Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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Dio cinco o seis veces la vuelta a la Place Royale, volviéndose cada diez pasos para mirar la luz del piso de Milady, que se vislumbraba a través de las celosías; era evidente que en esta ocasión la joven estaba menos urgida que la primera de volver a su cuarto.
Por fin la luz desapareció.
Con aquella luz se apagó la última irresolución en el corazón de D’Artagnan; recordó los detalles de la primera noche, y con el corazón palpitante la cabeza ardiendo, entró en el palacete y se precipitó en el cuarto de Ketty.
La joven, pálida como la muerte, temblando con todos sus miembros, quiso detener a su amante; pero Milady, con el oído en acecho, había oído el ruido que había hecho D’Artagnan: abrió la puerta.
-Venid - dijo.
Todo esto era de un impudor increíble, de un descaro tan monstruoso que apenas si D’Artagnan podía creer en lo que veía y oía. Creía estar arrastrado a alguna de esas intrigas fantásticas como las que se realizan en el sueño.
No por ello se abalanzó menos hacia Milady, cediendo a la atracción que el imán ejerce sobre el hierro.
La puerta se cerró tras ellos.
Ketty se abalanzó a su vez contra la puerta.
Los celos, el furor, el orgullo ofendido, todas las pasiones que, en fin, se disputan el corazón de una mujer enamorada la empujaban a una revelación; pero estaba perdida si confesaba haberse prestado a semejante maquinación; y por encima de todo, D’Artagnan estaba perdido para ella. Este último pensamiento de amor le aconsejó aún este último sacrificio.
D’Artagnan, por su parte, estaba en el colmo de todos sus deseos: no era ya un rival al que se amaba en él, era a él mismo a quien parecía amar. Una voz secreta le decía muy en el fondo del corazón que no era más que un instrumento de venganza al que se acariciaba a la espera de que diese la muerte, pero el orgullo, el amor propio, la locura, hacían callar aquella voz, ahogaban aquel murmullo. Luego, nuestro gascón, con la dosis de confianza que nosotros le conocemos, se comparaba a de Wardes y se preguntaba por qué, a fin de cuentas, no le iba a amar, también a él, por sí mismo.
Se abandonó por tanto por entero a las sensaciones del momento. Milady no fue para él aquella mujer de intenciones fatales que le habían asustado por un momento, fue una amante ardiente y apasionada abandonándose por entero a su amor que ella misma parecía experimentar. Dos horas poco más o menos transcurrieron así.
Sin embargo, los transportes de los dos amantes se calmaron. Milady, que no tenía los mismos motivos que D’Artagnan para olvidar, fue la primera en volver a la realidad y preguntó al joven si las medidas que debían llevar al día siguiente a él y a de Wardes a un encuentro estaban fijadas de antemano en su mente.
Pero D’Artagnan, cuyas ideas habían adquirido un curso muy distinto, se olvidó como un imbécil y respondió galantemente que era muy tarde para ocuparse de duelos a estocadas.
Aquella frialdad por los únicos intereses que la preocupaban, asustó a Milady, cuyas preguntas se volvieron más agobiantes.
Entonces D Artagnan, que nunca había pensado seriamente en aquel duelo imposible, quiso desviar la conversación, pero no tenía ya fuerza.
Milady lo contuvo en los límites que había marcado de antemano con su espíritu iresistible y su voluntad de hierro.
D’Artagnan se creyó muy ingenioso aconsejando a Milady renunciar, perdonando a de Wardes, a los proyectos furiosos que ella había formado.
Pero a las primeras palabras que dijo, la joven se estremeció y se alejó.
-¿Tenéis acaso miedo, querido D’Artagnan? - dijo ella con una voz aguda y burlona que resonó extrañamente en la oscuridad.
-¡Ni lo penséis, querida! - respondió D’Artagnan-. ¿Y si, en última instancia, ese pobre conde de Wardes fuera menos culpable de lo que pensáis?
-En cualquier caso - dijo gravemente Milady-, me ha engañado, y desde el momento en que me ha engañado, ha merecido la muerte.
-¡Morirá, pues, puesto que lo condenáis! - dijo D’Artagnan en un tono tan firme que a Milady le pareció expresión de una adhesión a toda prueba.
Al punto ella se acercó a él.
No podríamos decir el tiempo que duró la noche para Milady; pero D’Artagnan creía estar a su lado hacía dos horas apenas cuando la luz apareció en las rendijas de las celosías y pronto invadió la habitación de claridad macilenta.
Entonces Milady, viendo que D’Artagnan iba a dejarla, le recordó la promesa que le había hecho de vengarla de de Wardes.
-Estoy completamente dispuesto - dijo D’Artagnan-, pero antes quisiera estar seguro de una cosa.
-¿De cuál? - preguntó Milady.
-De que me amáis.
-Me parece que os de dado la prueba.
-Sí, también soy yo en cuerpo y alma vuestro.
-¡Gracias, mi valiente amante! Pero de igual forma que yo os he probado mi amor, vos me probaréis el vuestro, ¿verdad?
-Desde luego. Pero si me amáis como decís - replicó D’Artagnan-, ¿no teméis por mí?
-¿Qué puedo temer?
-Pues que sea herido peligrosamente, que sea muerto, incluso.
-Imposible - dijo Milady-, sois un hombre muy valiente y una espada muy fina.
-¿No preferiríais, pues - replicó D’Artagnan-, un medio que os vengara y a la vez hiciera inútil el combate?
Milady miró a su amante en silencio: aquella luz macilenta de los primeros rayos del día daba a sus ojos claros una expresión extrañamente funesta.
-Realmente - dijo-, creo que ahora dudáis.
-No, no dudo; es que ese pobre conde de Wardes me da verdaderamente pena desde que ya no lo amáis, y me parece que un hombre debe estar tan cruelmente castigado por la pérdida sola de vuestro amor, que no necesita de otro castigo.
-¿Quién os dice que yo lo haya amado? - preguntó Milady.
-Al menos puedo creer ahora sin demasiada fatuidad que amáis a otro - dijo el joven en un tono cariñoso-, y os lo repito, me intereso por el conde.
-¿Vos? - preguntó Milady.
-Sí, yo.
-¿Y por qué vos?
-Porque sólo yo sé…
-¿Qué?
-Que está lejos de ser, o mejor, que está lejos de haber sido tan culpable hacia vos como parece.
-¿De veras? - dijo Milady con aire inquieto-. Explicaos, porque realmente no sé qué queréis decir.
Y miraba a D’Artagnan que la