Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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-Entonces, querido, tomad este anillo que comprendo que debéis tener.
-¿Coger yo ese anillo tras haber pasado por las manos de la infame? ¡Nunca! Ese anillo está mancillado, D’Artagnan.
-Vendedlo entonces.
-¿Vender un diamante que viene de mi madre? Os confieso que lo consideraría una profanación.
-Entonces, empeñadlo, y seguro que os prestan más de un millar de escudos. Con esa suma, tendréis dinero de sobra; luego, con el primer dinero que os venga, lo desempeñáis y lo recobráis lavado de sus antiguas manchas, porque habrá pasado por las manos de los usureros.
Athos sonrió.
-Sois un camarada encantador - dijo-, querido D’Artagnan; cot vuestra eterna alegría animáis a los pobres espíritus en la aflicción. ¡Pue bien, sí, empeñemos ese anillo, pero con una condición!
-¿Cuál?
-Que sean quinientos escudos para vos y quinientos escudos para mí.
-¿Pensáis eso, Athos? Yo no necesito la cuarta parte de esa suma, yo, que estoy en los guardias y que vendiendo mi silla la conseguiré. ¿Qué necesito? Un caballo para Planchet, eso es todo. Olvidáis además que también yo tengo un anillo.
-Al que apreciáis más, según me parece, de lo que yo aprecio al mío; he creído darme cuenta al menos.
-Sí, porque en una circunstancia extrema puede sacarnos no sólo de algún gran apuro, sino incluso de algún gran peligro; es no sólo un diamante precioso, sino también un talismán encantado.
-No os comprendo, pero creo en lo que me decís. Volvamos, pues, a mi anillo, o mejor a vuestro anillo; o aceptáis la mitad de la suma que nos den o lo tiro al Sena, y dudo mucho de que, como a Polícatres, haya algún pez lo bastante complaciente para devolvérnoslo.
-¡Bueno, acepto! - dijo D’Artagnan.
En aquel momento Grimaud entró acompañado de Planchet; éste, inquieto por su maestro y curioso por saber lo que le había pasado, había aprovechado la circunstancia y traía los vestidos él mismo.
D’Artagnan se vistió, Athos hizo otro tanto; luego, cuando los dos estuvieron dispuestos a salir, este último hizo a Grimaud la señal de hombre que se pone en campaña; éste descolgó al punto su mosquetón y se dispuso a acompañar a su amo.
Athos y D’ Artagnan, seguidos de sus criados, llegaron sin incidentes a la calle des Fossoyeurs. Bonacieux estaba a la puerta y miró a D’Artagnan con aire socarrón.
-¡Vaya, mi querido inquilino! - dijo-. Daos prisa, tenéis una hermosa joven que os espera, y ya sabéis que a las mujeres no les gusta que las hagan esperar.
-¡Es Ketty! - exclamó D’Artagnan.
Y se precipitó por la alameda.
Efectivamente, en el rellano que conducía a su habitación y agazapada junto a su puerta, encontró a la pobre niña toda temblorosa. Cuando ella lo vio:
-Me habéis prometido vuestra protección, me habéis prometido salvarme de su cólera - dijo; recordad que sois vos quien me habéis perdido.
-Sí, por supuesto - dijo D’Artagnan-, cálmate, Ketty. Pero ¿qué ha pasado después de mi marcha?
-¿Lo sé acaso? - dijo Ketty-. A los gritos que se ha puesto a dar, los lacayos han acudido, estaba loca de cólera; ha vomitado contra vos todas las imprecaciones que existen. Entonces he pensado que ella recordaría que había sido por mi habitación por donde habíais penetrado en la suya, y que entonces pensaría que yo era vuestra cómplice; he cogido el poco dinero que tenía, mis vestidos mejores y me he escapado.
-¡Pobre niña? Pero ¿qué voy a hacer de ti? Me marcho pasado mañana.
-Lo que queráis, señor caballero, hacedme salir de Paris, hacedme salir de Francia.
-Sin embargo, no puedo llevarte conmigo al sitio de La Rochelle - dijo D’Artagnan.
-No, pero podéis colocarme en provincias, junto a alguna dama de vuestro conocimiento, en vuestra región por ejemplo.
-¡Ay, querida amiga! En mi región las damas no tienen doncellas. Pero espera, me hago cargo del asunto. Planchet, vete a buscarme a Aramis, que venga inmediatamente. Tenemos una cosa muy importante que decirle.
-¡Comprendo! - dijo Athos-. Pero ¿por qué no Porthos? Me parece que su marquesa…
-La marquesa de Porthos se hace vestir por los pasantes de su marido - dijo D’Artagnan riendo-. Además, Ketty no querría quedarse en la calle aux Ours, ¿no es así, Ketty?
-Me quedaré donde queráis - dijo Ketty-,con tal que esté bien escondida y que no sepa dónde estoy.
-Ahora, Ketty, que vamos a separarnos y que por consiguiente no estás ya celosa de mí…
-Señor caballero, cerca o lejos - dijo Ketty-, os amaré siempre.
-Dónde diablos va a anidar la constancia? - murmuró Athos.
-También yo - dijo D’Artagnan - también yo te amaré siempre, estáte tranquila. Pero, veamos, respóndeme. Ahora doy gran importancia a la pregunta que te hago: ¿Has oído hablar alguna vez de una dama joven a la que habían raptado cierta noche? -Esperad… ¡Oh, Dios mío! Señor caballero, ¿es que todavía amáis a esa mujer?
-No, uno de mis amigos es el que la ama. Mira, es Athos, ése que está ahí.
-¿Yo? - exclamó Athos con acento parecido al de un hombre que se da cuenta que va a poner el pie sobre una culebra.
-¡Claro, vos! - dijo D’Artagnan apretando la mano de Athos-. Sabéis de sobra el interés que todos nosotros sentimos por esa pobre señora Bonacieux. Además, Ketty no dirá nada, ¿no es así, Ketty? Compréndelo, niña mía - continuó D’Artagnan-, es la mujer de ese horrible mamarracho que has visto a la puerta al entrar aquí.
-¡Oh, Dios mío! - exclamó Ketty-. Me recordáis mi miedo, ¡con tal que no me haya reconocido!…
-¿Cómo reconocido? ¿Has visto en otra ocasión a ese hombre?
-Fue dos veces a casa de Milady.
-Ah, eso es. ¿Cuándo?
-Pues hará unos quince o dieciocho días aproximadamente.
-Exacto.
-Y volvió ayer tarde.
-Ayer tarde.
-Sí, un momento antes de que vos mismo vinieseis.
-Mi querido Athos, estamos envueltos en una red de espías. ¿Y crees que lo ha reconocido?
-He bajado mi cofia al verlo, pero quizá era demasiado