayudarlo; pero era evidente que cualquier ayuda resultaba inútil: todos los rasgos del moribundo estaban crispados por la agonía.
-¡Ay! - exclamó al ver a D’Artagnan-. ¡Ay, es horrible, fingís perdonarme y me envenenáis!
-¡Yo! - exclamó D’Artagnan-. ¿Yo, desgraciado? Pero ¿qué dices? -Digo que sois vos quien me habéis dado ese vino, digo que sois vos quien me ha dicho que lo beba, digo que habéis querido vengaros de mí, digo que eso es horroroso.
-No creáis eso, Brisemont - dijo D’Artagnan-, no creáis nada de eso; os lo juro, os aseguro que…
-¡Oh, pero Dios está aquí, Dios os castigará! ¡Dios mío! Que sufra un día lo que yo sufro.
-Por el Evangelio - exclamó D’Artagnan precipitándose hacia el moribundo-, os juro que ignoraba que ese vino estuviese envenenado y que yo iba a beber como vos.
-No os creo - dijo el soldado.
Y expiró en medio de un aumento de torturas.
-¡Horroroso! ¡Horroroso! - murmuraba Athos, mientras Porthos rompía las botellas y Aramis daba órdenes algo tardías para que fuesen en busca de un confesor.
-¡Oh, amigos míos! - dijo D’Artagnan-. Venís una vez más a salvarme la vida, no sólo a mí, sino a estos señores. Señores - continuó dirigiéndose a los guardias-, os ruego silencio sobre toda esta aventura; grandes personajes podrían estar pringados en lo que habéis visto, y el perjuicio de todo esto recaería sobre nosotros.
-¡Ay, señor! - balbuceaba Planchet, más muerto que vivo-. ¡Ay, señor, me he librado de una buena!
-¡Cómo, bribón! - exclamó D’Artagnan-. ¿Ibas entonces a beber mi vino?
-A la salud del rey, señor, iba a beber un pobre vaso si Fourreau no me hubiera dicho que me llamaban.
-¡Ay! - dijo Fourreau, cuyos dientes rechinaban de terror-. Yo quería alejarlo para beber completamente solo.
-Señores - dijo D’Artagnan dirigiéndose a los guardias-, comprenderéis que un festín semejante sólo sería muy triste después de lo que acaba de ocurrir; por eso, recibid mis excusas y dejemos la partida para otro día, por favor.
Los dos guardias aceptaron cortésmente las excusas de D’Artagnan y, comprendiendo que los cuatro amigos deseaban estar solos, se retiraron.
Cuando el joven guardia y los tres mosqueteros estuvieron sin testigos, se miraron de una forma que quería decir que todos comprendían la gravedad de la situación.
-En primer lugar - dijo Athos-, salgamos de esta sala; no hay peor compañía que un muerto de muerte violenta.
-Planchet - dijo D’Artagnan-, os encomiendo el cadáver de este pobre diablo. Que lo entierren en tierra santa. Cierto que había cometido un crimen, pero estaba arrepentido.
Y los cuatro amigos salieron de la habitación, dejando a Planchet y a Fourreau el cuidado de rendir los honores mortuorios a Brisemont.
El hostelero les dio otra habitación en la que les sirvió huevos pasados por agua y agua que el mismo Athos fue a sacar de la fuente. En pocas palabras Porthos y Aramis fueron puestos al corriente de la situación.
-¡Y bien! - dijo D’Artagnan a Athos-. Ya lo veis, querido amigo, es una guerra a muerte.
Athos movió la cabeza.
-Sí, sí - dijo-, ya lo veo, pero ¿créis que sea ella?
-Estoy seguro.
-Sin embargo os confieso que todavía dudo.
-¿Y esa flor de lis en el hombro? -Es una inglesa que habrá cometido alguna fechoría en Francia y que habrá sido marcada a raíz de su crimen.
-Athos, es vuestra mujer, os lo digo yo - repitió D’Artagnan-. ¿No recordáis cómo coinciden las dos marcas? -Sin embargo habría jurado que la otra estaba muerta, la colgué muy bien.
Fue D’Artagnan quien esta vez movió la cabeza.
-En fin ¿qué hacemos? - dijo el joven.
-Lo cierto es que no se puede estar así, con una espada eternamente suspendida sobre la cabeza - dijo Athos-, y que hay que salir de esta situación.
-Pero ¿cómo?
-Escuchad, tratad de encontraros con ella y de tener una explicación; decidle: ¡La paz o la guerra! Palabra de gentilhombre de que nunca diré nada de vos, de que jamás haré nada contra vos; por vuestra parte, juramento solemne de permanecer neutral respecto a mí; si no, voy en busca del canciller, voy en busca del rey, voy en busca del verdugo, amotino la corte contra vos, os denuncio por marcada, os hago meter a juicio, y si os absuelven, pues entonces os mato, palabra de gentilhombre, en la esquina de cualquier guardacantón, como mataría a un perro rabioso.
-No está mal ese sistema - dijo D’Artagnan-, pero ¿cómo encontrarme con ella?
-El tiempo, querido amigo, el tiempo trae la ocasión, la ocasión es la martingala del hombre; cuanto más empeñado está uno, más se gana si se sabe esperar.
-Sí, pero esperar rodeado de asesinos y de envenenadores…
-¡Bah! - dijo Athos-. Dios nos ha guardado hasta ahora, Dios nos seguirá guardando.
-Sí, a nosotros sí; además, nosotros somos hombres y, considerándolo bien, es nuestro deber arriesgar nuestra vida; pero ¡ella!… - añadió a media voz.
-¿Quién ella? - preguntó Athos.
-Constance.
-La señora Bonacieux ¡Ah! Es justo eso - dijo Athos-. ¡Pobre amigo! Olvidaba que estabais enamorado.
-Pues bien - dijo Aramis-. ¿No habéis visto, por la carta misma que habéis encontrado encima del miserable muerto, que estaba en un convento? Se está muy bien en un convento, y tan pronto acabe el sitio de La Rochelle, os prometo que por lo que a mí se refiere.
-¡Bueno! - dijo